La saga de Stroheim en Hollywood —batalla de un gigante contra pigmeos—estaba condenada a terminar mal. Las mentes mezquinas de los ejecutivos disecaron lo que de mejor había dentro de este feroz visionario.
A raíz de su desencantado retorno a Europa, Erich Von Stroheim declaró: "Hollywood me ha asesinado". Y en verdad fue esto lo que Hollywood hizo con el genio desconcertante que se atrevió a desafiar sus dogmas de cartón.
Si el poder de la prensa parecía que radicara en el Gran Padre Hearst y su "Mirror" (un periódico de tintes amarillistas cuya fragancia era lo más parecido a la de las manzanas podridas), su igualmente fétido competidor, Bernard Macfadden, a través de su calumniador "GraphiC" o algún calenturiento editor de provincias, en general todos los sabihondos chupatintas sabían que los TITULARES SOBRE HOLLYWOOD VENDÍAN EJEMPLARES a condición de que fuesen picantes, atrevidos o decididamente escandalosos.
Por mucho que Hays, desde el fondo de sus calzoncillos Hoosier intentase apelar a la moderación en los comentarios sobre la colonia fílmica, la prensa dedicaba un espacio mucho mayor a los catorce divorcios y tres separaciones cuyos protagonistas eran nombres de campanillas, que a los veintitrés casamientos estelares ocurridos en 1926.
Canon Chase, uno de los más activos entre los mojigatos de profesión de los años veinte, no cabía en sí de contento cuando, en 1926, se filtró la noticia de que Will Hays había aceptado dinero bajo cuerda de Harry Sinclair, siendo miembro del gabinete de Harding. Chase se despachó en la prensa contra Hollywood y Hays, proclamando que la Ciudad del Celuloide seguía siendo tan indecente como siempre y deslizando, de paso, que, en el departamento de limpieza,
él
podía hacer un buen trabajo de poda.
Hays se mantuvo en un digno silencio ante el ataque frontal de su competidor. Estaba demasiado ocupado procurando que todas las Iglesias de la nación fuesen debidamente informadas de las sacrosantas intenciones del superpiadoso
Rey de Reyes
, de Cecil B. de Mille, inminente sermón cinematográfico, y sobre todo de que H. B. Warner, la "loquita", que hacía de Cristo, no fumase, bebiera o soltara palabrotas. Y de que la actriz que interpretaba a la Virgen María olvidase de momento sus planes para divorciarse.
Pero, a pesar de estas maniobras untuosas, la prensa continuó sus cargas contra Hollywood a medida que los años veinte caminaban hacia su extinción. Los cimientos ya se habían plantado con los escándalos Arbuckle-Taylor-Reid y se veían coronados por los lascivos comentarios emanados de la cacareada separación de Chaplin y Lita Grey.
Si los rotativos necesitaban algo con "gancho" para el suplemento dominical, siempre podía encontrarse alguna exclusiva en un nuevo vicio o amenaza para la doncellez norteamericana surgidos de Hollywood, Ciudad del Pecado. Siempre existía por ahí alguna desilusionada "Reina de la Belleza" que no había conseguido triunfar, deseando contar a quien la escuchase que los listillos de Hollywood habían sido la causa de su "caída" a cambio, naturalmente, de un precio estipulado y de su retrato en primera página.
Esta imagen fue reforzada por Mae Murray que vendió sus sensacionales
Memorias
, para ser publicadas en fascículos, al surrealista dominical de Hearst, "The American Weekly". En una de las suculentas entregas titulada
El teutón más cochino de Hollywood
contaba con todo detalle sus zipizapes con Stroheim durante la filmación de
La viuda alegre
para la Metro Goldwyn Mayer.
El norteamericano medio fue sacudido un domingo al saber que "El hombre que Vd. ama hasta el odio" era, en verdad, un monstruo en su vida cotidiana. Tan sádico era que la Princesa Mae (la de los labios en forma de corazón) se vio forzada a gritar en medio de mil extras emperifollados: "¡No eres más que un cochino teutón!" abandonando a continuación con paso señorial el decorado de Chez Maxim. Cuando la periodista-estrella Murray tuvo una charla con el jefe del estudio, Louis Bollocks Mayer, éste se cebó en Stroheim; mientras el Niño Prodigio Irving Thalberg dejaba fuera de combate, en el asalto número diez, al desgraciado Stroheim sobre la alfombra de Louie en Culver City, los lectores dedujeron que todo aquello tendría algo que ver con la proverbial "galantería" de L. B. M. La verdad era que Stroheim había dejado caer en los oídos del maternalista Mayer su opinión de que "¡Todas las mujeres son unas putas!". (Cara de Acelga Louie descargó su guadaña de segador sobre Cabeza de Bala, al tiempo que vociferaba a su falange de secretarias: "¡Nadie en mi presencia se atrevió jamás a hablar así de las mujeres y salirse con la suya!".)
