Las otras hermanas, que habían sido niñas y que ya eran mujeres, se negaron, todas y cada una de ellas, a regresar a la casa en la que se habían criado; y tapiaron las ventanas de la casa y cerraron todas las puertas con llaves enormes de hierro, y las hermanas la visitaban con la misma frecuencia con que visitaban la tumba de su hermano mayor o la cosa triste que antes había sido su hermano menor, es decir, nunca.
Han pasado los años y las niñas son ancianas, y búhos y murciélagos se han instalado en el viejo cuarto del ático; las ratas construyen sus nidos entre los juguetes olvidados. Los animales miran sin curiosidad los grabados descoloridos de la pared y manchan lo que queda de la alfombra con sus excrementos.
Y dentro de la caja, muy al fondo, Jack espera y sonríe, guardando sus secretos. Está esperando a los niños. Puede esperar eternamente.
E
staba lloviendo cuando llegué a Los Ángeles y me sentí rodeado de cientos de películas antiguas.
Un chófer de limusina vestido de uniforme negro me esperaba en el aeropuerto, con una hoja blanca de cartón en la mano con mi nombre cuidadosamente mal escrito.
—Le llevaré directamente al hotel, señor —dijo el chófer. Parecía un tanto decepcionado porque yo no tenía ningún equipaje de verdad que él pudiese llevar, sólo un bolso de viaje maltrecho en el que había metido camisetas, ropa interior y calcetines.
—¿Está lejos?
Dijo que no con la cabeza.
—Quizá a veinticinco o treinta minutos. ¿Había estado en Los Ángeles?
—No.
—Bueno, lo que siempre digo, Los Ángeles es una ciudad de treinta minutos. Vaya adonde vaya, está a treinta minutos. No más.
Metió mi bolso en el maletero del coche, que él llamó baúl, y abrió la puerta para que me subiera a la parte de atrás.
—Y, ¿de dónde es usted? —preguntó, mientras salíamos del aeropuerto y nos dirigíamos a las calles mojadas y resbaladizas y salpicadas de neón.
—De Inglaterra.
—De Inglaterra, ¿eh?
—Sí. ¿Ha estado allí?
—No señor. He visto películas. ¿Es usted actor?
—Soy escritor.
Perdió interés. De vez en cuando insultaba entre dientes a otros conductores.
Viró bruscamente y cambió de carril. Adelantamos a cuatro coches que habían chocado en cadena y que estaban en el carril por el que habíamos ido antes.
—En esta ciudad llueve un poco y, de repente, ya nadie sabe conducir —me dijo. Me hundí aún más en los cojines de la parte de atrás—. Me han dicho que en Inglaterra llueve —era una afirmación, no una pregunta.
—Un poco.
—Más que un poco. Llueve cada día en Inglaterra —se rió—. Y hay niebla densa. Niebla muy, muy densa.
—La verdad es que no.
—¿Cómo que no? —preguntó, desconcertado, a la defensiva—. He visto películas.
Entonces nos quedamos en silencio, conduciendo bajo la lluvia de Hollywood; pero, después de un rato, dijo:
—Pídales la habitación en la que murió Belushi.
—¿Cómo dice?
—Belushi. John Belushi. Murió en ese hotel. Drogas. ¿Lo sabía?
—Ah. Sí.
—Hicieron una película sobre su muerte. Un tipo gordo, no se parecía en nada a él. Pero nadie cuenta la verdad auténtica sobre su muerte. Verá, no estaba solo. Había otros dos tíos con él. Los estudios no querían líos. Pero cuando uno es chófer de limusina, oye cosas.
—¿Ah, sí?
—Robin Williams y Robert De Niro. Estaban con él. Todos metiéndose rayas de polvo feliz.
El edificio del hotel era un castillo blanco que imitaba el estilo gótico. Me despedí del chófer y me registré; no les pregunté por la habitación en la que había muerto Belushi.
Salí hacia mi bungalow bajo la lluvia, con el bolso de viaje en la mano y el juego de llaves que, según la recepcionista, me abriría las diversas puertas y verjas. El aire olía a polvo mojado y, curiosamente, a jarabe para la tos. Anochecía.
El agua salpicaba por todas partes. Corría en riachuelos y regatos a través del patio.
Subí las escaleras y entré en una habitación pequeña, fría y húmeda. Parecía un sitio bastante triste para la muerte de una estrella.
La cama estaba un poco húmeda y la lluvia repiqueteaba con un redoble enloquecedor en el sistema del aire acondicionado.
Miré un rato la televisión, la tierra yerma de las reposiciones (
Cheers
se fundió imperceptiblemente en
Taxi
, que parpadeó, cambió a blanco y negro y se convirtió en
I Love Lucy
), y tras dar unas cabezadas me quedé dormido.
Soñé con tambores tocando el tambor intermitentemente, a sólo treinta minutos de allí.
Me despertó el teléfono.
—Ey, ey, ey, ey. Así que llegaste bien, ¿eh?
—¿Quién es?
