Otra heroína de la heroína fue una delicada rubia, Juanita Hansen, "la chica Mack Sennett" por antonomasia arrastrada a las drogas junto con el elenco Keystone. El Conde la había abordado en la mañana tempranera de un lunes cuando ella se hallaba aún bajo los efectos de un fin de semana etílico. Usó su habitual carta de presentación: "Encanto, ¿te sientes mal? Yo puedo quitarte la resaquilla". La primera dosis, faltaría más, era gratuita. La caída era de cajón.
Bien pronto, Juanita pagaba setenta y cinco pavos por una onza de lo que fuese. Años más tarde recordaba en Los Ángeles el encuentro con su camello: "Un mercachifle, el mismo tipejo de aquel infausto día, en el mismo lugar, y el que me había vendido el primer 'ramillete' de heroína. A partir de entonces fui una de sus mejores dientas. El era un actor bastante conocido, aunque no una estrella. Tomé una dosis allí mismo. Los médicos, el hospital y los peligros a los que me exponía me traían sin cuidado. Lo único que contaba era la heroína. Compré un buen repuesto". Así pudo el Conde añadir una nueva luminaria al "Callejón de los Sabores".
Mientras Barbara La Marr y Alma Rubens habían conseguido de alguna forma evadir la lista negra del Libro de los Malditos, que precedió a la muerte de Wallace Reid, Juanita Hansen no fue tan afortunada. Su nombre fue encontrado en una carta de cierto médico de Oakland, a quien ella había dirigido sus súplicas en busca de tratamiento. Acto seguido, tras la muerte de Reid, Juanita fue arrestada retenida en prisión durante un período de setenta y dos horas, a fin de determinar si era o no adicta. No lo era entonces, pero los titulares en primera plana acabaron con su carrera. Juanita, la intrépida Reina de los Seriales y estrella de
La ciudad perdida
, emprendió el camino hacia el olvido. Su "retorno" no fue en el lienzo de plata, sino dentro de la muy digna y responsable Fundación Juanita Hansen, cuya principal labor era azuzar a los médicos para que declararan la guerra a la adicción "de la misma forma que la cruzada contra la sífilis".
A pesar de la cláusula relativa a la moral, que había sido añadida a los contratos, de las advertencias de Hays y de las oficinas centrales, las jaranas en los círculos privilegiados, haciendo caso omiso de los ejemplos de las estrellas caídas, prosiguieron sin disminución durante los violentos años veinte.
Los Nuevos Dioses estaban decididos a vivir sus propias leyendas hasta el máximo —¡y al infierno con los Hays y las Doñas Purezas de Norteamérica! Los excesos de las estrellas eran alardes de desenfado y cinismo característicos de la imberbe Era del Jazz. La amargura y la sordidez permanecían latentes, pero la actitud general parecía resumirse en un simple "Bueno, ¿y qué?". Edna St. Vincent Millay resumió en una sucinta guía las características que distinguían a la Gente Dorada.
Mi vela se quema por ambos extremos;
No durará toda la noche;
Pero, ¡ay, amigos y adversarios míos, si vierais qué luz tan bella!
"¡Ay, las juergas que nos corríamos!", recordaría, más adelante la Swanson. "En aquellos tiempos, el público deseaba que viviésemos como reyes y reinas. Y así lo hacíamos. ¿Por qué no? Estábamos enamorados de la Vida. Ganábamos más dinero del que jamás hubiésemos soñado, y no había el menor motivo para pensar que aquello pudiese tener fin."
