Humo y espejos (15 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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Todos granjeros honrados, hombres a la caza del zorro.

Están pateando el suelo con sus botas, sus botas negras.

—…antes de eso, Señor Zorro,

agarré, del suelo, del suelo ensangrentado,

la mano de la joven, Señor Zorro. La mano de la mujer

que usted había cortado de un tajo ante mis propios ojos.

—No es así…

—No fue un sueño. Alimaña. Es usted un barbazul.

—No fue así…

—Un Gilles-de-Rais. Un monstruo.

—¡Y Dios quiera que no sea así!

Ella sonríe entonces, sin alborozo ni calor.

El pelo castaño se le riza alrededor de la cara,

rosas que se enroscan alrededor de una enramada.

Dos manchas rojas le arden en las mejillas.

—¡Mire, Señor Zorro! ¡La mano! ¡La pobre mano pálida!

La saca de entre los pechos (ligeramente pecosos,

yo había soñado con esos pechos),

la lanza sobre la mesa.

Está delante de mí.

Su padre, sus hermanos, sus amigos,

me miran con avidez

y yo cojo aquella cosa pequeña.

El pelo era rojísimo y apestaba. Tenía las almohadillas y las uñas

ásperas. Un lado estaba ensangrentado,

pero la sangre se había secado.

—Esto no es una mano —les digo. Pero el primer

puñetazo me deja sin aliento,

un garrote de roble me golpea el hombro,

y cuando me tambaleo,

la primera bota negra me tira al suelo de una patada.

Entonces una lluvia de golpes me derriba,

me acurruco y maúllo y rezo y agarro la pata

con tanta fuerza.

Tal vez lloro.

La veo entonces,

la chica hermosa y pálida, la sonrisa le ha llegado a los labios,

las faldas tan largas mientras se escabulle, los ojos grises,

divertida hasta lo intolerable, de la habitación.

Tenía muchas millas que recorrer aquella noche.

Y cuando se marcha,

desde mi posición estratégica en el suelo,

le veo la cola, el rabo entre las piernas;

hubiera gritado,

pero ya no podía hablar. Esta noche ella estará corriendo

a cuatro patas, a pie firme, por el camino blanco.

¿Y qué pasará si vienen los cazadores?

¿Qué pasará si vienen?

Sé osado
, susurro una vez, antes de morir.
Pero no demasiado

Y entonces mi cuento se ha acabado.

R
EINA DE CUCHILLOS

La reaparición de la dama es cuestión del gusto de cada uno.

—Will Goldston,
TRICKS AND ILLUSIONS
[6]
.

Cuando yo era pequeño, de vez en cuando,

pasaba unos días en casa de mis abuelos

(ancianos: yo sabía que eran viejos,

pues nadie se comía los bombones hasta que yo llegaba,

y eso, entonces, era envejecer).

Mi abuelo siempre preparaba el desayuno al alba:

té para tres, ella, él y yo,

unas tostadas con mermelada

(hebras de plata sobre oro). La comida y la cena

eran tareas de mi abuela, la cocina

volvía a ser su dominio, todos los cacharros y las cucharas,

la picadora, todos los batidores y cuchillos, sus súbditos leales.

Solía preparar la comida con ellos, cantando sus cancioncillas:

Daisy, Daisy, contéstame, por favor,

o a veces,

Me hiciste amarte, yo no quería,

yo no quería.

No tenía mucha voz, que digamos.

El negocio iba muy flojo.

Mi abuelo pasaba los días en la parte de arriba de la casa,

en el cuarto oscuro diminuto donde no se me permitía ir,

sacando rostros de papel de la oscuridad,

las sonrisas tristes de las vacaciones de otra gente.

Mi abuela me llevaba a dar paseos grises por la rambla.

Principalmente, me entretenía explorando

el pequeño espacio cubierto de hierba húmeda de detrás de la casa,

las zarzamoras y el cobertizo.

Fue una semana difícil para mis abuelos,

obligados a entretener a un niño ingenuo, así que

una noche me llevaron al Teatro del Rey. El Teatro de…

¡Variedades!

Bajaron las luces, el telón rojo subió.

Un cómico popular en aquellos tiempos

apareció, dijo su nombre tartamudeando (su frase típica),

sacó una lámina de cristal y colocó medio cuerpo detrás,

para alzar el brazo y la pierna que podíamos ver;

al reflejarse,

parecía volar, era su sello característico,

así que todos nos reímos y aplaudimos. Contó un chiste o dos,

bastante mal. Su infortunio, su torpeza,

eso era lo que habíamos venido a ver.

Desconcertado, casi calvo y con gafas,

me recordaba un poco a mi abuelo.

Y entonces el cómico había terminado.

Algunas señoritas bailaron todo piernas por el escenario.

Un cantante cantó una canción que yo no conocía.

Los espectadores eran ancianos,

como mis abuelos, cansados y jubilados,

todos se reían y aplaudían.

En el entreacto mi abuelo

hizo cola para un helado de chocolate y unos recipientes.

Nos comimos el helado mientras bajaban las luces.

El TELÓN DE SEGURIDAD subió y luego el telón de verdad.