A todo lo largo de los agitados años veinte, las publicaciones marcharon acompasadamente al paso que marcaba el Desfile de Inmundicias del viejo y en el fondo buen Hollywood, vertiendo océanos de tinta en torno a cosas como: LOCOS PARTIES EN EL PAÍS DEL CINE, ORGIÁSTICOS FINES DE SEMANA DE LAS ESTRELLAS DEL LIENZO DE PLATA, UNA STARLET DA EL AVISO DE QUE LOS TORTUOSOS CAMINOS DEL CELULOIDE SOLO CONDUCEN A LA RUINA, LOS CAZADORES DEL PAÍS DEL CINE TIENDEN SU CEPOS. Los hambrientos de sensaciones y reprimidos sexuales devoraban lo que se les pusiera por delante y se apresuraban a soltar la pasta pidiendo más y más.
Esa demanda incesante era satisfecha, día a día, a golpes de pecho, por la mutante y tecleante Enviada Especial desde Hollywood.
La enana antecesora de todas las Ronas [El autor se refiere a Rona Barrett, una columnista bastante popular en la actualidad, con numerosas publicaciones que llevan su nombre y apariciones bastante frecuentes en programas en directo de la Televisión norteamericana, muy especialmente en el espacio matinal "Good Morning America". Es un sucedáneo bastante aproximado de lo que en su época representaron Louella O. Parsons y Hedda Hopper. (N del T.)] actuales era, por supuesto, la original y pimpante Paganini de la superficialidad, Louella "Oneida" (He-Visto-Lo-Que-Has-Hecho) Parsons, impuesta por W. R. como Suprema Corresponsal de Hearst en Hollywood.
¡La rechoncha Louella! Su diaria columna matutina de chismes contaba a la nación, a la hora del desayuno, exclusiva a exclusiva, todo lo que sucedía en Hollywood, el Quién-Jodía-Con-Quién en la Costa Oeste, donde las fortunas se multiplican. Lolly llamaba a eso "salir con alguien", pero sus seguidores sabían muy bien por dónde iban los tiros. La gran masa de público podía estarle también agradecida por informarle quien en Hollywood estaba considerado como IN y quién como OUT —ese
temible estado de Ostracismo
que ella sabía resaltar muy bien con la simple exclusión de una persona de su columna, o bien con una avalancha de comentarios poco piadosos y Lollyparsonescos— en caso de que dicha persona, según su cruel criterio o el deseo de Papá William (Randolph Hearst) fuese condenada a sufrir en carne propia el látigo vengador.
Mientras la inexorable L. O. P. y su legión de imitadores baratos abastecían a toda la nación de noticias impresas, los restantes representantes de la Prensa echaban más carne al asador: porque, por ejemplo, para el "GraphiC" y Compañía no existía un lugar más malvado que Hollywood-Babilonia renacida, con Santa Mónica-Sodoma y Glendale-Gomorra como suburbios. Los charlatanes definían lúbricamente a las Estrellas como sirenas desprovistas de alma que deambulaban por lascivas orgías del brazo de caballeros de etiqueta y belleza turbadora, en un mundo perfumado y materialista, flanqueado por los Espectros de la Bebida, la Droga y el Desenfreno, la Locura, el Suicidio y el Crimen. Mientras tanto, se insinuaba que en esos suburbios de Sodoma y Gomorra, en ese Pantano de Espliego, las formas de pecar eran bastante peculiares que la fornicación o el adulterio. Los consumidores obtenían más alimento a cambio de sus tres centavos.
Era cierto que, desde el momento en que Hollywood se erigió como la Meca de la Cinematografía, sobre ella había caído toda clase de elementos sospechosos, como una plaga de polillas en busca de luz. Gangsters de poca monta, contrabandistas, apostadores, tramposos, chantajistas, vagabundos, pequeños y grandes extorsionistas, todo tipo de pervertidos sexuales, especuladores, cultistas "tocados", astrólogos del dólar, falsos mediums y evangelizadores, curanderos de pacotilla, echadores de cartas y parásitos psicoanalistas, todos los cuales revoloteaban alrededor del círculo de los elegidos.
Millares de estúpidos jóvenes embobados con el cine eran atraídos a Hollywood por las vanas promesas de falsas escuelas promocionales— la Quimera del Oro para los incautos, de la que no se obtenía metal alguno, sino amargas impurezas. Multitud de caras bonitas, despojados de Sus sueños y con los bolsillos vacíos, se vieron arrastrados a la prostitución.
Estos flamantes reclutas, que hacían la carrera en Hollywood, se hacían llamar "extras cinematográficas" para eludir las leyes californianas sobre vagos y maleantes. Si eran cazados por la Brigada Antivicio o arrestados en hoteles de poca monta, todos los diarios de la nación reseñaban el incidente: BELLÍSIMA ESTRELLA DE CINE SORPRENDIDA EN UN LUGAR DE DUDOSA FAMA. Los avispados reporteros describían a continuación a una morena de buen ver, a una llamativa rubia o a una apabullante pelirroja. Sus nombres eran suprimidos para dejar paso a la imaginación del lector, quien no podía sustraerse a pensar en una cetrina Dolores del Río, una oxigenada Alice White o en la más incandescente pelirroja de Hollywood: Clara Bow.
