Entonces hizo una pausa.
—Pero me quedaré con las otras dos cosas —continuó, tras pensarlo un momento—. Quedarán bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un trato justo.
Galaad esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.
—Deje, deje —dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.
Se quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.
Cuando se hubieron acabado el té, fueron al salón.
Galaad se santiguó y cogió el Grial.
La Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de porcelana.
—La verdad es que quedan muy bien —dijo la Sra. Whitaker.
—Sí —asintió Galaad—. Quedan muy bien.
—¿Quiere algo para comer antes de marcharse? —preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—Un poco de plumcake —dijo ella—. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.
Le indicó el camino al lavabo pequeño del final del pasillo y se fue a la cocina, con el Grial en la mano. Tenía un poco de papel de regalo de Navidad en la despensa y lo usó para envolver el Grial, luego ató el paquete con un cordel. Entonces, cortó una rodaja grande de plumcake y la puso en una bolsa de papel marrón, junto a un plátano y una loncha de queso fundido envuelta en papel de plata.
Galaad volvió del lavabo. Ella le dio la bolsa de papel y el Santo Grial. Entonces se puso de puntillas y le besó en la mejilla.
—Es usted un buen chico —dijo—. Cuídese.
Él la abrazó y ella le echó de la cocina, le hizo salir por la puerta de atrás y cerró la puerta tras él. Se sirvió otra taza de té y lloró silenciosamente, enjugándose con un
kleenex
, mientras el ruido de los cascos resonaba por la calle Hawthorne.
El miércoles, la Sra. Whitaker se quedó en casa todo el día.
El jueves, fue a la oficina de correos a recoger su pensión. Luego pasó por la Tienda de Oxfam.
La cajera era nueva.
—¿Dónde está Marie? —preguntó la Sra. Whitaker.
La cajera, que tenía el cabello gris con reflejos azules y llevaba gafas azules con monturas que acababan en puntas de estrás, negó con la cabeza y se encogió de hombros.
—Se fue con un joven —dijo.— A caballo. Tsk. ¿No le parece increíble? Yo tendría que estar en la tienda de Heathfield esta tarde. Tuve que pedirle a mi Johnny que me trajera aquí, mientras buscamos a otra persona.
—Oh —dijo la Sra. Whitaker—. Bueno, está bien que se haya encontrado un novio.
—Estará bien para ella, quizá —dijo la señora de la caja—, pero los hay que tenían que estar en Heathfield esta tarde.
En la estantería que había cerca del fondo de la tienda la Sra. Whitaker encontró un viejo recipiente de plata sin lustrar con un pitorro largo. Le habían puesto un precio de sesenta peniques, según la etiquetita que tenía enganchada en un lado. Se parecía un poco a una tetera achatada y alargada.
Cogió una novela de Mills & Boon que aún no había leído. Se llamaba
Un amor singular
. Llevó el libro y el recipiente de plata a la cajera.
—Sesenta y cinco peniques, querida —dijo la mujer, mientras cogía el objeto de plata y lo observaba—. Qué cosa tan rara, ¿verdad? Llegó esta mañana —tenía unos caracteres chinos antiguos grabados en un lado y un asa arqueada y elegante—. Será una especie de aceitera, supongo.
—No, no es una aceitera —dijo la Sra. Whitaker, que sabía exactamente de qué se trataba—. Es una lámpara.
Había un anillito de metal, sin adornos, atado al asa de la lámpara con un cordel marrón.
—Mire —dijo la Sra. Whitaker—, pensándolo bien, creo que me quedaré sólo con el libro.
Pagó los cinco peniques por la novela y volvió a poner la lámpara donde la había encontrado, al fondo de la tienda. Después de todo, reflexionó la Sra. Whitaker mientras volvía a casa, tampoco tenía dónde ponerla.
más viejo que el pecado y su barba no podía ser más blanca. Quería morir.
Los enanos de las cavernas árticas no hablaban su idioma, pero conversaban en su propio gorjeo, mientras realizaban rituales incomprensibles, cuando no trabajaban en las fábricas.
Una vez al año le obligaban, entre sollozos y protestas, a adentrarse en la Noche Infinita. Durante el viaje, se acercaba a cada niño del mundo y dejaba un regalo invisible de los enanos junto a su cama. Los niños dormían, inmóviles en el tiempo.
Prometeo, Loki, Sísifo, Judas… Les envidiaba. Tenía el castigo más duro.
Jo.
Jo.
Jo.
L
os vagabundos y los trotamundos suelen dejar marcas en postes, árboles y puertas para que otros como ellos sepan algo sobre la gente que vive en las casas y granjas por las que pasan en sus viajes. Creo que los gatos deben de dejar señales parecidas; ¿cómo explicar, si no, la cantidad de gatos que van llegando todo el año a nuestra puerta, hambrientos, pulgosos y abandonados?
Los recogemos. Les quitamos las pulgas y las garrapatas, los alimentamos y los llevamos al veterinario. Pagamos para que les pongan inyecciones y, para más humillación, los castramos o las esterilizamos.
Y se quedan con nosotros: durante unos meses o un año o para siempre.
La mayoría llega en verano. Vivimos en el campo, en las afueras, a la distancia perfecta para que la gente que vive en la ciudad abandone a sus gatos cerca de nosotros.
