El público lo dio por hecho: Clara no había aprendido lo suficiente como para continuar su senda fraguada en el sedante y viejo Brooklyn. La ristra de políticos, clérigos y ligas de pureza aprovechó para reavivar la pasión de los días del linchamiento de Arbuckle: otra estrella entregada a las llamas.
Luego de que Clara fuese tildada de "Mala Mujer", un predicador, el Doctor S. Parkes Cadman, condenó a Hollywood desde el púlpito como "Cementerio de la Virtud".
La gran ilusión dorada quedó hecha trizas el 29 de octubre de 1929. "Variety" lo describió de esta forma: WALL STREET PONE UN HUEVO.
Desde una perspectiva de veinte años, Mae Murray definió así a la Gente Dorada de Hollywood: "Éramos como libélulas. Parecía que estábamos suspendidos en el aire sin esfuerzo, pero en realidad nuestras alas se movían muy, muy aprisa…
Para muchos de los privilegiados, de por sí atemorizados por la llegada del sonoro, aquello parecía el Apocalipsis, el instante fatídico mentado por Solón: "Tenemos que saber cuándo llega el fin; a menudo Dios concede al hombre un relámpago de felicidad para sumergirlo a continuación en la ruina".
La caída de John Gilbert fue un caso extremo. Había sido el astro mejor pagado de 1928, percibiendo de la Metro Goldwyn Mayer diez mil dólares semanales desde que llegara al pináculo con
El gran desfile
. Cuando su idilio con Garbo se fue a pique, Gilbert, de rebote, contrajo nupcias con Ina Claire, una actriz de Broadway. Se encontraba de regreso de una luna de miel un tanto borrascosa en medio del Atlántico, cuando de pronto estalló la bomba.
Gilbert desembarcó en Nueva York y descubrió que se había arruinado. Como les ocurría a tantos otros hollywoodenses, su agente de bolsa le había invertido todo el capital en acciones, convirtiéndolo así en una víctima más de los avispados sujetos que se dedicaban a las inversiones y de los que Hollywood se hallaba infestado. (Más le habría valido dormir sobre su dinero —como lo hiciera Emil Jannings, quien durante su efímera carrera llegó a guardar doscientos mil dólares en metálico dentro de su almohada.)
John Gilbert todavía tenía con la Metro un contrato "irrompible" para cubrirse las espaldas, pero esto sólo fue un momentáneo alivio tras la aparición de su primer film sonoro —una fruslería titulada
Su noche gloriosa
— que alguien calificó de "abominable".
Cuando la película se estrenó en el Capitol de Nueva York, sus "hinchas" se removieron desconcertados en los asientos: una caricatura de su voz surgió a través de los altavoces como un hiriente quejido metálico. En realidad la atiplada voz de tenor de John no era tan mala. Prueba de ello la tenemos en una brillante comedia,
Downstairs
, interpretada y escrita por él en 1932, donde su dirección es perfecta. Pero el daño ya estaba hecho, y los periodistas y las revistas especializadas corrieron la voz de que Gilbert estaba acabado. Su estupenda actuación en
Downstairs
induce a dar crédito al rumor de que los ingenieros de sonido de la Metro Goldwyn Mayer, bajo las órdenes de L. B. Mayer (quien deseaba machacar la carrera de Gilbert y deshacerse de él), contribuyeron a su ruina, multiplicando por tres el volumen del sonido y castrando deliberadamente la voz de Gilbert.
John era un muchacho sencillo que había crecido acostumbrado al agasajo de sus admiradores. El súbito corte en esta relación fue muy duro para él. Su mujer le dio la puntilla. A medida que su incipiente estrellato se agrandaba en el Firmamento Sonoro gracias a una impecable dirección de Beacon Hill, el de Gilbert se derrumbaba. Ina no dudó en aplicar sal a sus heridas recordándole constantemente su situación. Y John se tomó entre pecho y espalda el vengarse de la Prohibición, como hiciera otra estrella del mudo que también tuvo problemas con su voz, Marie Prevost. Su romántica apariencia no casaba bien con su dialecto de Brooklyn, y la rubia Marie trató de ahogar en bourbon su desdicha. John y Marie protagonizaron una carrera etílica hacia la muerte que John ganó en 1936. Marie aguantó hasta 1937, cuando lo que quedaba de su cuerpo fue hallado en su andrajoso apartamento de Cahuenga Boulevard. Su perro salchicha logró sobrevivir comiéndose a su ama a trocitos.
A Hollywood siempre le había gustado canibalizarse a sí mismo. La historia de la caída de Gilbert quedó plasmada en la pantalla en 1937 con
Ha nacido una estrella
pese a que el suicidio en ese film estaba inspirado en otro de características similares, el del desdichado John Bowers.