Las señoritas bailaron por el escenario otra vez,

y entonces retumbó un trueno, el humo hizo puff,

un mago apareció e hizo una reverencia. Aplaudimos.

La dama salió a escena, sonriendo desde los bastidores:

Relucía. Brillaba. Sonreía.

La miramos y, en aquel momento, a él le crecieron flores,

y le cayeron sedas y banderines de las puntas de los dedos.

Las banderas de todas las naciones
, dijo mi abuelo, dándome un codazo.

Las tenía en la manga.

Desde que era joven

(no me lo imaginaba de niño),

mi abuelo reconocía haber sido

uno de ésos que saben cómo funcionan las cosas.

Se había construido su televisor,

me contó mi abuela, cuando se casaron;

era enorme, aunque la pantalla era pequeña.

Aquello fue en la época anterior a los programas de televisión;

aun así, la veían,

no muy seguros de si eran personas o fantasmas lo que estaban viendo.

Tenía también una patente de algo que había inventado,

pero que nunca se fabricó.

Se presentó a las elecciones locales, pero quedó tercero.

Podía arreglar una maquinilla de afeitar o una radio,

revelar un carrete o construir una casa de muñecas.

(La casa de muñecas era de mi madre. Aún la teníamos en mi casa;

vieja y destartalada, estaba fuera en el césped, mojada por la lluvia y olvidada.)

La dama de los destellos trajo una caja con ruedas.

La caja era alta, del tamaño de un adulto, y negra.

Abrió la parte delantera.

Le dieron la vuelta y golpearon la parte de atrás.

La dama entró, sonriendo todavía.

El mago le cerró la puerta.

Cuando la abrió, ella había desaparecido.

Él hizo una reverencia.

Espejos
, explicó mi abuelo.
En realidad aún está dentro
.

Tras un gesto, la caja se desmoronó, hecha trizas.

Una trampilla
, aseguró mi abuelo;

La abuela le siseó para que se callase.

El mago sonrió, tenía los dientes pequeños y muy apretados;

caminó, despacio, entre el público.

Señaló a mi abuela, hizo una reverencia,

una reverencia centroeuropea,

y la invitó a subir con él al escenario.

La otra gente aplaudió y gritó entusiasmada.

Mi abuela puso reparos. Yo estaba tan cerca

del mago que podía olerle la loción para después del afeitado

y susurré, «caray, caray…» Aun así,

trató de coger con sus dedos largos a mi abuela.

Pearl, vamos, sube
, dijo mi abuelo.
Ve con el hombre
.

Mi abuela debía de tener entonces, ¿cuántos? ¿Sesenta años?

Acababa de dejar de fumar,

estaba intentado perder un poco de peso. Estaba de lo más orgullosa

de sus dientes, que, aunque con manchas de tabaco, eran todos suyos.

Mi abuelo los había perdido, de joven,

montando en bicicleta; tuvo la idea brillante

de agarrarse a un autobús para coger velocidad.

El autobús había girado

y el abuelo besó la calle.

Ella masticaba regaliz duro, cuando miraba la TV por la noche,

o chupaba barras de caramelo, quizá para fastidiarle.

Se puso en pie, entonces, lentamente.

Dejó el recipiente de papel medio lleno de helado,

con la cucharita de madera,

caminó por el pasillo y subió los escalones.

Y al escenario.

El mago la aplaudió otra vez.

Ella era complaciente. Eso es lo que era. Complaciente.

Otra mujer relumbrante salió de los bastidores,

traía otra caja.

Ésta era roja.

Es ella
, afirmó mi abuelo,
la que

desapareció antes. ¿Lo ves? Es ella.

Quizá lo fuera. Lo único que veía

era una mujer que brillaba, de pie junto a mi abuela

(que jugaba con sus perlas y parecía turbada).

La señorita sonrió y se volvió hacia nosotros, entonces se quedó inmóvil,

una estatua o un maniquí de escaparate.

El mago tiró de la caja,

con facilidad,

hasta la parte de delante del escenario, donde mi abuela esperaba.

Un momento más o menos de cháchara:

de dónde era, cómo se llamaba, ese tipo de cosas.

¿No se habían visto antes?
Ella negó con la cabeza.

El mago abrió la puerta,

mi abuela entró.

Quizá no sea la misma
, admitió mi abuelo,

pensándolo bien,

creo que tenía el pelo más oscuro, la otra chica.

Yo no lo sabía.

Me sentía orgulloso de mi abuela, pero también avergonzado,

esperaba que no hiciese nada que me sacara los colores,

que no cantase una de sus canciones.

Entró en la caja. Cerraron la puerta.

El mago abrió un compartimento de arriba, una puertecita. Vimos

la cara de mi abuela.
¿Pearl? ¿Estás bien, Pearl?

Mi abuela sonrió y asintió con la cabeza.

El mago cerró la puerta.

La señorita le dio un estuche largo y delgado,

así que él lo abrió. Sacó una espada

y atravesó la caja con ella.

Y luego otra y otra,

y mi abuelo se reía y explicaba,

La hoja entra en la empuñadura y una falsa

sale por el otro lado.