Mientras sus adversarios la denostaban, la pandilla "in" de Hollywood se agitaba en una atmósfera de lujo vertiginoso: oníricos castillos hispano-moriscos, Valentino, edificado en lo alto de una colina, con sus suelos de mármol negro y el dormitorio de igual color; la casa de Marion Davies en la playa de Santa Mónica, con cien habitaciones, salón dorado, dos bares, pinturas de viejos maestros, su salita de proyección y la amplia piscina a la que se accedía por un puente de mármol; el baño romano en el
living
de Pola Negri, y la enorme tina empotrada de Barbara La Marr, con sus grifos de oro, en el cuarto de aseo, todo él en ónix; Greenacres, de Harold Lloyd, una fortaleza de cuarenta y una habitaciones, con fuentes que podían rivalizar con las de Tivoli; el baño de oro macizo de Gloria Swanson en un marco de mármol negro; el comedor de Tom Mix con su fuente reflejando los colores del arco iris; "La Tentadora", goleta de John Gilbert, "El Vampiro", su motora, "La Harpía", su bote de vela, "La Bruja", su chalupa, los sirvientes polacos y una orquesta particular de balalaikas; el rincón chino de Clara Bow y los pomos de oro puro en las puertas de Charles Ray.
Si el McFarlan de color azul de Wally Reid jamás volvió a cruzar el Sunset, había suficientes cacharros capaces de reemplazarlo: el rojo convertible Kissel de Clara Bow, con su pareja de perritos chow haciendo juego; el Voisin de Valentino, hecho a medida, con el tapón del radiador en forma de cobra, el Pierce-Arrow amarillo canario de Mae Murray, o su más formal Rolls Royce con chófer uniformado; el sedán púrpura de Olga Petrova; el Lancia enteramente tapizado en leopardo de Gloria Swanson.
En esa época, los
boudoirs
de Joseph Urban estaban empapados en Shalimar, los modelos parisinos de más de tres mil dólares duraban lo que una noche de fiesta, el dinero entraba por arrobas y se iba a puñados, el licor era clandestino pero abundante, y cualquier estrella podía comprar la llave que abría las puertas de un paraíso artificial.
Los astros trabajaban duramente toda la semana; a las diez de la noche solían irse a la cama, prevenidos para la temprana llamada mañanera. Los fines de semana, sin embargo, eran desenfrenados. Como si cambiarse a cada momento de traje durante toda la semana bajo la potente luz de los focos no fuese suficiente, el pasatiempo favorito lo constituían las fiestas de disfraces.
Fue célebre el baile de máscaras organizado por Marion Davies en 1926 en el gran salón del Ambassador, transformado para la ocasión en un suntuoso escenario hawaiano. Mary Pickford llegó como Lillian Gish en
La Bohème
; Douglas Fairbanks era Don Q., el hijo del Zorro; Charles Chaplin, Napoleón; John Gilbert se presentó como Red Grange, con atavío de futbolista y peluca rojiza; Lillian Gish era una heroína de Jane Austen; Bebe Daniels, una Juana de Arco en lamé de plata; Elinor Glyn, Catalina de Rusia; Marshall Neilan y Allan Dwan eran los barbudos Hermanos Smith, inventores de las pastillas contra la tos, mientras que la propia Davies representaba a una beldad del siglo XIX. (John Barrymore se presentó como un vagabundo tan realista que le negaron la entrada.)
Las estrellas llevaban la moda hasta el último extremo para cualquier aparición en público: la Swanson encabezaba el desfile en la Alameda de las Plumas. Las facturas anuales de Gloria podían desglosarse así: abrigos de pieles, 25.000 dólares; otros tapados, 10.000: vestidos, 50.000; medias, 9.000; zapatos, 5.000; ropa interior, 10.000; bolsos, 5.000; blusas, 5.000, y otros 6.000 para nubes de perfume.
En aquel tiempo la Swanson ganaba 900.000 dólares al año bajo contrato con la Paramount.
Mientras la de por sí exhibicionista Gente Dorada irrumpía en los estruendosos años veinte a un ritmo frenético, había entre ella una pequeña y solitaria figura dedicada al cine como arte. Este hombre era británico, y británico seguiría siendo.