Paralelamente se producían ajustes de cuentas entre algunos ejecutivos; Wall Street no era el único que se propasaba. En 1930, William Fox fue acusado de "malversación en los libros de cuentas de su propia oficina, de manipulaciones y apropiación indebida de fondos", siendo finalmente despedido del espléndido estudio que él mismo había edificado. El retozón Adolph Zukor, que consiguiera extraer de la montaña de la Paramount una pequeña fortuna valorada en unos cuarenta millones de dólares, se encontró haciendo frente a la bancarrota. Incluso el mismo Hearst navegaba en un mar de aguas turbias y, en esta ocasión, fue Marion Davies quien le ayudó a salir a flote.
Como el resto de la nación, Hollywood tuvo que bailar al son de la misma música: "el mayor festín de la Historia" había llegado a su fin. En 1929 la mayoría de los cientos de millones de espectadores habituales habían pasado de formar colas ante las taquillas a engrosar las que esperaban el reparto del pan. En 1930, la asistencia a los cines era de un cuarenta por ciento menos. Algunos locales hacían esfuerzos desesperados: dos entradas por el precio de una en programas dobles, y cupones gratis para una permanente "Marcel" para las espectadoras femeninas. Pero en el transcurso del amargo crepúsculo de la Depresión, tales trucos resultaban insuficientes para atraer a los aficionados. Eran demasiadas las puertas que se habían cerrado definitivamente.
Campañas patrocinadas por el Club Permanente de California del Sur aparecían en todas las publicaciones: "Si desea pasar unas gloriosas vacaciones, California le espera". Si lo que desea usted es encontrar un trabajo, no venga, a menos que quiera llevarse una decepción; pero si Vd. lo hace en plan turístico; las atracciones no tienen límite".
Pese a haber sido sacudido por el
crack
y la llegada del Sonoro, Hollywood sacó fuerzas de flaqueza y se lanzó hacia adelante. En la reconversión, los mitos del País del Celuloide se llevaron un buen porrazo. Sobrevivió el
star system
(la Metro Goldwyn Mayer disparó su slogan: "Más estrellas que en el cielo") pese a que las luminarias en cuestión no hacían más que preguntarse por cuánto tiempo se mantendrían en sus órbitas.
Veintinueve flamantes
stars
sonoras habían irrumpido en 1931; sólo tres de ellas pertenecían a la carnada de 1921.
No era la carrera de John Gilbert la única en declive. Compañeros de infortunio eran Conrad Bagel, Charles Farrell, Buddy Rogers y William Haines. El siempre melodramático Ramón Novarro se largó a "meditar" a un monasterio.
El desfile fue igualmente fuerte para las diosas silentes. Billie Dove, Colleen Moore, Corinne Griffith y Norma Talmadge se esfumaron, sencillamente. Algunas, como Talmadge, pretendían ser ya demasiado ricas como para dar importancia a la cosa.
Para ciertas bellezas, el eclipse fue brutal. Louise Brooks, una de las visiones más radiantes que engalanase jamás una pantalla, pasó vertiginosamente del estrellato a despachar en un mostrador de Macy's. Una maldición aún más denigrante que la de convertirse en una simple dependienta cayó sobre otras. Mae Murray,
supermillonaire
, fue repudiada por su esposo noble, aunque dudoso, al perder su fortuna. Tras un viacrucis de humillaciones, fue arrestada por vagabundeo cuando la encontraron, ¡Señor!, durmiendo en un banco de Central Park. Grandes figuras de los veinte, como Mae Murray, se hallaban realmente convencidas de que su "estrellato" era un don caído de los cielos. No fue Mae la única que intentó elevarse por encima de los mortales casándose con un noble. Gloria Swanson se convirtió en marquesa de la Falaise de Coudray; Pola Negri (nacida Apolonia Chalupec) trocó su título de condesa Dombska por el de princesa, casándose con el último Mdivani disponible, el Príncipe Serge. Años después también ella acabaría en la fosa, arrojada por las tres P: Paramount, Príncipe y Popularidad.
William Blake lo dijo bien claro: "Si una estrella dudara, de inmediato dejaría de brillar". Con la llegada de la Gran Depresión, esto es lo que ocurrió en Hollywood. A paladas.
La tensión fue excesivamente fuerte para muchos de los antiguos grandes. En lugar de tratar de sobrevivir entre corroídos oropeles, prefirieron escenificar su Gran Final. Algunos, en dramáticos cuadros guiñolescos, se suicidaron como dioses autodegollados al pie de sus altares. Fue durante este período cuando por primera vez salió a relucir el concepto de
has been
(
Has been
(ha sido): Se dice de las grandes estrellas que han caído en el descrédito pero aún son reconocidas fácilmente por sus antiguos admiradores. (N. de T.)] Una etiqueta difícil de sacudirse por muy injustamente adjudicada que estuviese.
Algunos afortunados se las arreglaron para emerger indemnes del doble holocausto
crack
/Cine Hablado, montando todo un
show
al proponerse hacer caso omiso de la amarga realidad. Una de estas afortunadas luminarias fue una hija del jazz con agallas: Joan Crawford.