Entonces sacó una lámina de metal, que

metió por el centro de la caja

y la cortó por la mitad. Los dos,

la mujer y el hombre, levantaron la mitad

de arriba de la caja, la sacaron y la pusieron en el escenario,

con la mitad de mi abuela dentro.

La mitad de arriba.

El mago abrió la puertecita otra vez, un instante,

la cara de mi abuela nos sonrió, confiada.

Antes, cuando él ha cerrado la puerta,

ella ha bajado por una trampilla,

y ahora sólo le sobresale medio cuerpo del escenario,

mi abuelo me confió.

La abuela nos explicará cómo se hace cuando se haya acabado.

Yo quería que dejase de hablar: necesitaba la magia.

Entonces dos cuchillos, a través de la media caja,

a la altura del cuello.

¿Estás ahí, Pearl?
, preguntó el mago.
Deja que te oigamos
,

¿sabes alguna canción?

Mi abuela cantó
Daisy, Daisy
.

Él levantó esa parte de la caja,

la que tenía la puertecita —la de la cabeza—

y se paseó, mientras ella cantaba

Daisy, Daisy
, primero por un lado del escenario,

luego por el otro.

Es él
, dijo mi abuelo,
y está proyectando su voz
.

Parece la abuela
, dije.

Por supuesto
, dijo él.
Por supuesto que sí
.

Es bueno
, dijo.
Es bueno. Es muy bueno
.

El mago abrió la caja otra vez,

que ya era del tamaño de una sombrerera. Mi abuela había acabado
Daisy, Daisy
,

y estaba cantando una canción que decía:

Ay, caramba, ya empezamos, el conductor borracho y el caballo no quiere seguir,

estamos volviendo, estamos volviendo,

volviendo, volviendo a la ciudad de Londres.

Mi abuela había nacido en Londres. Me contaba historias inquietantes

muy de vez en cuando

de su infancia. De los niños que entraban corriendo en la tienda de su padre

y gritaban
Judío, judío, estás jodío
, y se escapaban;

ella no dejaba que me pusiera camisas negras porque,

decía, le recordaban las marchas por el barrio de East End.

Los camisas negras a Moseley. A su hermana le pusieron un ojo morado.

El mago sacó un cuchillo de cocina,

con el que atravesó lentamente la sombrerera roja.

Y entonces el canto cesó.

Volvió a montar las cajas,

sacó los cuchillos y las espadas, uno por uno por uno.

Abrió el compartimento de arriba: mi abuela nos sonrió,

turbada, luciendo sus propios dientes viejos.

El mago cerró el compartimento, ocultándola.

Sacó el último cuchillo.

Abrió la puerta principal otra vez

y ella había desaparecido.

Un gesto y la caja roja desapareció también.

La tiene en la manga
, mi abuelo explicó, pero no parecía muy seguro.

El mago hizo que dos palomas salieran volando de un plato en llamas.

Una fumarada y él también desapareció.

Ahora la abuela estará debajo del escenario o entre bastidores,

dijo mi abuelo,

Tomándose una taza de té. Volverá con flores,

o con bombones
. Yo esperé que fueran bombones.

Las bailarinas otra vez.

El cómico, por última vez.

Y todos salieron juntos al final.

El final espectacular
, dijo mi abuelo.
Abre bien los ojos
,

quizá vuelva a salir ahora.

Pero no. Cantaban

cuando sabes que estás

en la cresta de la ola

y el sol está en el cielo.

Bajó el telón, salimos al vestíbulo arrastrando los pies.

Nos demoramos un rato.

Entonces bajamos a la puerta del escenario

y esperamos a que mi abuela saliera.

Apareció el mago con ropa de calle;

la mujer de los destellos estaba tan distinta con impermeable.

Mi abuelo fue a hablar con él. El mago se encogió de hombros,

nos dijo que no hablaba inglés y me sacó

una media corona de detrás de la oreja,

y desapareció en la oscuridad y la lluvia.

Nunca volví a ver a mi abuela.

Regresamos a casa y seguimos adelante.

Ahora mi abuelo tenía que cocinar para nosotros.

Así que para desayunar, cenar, comer y merendar,

tomábamos tostadas doradas con mermelada plateada

y tazas de té.

Hasta que me fui a casa.

Envejeció tanto después de aquella noche

como si los años le hubieran alcanzado a toda prisa.

Daisy, Daisy
, cantaba,
contéstame, por favor
.

Si tú fueras la única chica del mundo y yo fuera el único chico.

Mi viejo me dijo que siguiera el furgón.

Mi abuelo era el que tenía la mejor voz de la familia,

decían que habría podido ser un solista del coro,

pero había fotos que revelar,

radios y maquinillas de afeitar que arreglar…

sus hermanos formaban un dúo musical: los Ruiseñores,

habían salido por televisión en los primeros tiempos.

Lo sobrellevó bien. Aunque, bastante tarde una noche,

me desperté y, al recordar las barritas de regaliz de la despensa,

bajé al primer piso.

Mi abuelo estaba allí, descalzo.

Y, en la cocina, completamente solo,

le vi acuchillar una caja.

Me hiciste amarte.

Yo no quería.

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