Charles Spencer Chaplin asistía a los festejos que daban los demás —los de disfraces, no los "escandalosos"— pero nadie recordaba que él hubiese ofrecido uno jamás.
Este obsesivo del trabajo bien hecho prefirió erigir su propio estudio en un terreno que había adquirido en la esquina del Sunset Boulevard con La Brea, y se pasaba meses enteros perfeccionando las tomas de sus películas. Chaplin no solía ir en pos del escándalo; era éste quien lo buscaba. A partir de su meteórico ascenso a la fama había sido objeto de todo tipo de especulaciones en la colonia fílmica. Algunas de ellas estaban relacionadas con su probada avaricia, pero el tema más popular para el cotilleo era el gancho que este hombrecillo tenía con las mujeres. Su nombre había estado vinculado a los de Edna Purviance, Lila Lee, Josephine Dunn, Anna Q. Nilson, Thelma Morgan Converse, May Collins, Claire Windsor, Clare Sheridan y Pola Negri.
Una ninfa relevante en la vida de Charlie fue una de las mujeres más ricas del mundo; la primera corista buscadora de oro procedente del elenco Ziegfeld, Peggy Hopkins Joyce. Se había instalado confortablemente en Hollywood con tres millones de dólares en su cuenta corriente (procedentes de las asignaciones de sus cinco maridos) en el año 1922, repleto de escándalos, sólo para comprobar por sí misma si la tan mentada ciudad del pecado hacía honor a su reputación.
Peggy se plantó en Hollywood con un elegante vestido negro y un generoso muestrario de esmeraldas y diamantes; cierto joven acababa de suicidarse en París por su amor. El luto de ella se limitó únicamente al guardarropa y muy pronto se encontró cenando con Charlie,
tête à tête
. Su forma de presentarse tuvo el mismo candor que el de una corista: ¿"Es cierto, Charlie, lo que afirman todas las chicas, que estás mejor dotado que un semental"?.
La gran rubia y el pequeño cómico se apresuraron a gozar de un veraneo anticipado en la Isla Catalina. Como coartada para este idilio, Chaplin aprovechó para localizar los exteriores de Napoleón, su proyecto más inminente.
Peggy y Charlie encontraron una discreta ensenada en la parte más solitaria de la isla, desde donde podían hacer excursiones y practicar el nudismo sin ser observados; al menos eso imaginaban. La presencia de las dos celebridades en la islita no había pasado sin embargo inadvertida, y algunos de los más curiosos nativos de Catalina escalaron las montañas que dominaban la bahía equipados con potentes binoculares. Al poco tiempo, las cabras salvajes oriundas de Catalina eran apodadas "Charlies".
En el transcurso de su breve, pero intensa amistad, Peggy obsequió a Charlie con el relato de su vida de "buscadora de oro". El hizo buen uso de estas anécdotas, y algunos incidentes de la temprana carrera de la Hopkins-Joyce le aportaron la necesaria inspiración para su film
Una mujer de París
.
Las "mujercitas" en la carrera hollywoodense de Charlie establecieron su reputación como "gallo de corral". La primera ninfa fue la rubia y menuda Mildred Harris, que sólo contaba catorce años cuando encontró a Charlie en una inocente fiesta playera en Santa Mónica. Cuando Chaplin la pidió en matrimonio, ella tenía solamente dieciséis años. Charlie había sido debidamente informado de su estado de embarazo, y el casamiento parecía ser la forma más deportiva de encarar la cosa.
Sólo habían transcurrido cuarenta y ocho horas tras la ceremonia, cuando el jefazo de un Estudio recién surgido, un ex-chatarrero llamado Louis Mayer, ofreció a Mildred un contrato. Ella lo firmó. Mildred poseía un rostro agradable, pero no era actriz. Sin embargo a Mayer le pareció rentable lanzarla como "señora de Charlie Chaplin".