En 1932, en medio de las turbulencias de la Gran Depresión, Crawford se sintió llamada a fortificar la moral de la nación a través de un manifiesto público en las páginas de "Photoplay", valientemente titulado "¡Hay que gastar!", toda una declaración de principios sobre los Derechos de una Estrella.
Como respuesta a gruñidos no precisamente insensatos, mientras se alegaba que las figuras estaban superpagadas, Joan replicó que el deber de una
star
residía en mantenerse en el estilo de vida que el público asociaba con su elevado puesto. Y con férrea determinación se rodeó a sí misma con lo máximo en lujos, pieles de última moda, deslumbrantes joyas y un renovado guardarropa de fabulosos modelos. Sería ésta la única manera, y no otra, de hacer que sus
fans
se sintieran satisfechos y los dólares continuaran circulando.
Heroicamente, Joan exhortaba a sus admiradores a emularla: "Yo, Joan Crawford, creo en el Dólar. Todo lo que gano lo gasto".
Para Joan, al menos, era ésta la fe religiosa en el estilo Hollywood; mansiones espléndidas, coches, una catarata de lujos y, fuera del ámbito de los Estudios, un torbellino de
cocktail-parties
, románticos
rendez-vous
y bien publicitadas salidas nocturnas.
Ella supo llevar todo esto al extremo. Como el resto, se había asomado al precipicio y el Olvido la había devuelto a su sitio —Joan sabía muy bien de dónde procedía y
no
tenía la menor intención de regresar allí.
El
crack
había hecho mella en la seguridad desvergonzada de Hollywood. En el silencio nocturno de sus almas doradas, las estrellas supervivientes —Crawford entre ellas— sabían que algo ajeno se había infiltrado en su privilegiado entorno: una rata llamada
miedo
.
El escándalo hizo estruendosa entrada en 1930, a raíz de la batalla campal protagonizada en los tribunales por Clara Bow y Daisy DeVoe. Pero el
show
se representó en un local semivacío.
Aunque los idilios de Clara fueran desmenuzados en la prensa, la nación se hallaba demasiado aturdida para tomarlos en cuenta. El caso Bow sólo suscitó miradas hacia atrás, sobre un festín que a todos les había producido resaca.
En 1931, mientras Clara era víctima de su primera depresión nerviosa, la mayoría de sus antiguos admiradores se encontraban buscando trabajo por las calles. Y, mientras ella trataba de recuperarse en un manicomio, una multitud se enfrentaba con una música bastante más estridente que la del jazz. Pese a que su regreso al cine sonoro al año siguiente fue brillante,
Salvaje
no la libró del desastre. Clara ya era una reliquia del pasado, y el dolor que esto le produjo desembocó en la locura. Una vez más, pues, el sanatorio, envuelta en sábanas heladas.
Muy pronto, y en el mismo hospital, se le uniría Buster Keaton, fuera de quicio por los combinados traumas emanados de la llegada del sonido, la pérdida del control artístico sobre sus películas, los problemas maritales y la bebida.
Aquellas estrellas a quienes sus destrozados nervios habían conducido a manicomios más o menos privados, como Clara Bow y Buster Keaton, hicieron menos ruido que las que optaron por diseñar sus propias caídas. Antes que plantar cara a la vida fuera de la cúspide, Milton Sills prefirió escribir su propio
finis
en 1930, estrellando su limusina último modelo en la curva del Hombre Muerto, en pleno Sunset Boulevard. La radiante Jeanne Eagels se decidió por una deliberada sobredosis de heroína. Robert Ames utilizó el tubo del gas. Karl Dane se disparó un tiro en la sien en 1932.
También empleó un revólver el Padre Confesor de Hollywood, en lo que fue el suicidio más comentado de la década. Su entrañable carácter había ganado para Paul Bern ese título, y seguramente ése había sido uno de los motivos que llevaron a Jean Harlow a contraer matrimonio con un intelectual físicamente impresentable que le llevaba veintidós años. Bern había sido ayudante de Thalberg en la Metro Goldwyn Mayer y factor decisivo para la incorporación de Jean a la fábrica de sueños de Culver City.
La singular pareja había unido sus destinos el 2 de julio de 1932. Dos meses más tarde, 5 de septiembre de 1932, el mayordomo de Bern encontró su cadáver en el blanquísimo dormitorio de su esposa en la conjunta mansión de Benedict Canyon. Estaba desnudo, tendido frente a un espejo de cuerpo entero, bañado en aromas de "Mitsouko", el perfume preferido de Jean, con un disparo en el cráneo procedente de una pistola calibre 38 que yacía a un costado. Jean se hallaba de visita en casa de su madre.
El mayordomo no llamó a la policía; telefoneó en su lugar a la Metro Goldwyn Mayer. En un santiamén se personaron Louis B. Mayer y Thalberg. Mayer encontró una nota autografiada por Bern encima del tocador de su esposa: