Holocausto (47 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
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—Podías haber muerto, Rudi… Y todo, ¿para qué?

Le cogí la mano.

—Para demostrarles que no somos unos cobardes. Que no pueden seguir matándonos como si tal cosa.

—Pero están matando a millones; eso lo sabemos. Y son tan pocos los que luchan, tan pocos los que escapan…

—Una razón más para que luchemos contra ellos.

Permanecimos callados un rato. Helena descansaba la cabeza sobre mi pecho, mientras le acariciaba el recortado pelo y la besaba en la oreja. Cada uno de los movimientos me hacía sentir un agudo dolor en el hombro y el brazo, pero al menos parecía que había dejado de sangrar.

—Repíteme lo mucho que me amas —pedí.

—Más que nunca. —Luego empezó otra vez a llorar—. Pero vendrán a buscarnos. Sabrán dónde estamos. Alguien se lo dirá, alguien a quien torturen. Entonces todos seremos…

—En cierta ocasión dijiste que nunca moriríamos.

—Ya he dejado de creerlo —replicó mi mujer.

—Viviremos, ya lo verás. Conocerás a mis padres, a Karl, a Inga. Y todos te querrán tanto como yo. Bromearán con eso de tener una checa en la familia, pero sólo será una broma.

Por fin sonrió y me acarició la frente. Entonces tuve miedo, miedo de morir y ella también. Nos amábamos demasiado. El enemigo se aseguraría de que nuestro amor muriese. Pero no nos atrevíamos a confesarnos mutuamente el miedo que sentíamos. Fue una equivocación mía hablar de mi familia y de reuniones felices.

Resultaba más difícil engañarnos a nosotros mismos.

Por último, levantó la vista.

—He de pedirte algo, Rudi.

—Lo que quieras.

—La próxima vez que vayas a luchar con Sasha y los hombres quiero ir contigo.

—Ni hablar —me opuse.

—Algunas mujeres van. Por ejemplo, Nadya.

Mi mujer, no.

—Pero tengo que ir. He de estar contigo todo el tiempo.

Su mirada era solemne, sombría. Hacía cuatro años que estábamos juntos y esto era toda una vida. Habíamos sufrido mucho, visto horrores, sobrevivido, luchado y aprendido a ser apasionados, tiernos, comprensivos. Y, sobre todo, a leernos mutuamente los pensamientos… No podíamos ocultarnos nada, nada en absoluto. Sabía lo que ella quería decir. Existían grandes posibilidades de que un día nos capturaran los nazis. Ellos y sus aliados locales estaban decididos a borrarnos de la faz de la tierra. Se decía que había llegado un batallón de Waffen SS para registrar la zona, encontrarnos y aplastarnos.

Algún día nuestra suerte se terminaría. Helena me estaba diciendo —lo sabía, lo leía en su cara— que quería morir conmigo.

—Hablaré con Sasha sobre ello —le ofrecí.

Sasha llegó con el coñac. Dando unas palmaditas en la cabeza de Helena, le dijo.

—Ha terminado la hora de visitas. El paciente tiene que dormir.

Por motivos que aún no he alcanzado a comprender, a mi hermano Karl se le permitió vivir varios meses más en el aislamiento de la «Kleine Festung».

De acuerdo con la forma extraña, impredecible con que trataba la burocracia nazi, tanto a él como a Frey les golpeaban de vez en cuando, y Frey murió al cabo de unas semanas. Pero Karl siguió apenas vivo en la oscura celda. Era casi un esqueleto, sus ojos se habían desacostumbrado a la luz y su voz era casi un graznido. Y sus manos, las manos de un artista, eran dos informes masas de carne y hueso.

Un día, el guardián le abrió la celda.

—En marcha, Weiss.

—No me vuelva a pegar —le suplicó—. Esta vez moriré.

—Ya no se le volverá a pegar. Ha tenido más suerte que sus amigos Frey y Felsher.

—Vosotros los matasteis.

—No querían hablar.

—Yo tampoco lo haré.

El guardián se encogió de hombros.

—¿A quién podría importarle ya? Te van a enviar a Auschwitz. Un lugar encantador, mucho mejor que aquí.

Un campo familiar. Tratan a los judíos mejor que a los alemanes en Berlín.

Entonces siguió algo realmente demencial. Condujeron a Karl a la oficina del jefe Rahm y le obligaron a firmar una «confesión» admitiendo determinados delitos contra el Reich. Rahm dijo que, cuando la guerra hubiera terminado, él, Karl Weiss, artista de Berlín, judío, habría de responder ante un tribunal por «graves crímenes contra el pueblo alemán». Karl firmó. ¿Qué importaba? Ya era uno de esos muertos que andan… lo que los presos con largas condenas llamaban un «musulmán».

Luego se le dijo que disponía de media hora para ver a su mujer antes de incorporarse a la expedición que iba a ser transportada al «Este». Theresienstadt estaba siendo despoblada. Todos los días salían trenes hacia algún lugar de Polonia. Ni que decir tiene que se trataba de Auschwitz, aunque a todos se les aseguraba que se trataba de un «campo familiar», que allí estarían todos reunidos, padres, hijos, viejos amigos y que se les proporcionaría trabajo rentable, buena comida y una casa decente para vivir.