—Soy Jacob, del estudio. ¿El desayuno sigue en pie, ey, ey?
—¿Desayuno…?
—No hay problema. Vendré a recogerte al hotel dentro de treinta minutos. La reserva ya está hecha. No hay problema. ¿Recibiste mis mensajes?
—Yo…
—Los envié anoche por fax. Hasta luego.
Había parado de llover. Hacía un sol cálido y radiante: luz hollywoodiense de verdad. Me dirigí al edificio principal, caminando sobre una alfombra de hojas de eucalipto aplastadas: el olor a medicina para la tos de la noche anterior.
Me entregaron un sobre con un fax dentro: mi programa para los próximos días, con mensajes de ánimo y garabatos al margen escritos a mano y enviados por fax, en los que ponía cosas como «¡Esto será un éxito de taquilla!» y «¡Esto va a ser una película sensacional, ¿o no?!». El fax estaba firmado por Jacob Klein, obviamente la voz del teléfono. Nunca había tratado con un Jacob Klein.
Un coche deportivo pequeño y rojo se detuvo a la entrada del hotel. El conductor salió y me saludó con la mano. Fui a su encuentro. Tenía una barba entrecana bien cuidada, una sonrisa que era casi taquillera y llevaba una cadena de oro alrededor del cuello. Me enseñó un ejemplar de
Hijos del hombre
[5]
.
Era Jacob. Nos estrechamos las manos.
—¿Está David por ahí? ¿David Gambol?
David Gambol era el hombre con el que había hablado antes por teléfono, cuando estaba organizando el viaje. No era el productor. Yo no estaba muy seguro de lo que era. Se describió a sí mismo como «adscrito al proyecto».
—David ya no está en el estudio. Digamos que ahora el proyecto lo llevo yo y quiero que sepas que estoy eufórico, ey, ey.
—¿Eso es bueno?
Subimos al coche.
—¿Dónde es la reunión? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—No es una reunión —dijo—. Es un desayuno.
Yo parecía confundido. Se apiadó de mí.
—Una especie de prerreunión para la reunión —explicó.
Fuimos desde el hotel a un centro comercial que estaba en algún sitio a media hora de camino, mientras Jacob me contaba lo mucho que le había gustado el libro y lo encantado que estaba de haberse adscrito al proyecto. Dijo que había sido idea suya que me alojara en aquel hotel.
—Te da el tipo de experiencia hollywoodiense que nunca conseguirías en el Four Seasons o el Ma Maison, ¿verdad? —Y me preguntó si me hospedaba en el bungalow donde murió John Belushi. Le dije que no lo sabía, pero que lo dudaba mucho.
—¿Sabes con quién estaba, cuando murió? Los estudios lo ocultaron.
—No. ¿Con quién?
—Meryl y Dustin.
—¿Te refieres a Meryl Streep y Dustin Hoffman?
—Claro.
—¿Cómo lo sabes?
—La gente habla. Esto es Hollywood, ¿sabes?
Asentí con la cabeza como si supiera, pero no tenía ni idea.
La gente habla de libros que se escriben solos, pero es mentira. Los libros no se escriben solos. Hay que pensar e investigar y sufrir dolor de espalda y tomar notas y se necesita más tiempo y más trabajo del que podríais creer.
A excepción de
Hijos del hombre
, ése se escribió prácticamente solo.
La pregunta irritante que siempre nos hacen (y al decir nos me refiero a los escritores) es: «¿De dónde saca las ideas?».
Y la respuesta es: confluencia. Cuajan cosas. Los ingredientes correctos y de repente:
¡Abracadabra!
Empezó con un documental sobre Charles Manson que estaba viendo más o menos por casualidad (estaba en una cinta de vídeo que me había dejado un amigo, después de un par de cosas que
sí
quería ver): había secuencias de Manson, de cuando le arrestaron por primera vez, cuando la gente creía que era inocente y que era el gobierno el que estaba metiéndose con los hippies. Manson apareció en la pantalla, un orador mesiánico, guapo y carismático. Alguien por el que uno se arrastraría descalzo hasta el Infierno. Alguien por el que se podría matar.
Empezó el juicio; y, a las pocas semanas, el orador había desaparecido y en su lugar había un farfullero desgarbado y simiesco, con una cruz grabada en la frente. Fuera cual fuera el don, ya no estaba allí. Había desaparecido. Sin embargo, había estado allí.
El documental continuó: un ex convicto de mirada dura que había estado en prisión con Manson explicaba, «¿Charlie Manson? Escucha, Charlie era un farsante. No era nada. Nos reíamos de él, ¿sabes? ¡No era nada!»
Asentí con la cabeza. Así que hubo un tiempo en que Manson era el rey del carisma. Pensé en una bendición, algo que le había sido dado y que le habían quitado.
Vi el resto del documental, obsesionado. Entonces, sobre un fotograma en blanco y negro, el narrador dijo algo. Rebobiné y lo dijo otra vez.
Tenía una idea. Tenía un libro que se escribía solo.
Lo que dijo el narrador fue lo siguiente: que a los niños que Manson había tenido con las mujeres de La Familia los enviaron a varios orfelinatos para que fueran adoptados, con apellidos que les había dado el tribunal y que, por supuesto, no eran Manson.
Entonces, pensé en una docena de Mansons de veinticinco años. Pensé en aquel carisma invadiéndoles a todos al mismo tiempo. Doce Mansons jóvenes, en todo su esplendor, que, atraídos por una fuerza desconocida, iban llegando a Los Ángeles de todas partes del mundo. Y una hija de Manson que intentaba desesperadamente evitar que se reuniesen y, como nos decía la nota publicitaria de la contraportada, «que comprendieran cuál era su aterrador destino».
Escribí
Hijos del hombre
al rojo vivo: lo acabé en un mes y lo envié a mi agente, a la que sorprendió, («Bueno, no es como lo otro que has escrito, querido», dijo amablemente), y que lo vendió en una subasta —mi primera subasta—, por más dinero del que había creído posible. (Mis otros libros, tres colecciones de historias de fantasmas elegantes, llenas de alusiones y difíciles de aprehender, apenas habían servido para pagar el ordenador con que las había escrito.)
Entonces Hollywood lo compró, antes de que lo publicaran y de nuevo en una subasta. Había tres o cuatro estudios interesados: me quedé con el estudio que quería que yo escribiese el guión. Sabía que nunca sucedería, que no se decidirían a hacerlo. Pero entonces el fax empezó a arrojar mensajes, bien entrada la noche, la mayoría firmados con entusiasmo por un tal Dave Gambol; una mañana firmé cinco copias de un contrato gordísimo; unas semanas después, mi agente me comunicó que el primer cheque estaba compensado y que habían llegado los billetes para Hollywood, para las «conversaciones preliminares». Parecía un sueño.
Los billetes eran de clase preferente. El momento en que vi que los billetes eran de clase preferente supe que el sueño era real.
Fui a Hollywood en la sección que parece una burbuja y que está en la parte de arriba del Jumbo, mordisqueando salmón ahumado y con un ejemplar de tapa dura recién salido de la imprenta de
Hijos del hombre
en la mano.
Bueno. El desayuno.
Me contaron lo mucho que les encantaba el libro. No acabé de entender el nombre de nadie. Los hombres tenían barba o gorras de béisbol o ambas cosas; las mujeres eran pasmosamente atractivas, de un modo más o menos higiénico.
Jacob pidió nuestro desayuno y lo pagó. Explicó que la próxima reunión era una mera formalidad.
—Es tu libro lo que nos encanta —dijo—. ¿Por qué habríamos comprado tu libro si no quisiéramos hacerlo? ¿Por qué te habríamos contratado a ti para escribir el guión si no quisiéramos el toque especial que tú darías al proyecto? Esa esencia
tuya
.
Asentí con la cabeza, muy serio, como si mi esencia literaria fuera algo en lo que había pasado muchas horas meditando.
—Una idea como ésta. Un libro como éste. Eres bastante único.
—Uno de los más únicos —dijo una mujer que se llamaba Dina o Tina o tal vez Deanna.
Enarqué una ceja.
—¿Y qué se supone que debo hacer en la reunión?
—Ser receptivo —dijo Jacob—. Ser positivo.
El trayecto al estudio duró una media hora en el cochecito rojo de Jacob. Nos detuvimos frente a la barrera de seguridad, donde Jacob discutió con el guarda. Deduje que era nuevo en el estudio y que aún no le habían proporcionado un pase fijo.
Parecía ser que, una vez dentro, tampoco tenía una plaza de aparcamiento fija. Sigo sin entender las ramificaciones de lo siguiente: por lo que dijo, las plazas de aparcamiento tenían tanto que ver con la posición en el estudio como los regalos del emperador con la posición de una persona en la corte de la antigua China.
Recorrimos las calles de una Nueva York curiosamente llana y aparcamos frente a un banco viejo y enorme.
Diez minutos después, estaba en la sala de juntas, con Jacob y toda la gente del desayuno, esperando a que alguien entrase. Con tanto ajetreo, no había captado quién era ese alguien ni a qué se dedicaba. Saqué un ejemplar de mi libro y lo puse delante de mí, como si fuera una especie de talismán.
Alguien entró. Era alto, tenía una nariz y una barbilla puntiagudas y llevaba el pelo demasiado largo, parecía que hubiese secuestrado a alguien mucho más joven y le hubiese robado el pelo. Era australiano, lo que me sorprendió.
Se sentó.
Me miró.
—Dispara —dijo.
Miré a la gente del desayuno, pero nadie se estaba fijando en mí, no logré que nadie me viera. Así que empecé a hablar: del libro, del argumento, del final, del enfrentamiento en el club nocturno de Los Ángeles, donde la chica Manson buena hace volar a todos los demás. O cree que lo hace. De mi idea de que un actor representara el papel de todos los chicos Manson.