Hay que puntualizar que Clara, conocida desde 1926 en el cine como la "más ardiente hija del jazz", pronto se hizo acreedora de sus propios titulares en todo el país.
Los periódicos clamaban: EL IDILIO DE CLARA, UN UNGÜENTO AMOROSO, y pronto los ávidos lectores supieron que la prolongada "terapia" que la chica recibiera para sus "nervios e insomnio", de manos del atractivo y aristocrático médico William Earl Pearson, consistía en la repetida aplicación del "dardo" del facultativo en el postrado blanco de Clara. El "ungüento amoroso" se inyectaba en dosis nocturnas, hasta que la esposa del especialista puso a un detective tras la pista de su marido. El rastro se perdía en el pabellón chino de la finca de Clara en Beverly Hills.
A Clara se le acentuó el insomnio al aparecer como "la otra" en la solicitud de divorcio donde la señora Pearson demandaba a la Bow por "apropiación indebida de cariño". Los titulares supieron exprimir bien el jugo del escándalo protagonizado por la "ardiente hija del jazz" hollywoodense, y Clara fue despojada de treinta mil dólares por la despechada esposa del "buen Doc".
Clara volvió a ser noticia de primera plana a causa de sus deudas de juego en Reno. Pero su escándalo más sonado no estalló hasta 1930.
En dicho año, la fiable secretaria privada de Clara, Daisy DeVoe, una pizpireta rubia de dos caras, vendió todos los "in" y los "out" de la trepidante vida amorosa que la Chica del "Eso" desarrollara a lo largo de cuatro frenéticos años, al mayor postor, el casi pornográfico "GraphiC" de Nueva York. (Clara había puesto de patitas a la calle a Daisy tras un intento de chantaje y aquélla fue la venganza de la empleada.)
Pronto los ansiosos lectores del "GraphiC" supieron hasta qué punto llegaba la devoción de Miss DeVoe por su ama; había llevado la cuenta de
todos
los caballeros que visitaran el pabellón chino de Clara. El bondadoso Buda que ocupaba el lugar de honor no tenía por costumbre hablar, pero Daisy hizo por él. El registro de los amantes de Clara durante esos cuatro años era lo más parecido a un inventario de la potencia masculina. Sumándose el agradable doctor Pearson, la lista abarcaba desde cómicos (Eddie Cantor) hasta malvados (Bela Lugosi) pasando por
cowboys
(Rex Bell y el recién llegado Gary Cooper). Y no era todo.
La relación, según la definía "GraphiC", tal vez fuera demasiado extensa; ello obligó a la pobre Clara a coger el toro por los cuernos. Había sido anfitriona del plantel completo del Thundering Herd, un equipo de fútbol de la Universidad de California del Sur, en alborotadoras fiestas de
week-end
aderezadas con cerveza, probando a todos los risueños atletas desde el número uno hasta el doce, el robusto defensa Marion Morrison, conocido más tarde como John Wayne.
Los próceres decidieron que Clara se había pasado un poco de la raya, pues sus considerables triunfos venéreos ya no eran una simple cuestión de chismes de tocador, sino que habían sido bien explicados en primeras páginas. Salió a relucir que la chica del "Eso" había obsequiado a sus amados Thundering Herd con gemelos y pitilleras de oro; que había decorado muchos de los hogares que alojaban a sus atletas con bebidas de contrabando y disipado su dinero en efectivo, jugándoselo por las noches al póker en la cocina, en unión de su chófer, su cocinera y su doncella.
Clara llevó a Daisy ante los tribunales de Los Ángeles. Tras una encarnizada batalla con acusaciones nada agradables por ambas partes, miss DeVoe acabó en la cárcel acusada de distraer grandes sumas de la cuenta corriente de Bow.
De poco le sirvió a Clara la victoria: el abierto cotilleo le había hecho mucho daño. La pelirroja incandescente se convirtió en un material demasiado peligroso para manejarlo. En un intento por enfriar la cosa, contrajo matrimonio con Rex Bell, pero su carrera tocó el techo mientras resbalaba al filo de una serie de depresiones nerviosas. Antes de ingresar en una clínica, declaró: "Durante muchos años he trabajado muy duro y estoy necesitada de un descanso. Así que pienso marchar a Europa por un año o más en cuanto expire mi contrato". Cuando éste finalizó, algunos meses más tarde, la escarmentada Paramount no intentó renovárselo.
El caso de las válvulas fundidas tampoco la había ayudado mucho. Su primera cinta sonora,
The Wild Party
, trataba de mitigar los dichosos titulares. En la primera escena se requería de ella que hiciera su entrada en un dormitorio para chicas diciendo "¡Hola a todo el mundo!". El ingeniero de sonido, a resguardo en su sala de sincronización, no estaba aún familiarizado con el acento de Brooklyn de Clara y no ajustó correctamente los mandos al compás del saludo de Clara. Ella abrió la puerta, gritó "¡HOLA A TODO EL MUNDO!" y fundió cada una de las válvulas del estudio de grabación.
El ocaso de Clara Bow, quien durante toda una época fuera la personificación de la ardiente juventud, confirmó la reputación de Hollywood como ciudad donde las muchachas tropiezan.