Cuando Karl entró tambaleándose en el estudio por última vez. Inga lanzó un grito. El traje a rayas te colgaba por todas partes. Llevaba barba, tenía los ojos hundidos y se inclinaba hacia delante como un anciano tullido. En las comisuras de la boca se le formaba continuamente saliva.

Inga le abrazó. Se acercaron María Kalova y algunos de los artistas que no habían estado implicados en la conspiración.

—¡Te han dejado libre, Karl! —exclamó Inga.

Entre ella y María le condujeron hasta una silla y lograron encontrar para él un poco de té. Cuando le ofrecieron la taza de metal, intentó ocultar sus manos.

—¡Oh, queridísimo Karl! —gritó Inga—. ¿Qué han hecho contigo… con tus manos?

Los otros se sentían avergonzados al mirarle. Se alejaron. María se dirigió a su tablero de dibujo. Las SS los mantenían ocupados, creando carteles destinados a levantar la «moral», advertencias de cómo había que comportarse, promesas de hermosos días por venir…

—Aún estoy vivo —manifestó Karl. Su voz parecía perdida, lejana—. Y jamás les he dicho nada. ¿Están las pinturas a salvo?

—Sí —musitó ella—. María y yo las ocultamos.

Karl asintió.

—Jamás volveré a pintar. Se han asegurado de que asi sea.

Inga cogió sus manos rotas y empezó a besarlas.

—Ni aun así lograrás que se curen. Es igual que cuando mi madre me besaba las heridas cuando era niño.

Tampoco entonces daba resultado. —Se miró las manos—. Dicen que uno se acostumbra a ello. Pero yo Jamás me acostumbraré.

—No hables de eso.

Inga, de rodillas, ocultó el rostro en las manos de él.

—En el «Kleine Festung», para evitar volvernos locos cuando nos golpeaban, Frey, Felsher y yo gritábamos que iríamos a Italia: Florencia, Venecia. Frey insistía también en visitar Arezzo.

—Iremos allí, mi querido Karl, te lo prometo.

Karl, estremeciéndose, se inclinó hacia delante descansando su cabeza sobre el pelo rubio de ella.

—Jamás veremos Italia como marido y mujer. Mis breves instantes de valor se han esfumado —se sentó—. Me envían a Auschwitz. Han terminado conmigo. Supongo que ya no merezco siquiera que me maten, como asesinaron a Frey y Felsher.

—No te irás —se opuso ella—. Si te envían allí, iré yo también.

El negó con la cabeza.

María Kalova, apartándose del tablero, se acercó a ellos. Les miró por un momento y luego dijo:

—No puedes. Inga. Debes decírselo a Karl.

—¿Decirme…?

—Al menos, aquí en Theresienstadt tienes una oportunidad, Inga —prosiguió María—. Puedes trabajar, tendrán consideraciones contigo, pero…

—¿De qué estáis hablando? preguntó Karl.

Inga se le quedó mirando.

—Espero un hijo tuyo, Karl.

—¿Un hijo…?

—Nuestro.

Karl empezó a temblar de nuevo. Arrojó la taza y mantuvo a Inga apartada con un brazo.

—No. No debes tenerlo.

—Pero yo quiero tenerlo. Por eso es por lo que María dice que debo quedarme aquí. Aquí han nacido niños.

Al menos, hay una clínica y se ocuparán de mí.

—He visto niños nacidos aquí —dijo Karl—. Pesará sobre ellos una maldición por el resto de sus vidas. Sus ojos lo revelan.

—No tiene por qué ser así.

María se acercó aún más.

—Las mujeres protegerán a Inga siempre que puedan. Nos ocuparemos del niño.

—No —insistió mi hermano—. Si me amas, acaba con su vida antes de que abra los ojos en este maldito lugar.

—No lo haré. Quiero tu bendición. Necesito que santifiques su vida. A veces pienso que soy más judía que tú, Karl, o que Rudi…

—No quiero un hijo nacido aquí.

—Los rabinos dicen que cada vida santifica el nombre de Dios. Por favor, Karl.

—Ellos no han visto Theresienstadt.

María intervino.

—Inga tiene razón, Karl. Debes dejarla que tenga su hijo.

Karl hundió la cabeza entre las manos.

—Muy bien. En definitiva, carece de importancia. Es un niño al que jamás conoceré.

Inga replicó:

—Claro que lo conocerás. Te lo prometo.

Llegó un kapo, que se detuvo en el umbral. Estaba reuniendo a la gente para la expedición. No pronunció ni una palabra.

Karl le miró y se puso lentamente en pie. Susurró a Inga:

—Cuando el niño tenga suficiente edad, muéstrale las pinturas. Así comprenderá.

Se besaron por última vez.

Adiós, amada mía —se despidió Karl—. Quizá termine todo bien. Tal vez nos estén diciendo la verdad. Me salvé en Buchenwald y en Theresienstadt porque podía pintar. Acaso ocurra de nuevo.

Luego, mirándose las manos semejantes a garras, rió con amargura.