Este contrato disgustó a Chaplin, que no había sido consultado. Mayer anunció a bombo y platillo que el primer vehículo estelar para Mrs. Chaplin (Mildred Harris) sería una saga sobre incompatibilidades domésticas titulada
El sexo débil
.
Como pareja artística, Charlie, de veintinueve años, y Mildred, de dieciséis, no funcionaron demasiado bien.
Chaplin le confió a Fairbanks que su jovencísima esposa no era precisamente un peso pesado mental. Una ráfaga de tragedia se filtró cuando Mildred escapó de la muerte por pelos al dar a luz; el bebé, un niño, resultó un ente deforme que sólo sobrevivió tres días. Fue enterrado en el Hollywood Memorial Park bajo una losa en la que se leía "El Ratoncito" y sobre cuyo dibujo el especialista había fijado una encantadora sonrisa. La criatura no había sonreído jamás.
Al lanzar Mayer una campaña de publicidad basada en la "famosa esposa del comediante", el matrimonio Charlie-Mildred hizo aguas y comenzaron a recriminarse mutuamente (ella le acusaba de crueldad, él alegaba infidelidad) en todos los titulares de la nación. Chaplin era lo bastante discreto como para atraer la atención sobre sus fugas del lecho conyugal —a menudo solía pasar la noche en compañía de Nazimova, la "Mujer de los Mil Caprichos" de la Metro. Charlie estaba indignado con la desaprensiva explotación de su nombre para promocionar las películas de Mildred, la segunda de las cuales no era más que una barata imitación de Mary Pickford titulada
Polly, la del País de las Tormentas
. Dado el carácter y el temperamento de Charlie, era evidente que la chispa no tardaría en saltar. El 8 de abril de 1920 tuvo lugar un encuentro fortuito en el atestado comedor del concurrido Hotel Alexandria. Sentados en mesas diferentes pero una en frente de la otra, Chaplin acusó a Mayer de envalentonar a Mildred respecto de los preliminares del divorcio. Cuando Mayer se levantó para dirigirse majestuosamente hacia el vestíbulo, Chaplin le siguió. Mayer se volvió y le gritó "¡Pervertido asqueroso!".
Chaplin le retó a que se despojase de sus gafas, a lo que Mayer respondió quitándoselas con su mano izquierda y noqueando a Charlie con la derecha. Un atento Jack Pickford levantó a Charlie del macetón con palmera en donde había aterrizado y se lo llevó chorreando sangre. Mayer, que en sus difíciles años de chatarrero de New Brunswick había aprendido a sacudirse a sus adversarios, le miró desdeñoso al verle partir: "Sólo hice lo que cualquier
hombre
hubiera hecho".
Y llegamos al modelo original, la más legendaria de las ninfas: Lolita.
¿Quién era Lolita? Había nacido en Hollywood, de madre mexicana y padre norteamericano con ascendencia irlandesa, el 15 de abril de 1908. Su nombre de pila era Lillita McMurray. Se había criado en el sector pobre del Sunset, no muy lejos del Estudio de Chaplin, en un cuchitril de alquiler muy bajo. Descarada, aunque no inteligente, con un óvalo ancho y frente estrecha, no fue ninguna lumbrera en la escuela.
Cuando Chaplin puso sus ojos por primera vez en Lolita, ella tenía siete abriles. El año era 1915; el lugar, un conocido salón de té frecuentado por la gente de cine, la posada Kitty's Come-On, donde la señora McMurray (Nana) trabajaba como camarera. La pequeña Lolita atrajo la atención de Charlie (ella sabía perfectamente quién era él), allí, de pie; mirándole. Lo que Charlie vio fue una pequeña, vestida un tanto frívolamente, en posesión de un par de ojos descarados. El, improvisando una pequeña y divertida pantomima, le hizo señas para que se acercara, le preguntó su nombre, y pronto ambos se encontraron compartiendo pasteles y té servidos por una vigilante camarera: Nana.