Inga no quería dejarle marchar, seguía besándole.

Finalmente, María tuvo que separarlos, pues el kapo, con la porra dándole sobre la pierna, entró en el estudio.

—Debes dejarle marchar. Inga —aconsejó María.

—Adiós, Karl. Adiós, amor mío.

Vieron cómo le hacían incorporarse a la fila de gente confusa y asustada —que un día fueran huéspedes privilegiados del «Paraíso del Ghetto»— cuyo destino era el campo de exterminio. Los guardias les ordenaron que se pusieran en marcha.

Mis padres acabaron en Auschwitz. Pero el tío Moses, que se había convertido en miembro activo de la Organización de Lucha Judía, había logrado evadir las redadas. En el ghetto ya sólo quedaban unos cincuenta mil judíos, de una población que había alcanzado casi el medio millón. Y los que quedaban se encontraban enfermos, hambrientos y aterrados.

El 9 de enero, Himmler visitó el ghetto para contemplar personalmente los lamentables restos de la judería europea. Ordenó que se llevara a cabo una liquidación final y absoluta. Hasta el último judío había de ser enviado a Treblinka o Auschwitz.

La Organización de Lucha Judía, formada por unos seiscientos activistas, pero a la que apoyaban acaso millares de otros «irregulares», decidió hacer un plante cuando se produjera la próxima redada. A los alemanes les resultaba cada vez más difícil engañar a los judíos. Ahora ya se sabía que todas las promesas de campos familiares, de pan y mermelada, eran mentira.

Cierto día de mediados de enero, mi tío Moses y Aarón Feldman, fingiendo ser buhoneros, arrastraban un carro hacia una sección del muro que había sido evacuada.

Un policía del ghetto les advirtió que dentro de diez minutos sonaría el toque de queda.

El tío Moses le saludó llevándose la mano al sombrero.

—Sí, señor —le dijo—. Volvemos con nuestra mercancía a casa. Cazuelas y sartenes, ya sabe. —Luego le susurró a Aarón—: No te preocupes. Está sobornado.

Al caer la noche en la glacial y desierta ciudad, el hombre y el muchacho se acercaron al muro.

Aarón subió de un salto a la carreta, y, con la ayuda de un garfio y una cuerda, escaló el muro. Tras arrodillarse sobre él, lanzó un ligero silbido.

Dos hombres de la Resistencia polaca, uno de ellos el llamado Antón, salieron corriendo de un portal.

Lanzaron un cuévano de madera a Aarón, quien a su vez lo dejó caer sobre el carro. Repitieron la operación por segunda vez.

Luego Aarón se deslizó por la cuerda. El tío Moses colocó los dos cuévanos debajo de la sucia lona que cubría su «mercancía» e iniciaron el regreso al cuartel general de la Resistencia.

—Llega con retraso —dijo el policía del ghetto.

—Lo siento —repuso el tío Moses. Y, al pasar junto a él, le sobornó por segunda vez.

Durante aquellos meses finales del ghetto, habían quedado vacíos barrios enteros, habiéndose hecho desaparecer a sus habitantes o enviados a la muerte. Ahora, en los apartamentos secretos de aquellas zonas llamadas «ilegales», vivían los miembros de la Resistencia, los luchadores, los que estaban decididos a no dejarse llevar rezando y gimiendo.

A un apartamento de un piso superior de lo que parecía un edificio deshabitado, el tío Moses y Aarón llevaron los cuévanos que habían recibido de los polacos. Era una contribución de poca monta. Ningún sector de la Resistencia, los diversos grupos sionistas, los bundistas, la izquierda habían sido capaces de hacer mella en los polacos cristianos. En efecto, les mostraban cierta simpatía. Pero escasa ayuda en lo relativo a armas.

Eva Lubin y algunos otros se encontraban presentes al abrir los cuévanos. En uno de ellos había cinco pistolas nuevas y la correspondiente munición. También contenían granadas.

—¿Cómo es posible que comencemos con esto un levantamiento? —preguntó Moses.

Es un principio —opinó Eva—. Empecemos a cargarlos.

Empezaron a introducir las balas en las pistolas.

—Si podemos matar a unos cuantos… —dijo Eva esperanzada—. Luego nos llevaremos sus metralletas, sus fusiles. Para incorporarlos a nuestro pequeño arsenal. Acaso entonces causemos cierta impresión.

—No estoy seguro de que nos den por el gusto —replicó Moses—. Corre el rumor de que se disponen a traer Waffen SS y auxiliares lituanos. Un barrido edificio por edificio. Acaso hayamos llegado tarde con todo esto.

Moses tomó dos revólveres y los hizo girar.

—No soy un vaquero muy convincente. No estoy hecho para este tipo de cosas. Los judíos y las armas no parecen entenderse bien.

En la puerta se oyó la llamada de la contraseña… dos golpes cortos, una pausa, y luego tres más.

Moses indicó a Aarón que abriera la puerta.

Entró Zalman jadeante, cubierto de polvo. Se había arrastrado entre montones de escombros para poder llegar hasta allí.

—La SS han bloqueado la calle —informó Zalman.

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