Parece que nunca tenemos más de ocho gatos, pocas veces menos de tres. La población gatuna de mi casa es actualmente la siguiente: Hermione y Vaina, atigrada y negra respectivamente, las hermanas locas que viven en mi oficina del ático y que no se mezclan con los demás; Copo de Nieve, la gata blanca de pelo largo y ojos azules que vivió en estado salvaje en los bosques durante años antes de renunciar a sus costumbres selváticas por los sofás suaves y las camas; Pelusa, la hija de Copo de Nieve, una gata manchada, naranja, negra y blanca, de pelo largo y con pinta de cojín, que descubrí un día en el garaje cuando era una gatita, estrangulada y casi muerta, con la cabeza metida por una red de bádminton, y que nos sorprendió a todos porque, en vez de morirse, creció y se convirtió en el gato más bueno con el que me he topado jamás.
Y luego está el gato negro. Que no tiene otro nombre que el Gato Negro y que apareció hace casi un mes. Al principio no nos dimos cuenta de que iba a quedarse a vivir aquí: se le veía demasiado bien alimentado para ser un gato callejero, demasiado viejo y desenfadado para que lo hubieran abandonado. Parecía una pantera pequeña y se movía como un trozo de noche.
Un día, en verano, estaba merodeando por nuestro porche destartalado: calculé que tendría unos ocho o nueve años, era macho, de ojos amarillo verdosos, muy simpático, completamente imperturbable. Supuse que pertenecía a un granjero o a una casa del vecindario.
Me fui unas semanas, para acabar de escribir un libro, y cuando volví a casa seguía en nuestro porche, viviendo en una cama vieja para gatos que uno de los niños le había encontrado. Sin embargo, estaba casi irreconocible. Le había desaparecido parte del pelaje y tenía arañazos profundos en la piel oscura. Le habían mordido la punta de una oreja. Tenía un tajo bajo un ojo y le faltaba un trozo del labio. Se le veía cansado y delgado.
Llevamos al Gato Negro al veterinario, donde le compramos unos antibióticos que le dimos cada noche, con comida suave para gatos.
Nos preguntábamos con quién se peleaba. ¿Copo de Nieve, nuestra reina blanca casi asilvestrada? ¿Mapaches? ¿Una zarigüeya con cola de rata y colmillos?
Los arañazos eran cada vez peores, una noche le habían mordido la ijada, al día siguiente era el vientre, cubierto de zarpazos y sanguinolento al tacto.
Cuando llegó a ese punto, lo bajé al sótano para que se recuperase junto a la caldera y los montones de cajas. Era sorprendentemente pesado, el Gato Negro, lo cogí y lo llevé allá abajo, con una cesta para gatos, una caja de arena higiénica y un poco de comida y agua. Cerré la puerta detrás de mí. Tuve que limpiarme la sangre de las manos cuando salí del sótano.
Se quedó ahí abajo durante cuatro días. Al principio parecía estar demasiado débil para comer solo: un corte bajo el ojo le había dejado casi tuerto y cojeaba y se tumbaba débilmente, mientras le supuraba un pus denso y amarillo de un corte en el labio.
Yo bajaba allí cada mañana y cada noche y le daba de comer y también los antibióticos, que mezclaba con la comida enlatada, y le daba unos toquecitos a los cortes peores y le hablaba. El gato tenía diarrea y, aunque le cambiaba la arena higiénica a diario, el sótano apestaba terriblemente.
Los cuatro días en que el Gato Negro vivió en el sótano fueron cuatro días malos en casa: el bebé resbaló en el baño y se golpeó la cabeza y podría haberse ahogado: me enteré de que un proyecto que me hacía mucha ilusión —adaptar la novela de Hope Mirrlees,
Lud en la niebla
para la BBC— ya no se iba a hacer, y me di cuenta de que no tenía la energía para empezar otra vez desde cero y ofrecerla a otras cadenas o a otros medios de comunicación; mi hija salió para una colonia de vacaciones y en seguida empezó a enviarnos una plétora de cartas y postales desgarradoras, cinco o seis por día, en las que nos imploraba que la trajéramos a casa; mi hijo tuvo una especie de pelea con su mejor amigo, hasta el punto de que ya no se hablaban; y, cuando volvía a casa una noche, mi mujer chocó contra un ciervo que salió corriendo por delante del coche. El ciervo murió, el coche quedó inservible y mi mujer sufrió un cortecito en el ojo.
Al cuarto día, el gato estaba merodeando por el sótano, caminando vacilante pero impaciente entre las pilas de libros y cómics, las cajas de correo y cassetes, de cuadros y de regalos y de otras cosas. Me maulló para que le dejara salir y, de mala gana, lo hice.
Regresó al porche y durmió allí el resto del día.
A la mañana siguiente, volvía a tener tajos profundos en las ijadas, y montones de pelo de gato negro, el suyo, cubrían las tablas de madera del porche.
Ese día llegaron cartas de mi hija, en las que nos decía que la colonia iba mejor y que creía que podría sobrevivir unos cuantos días; mi hijo y su amigo solucionaron el problema, aunque la razón de su discusión —tarjetas coleccionables, videojuegos,
La guerra de las galaxias
, Una Chica— era algo que yo nunca sabría. Se descubrió que el ejecutivo de la BBC que había vetado
Lud en la niebla
había estado aceptando sobornos (bueno, «préstamos cuestionables») de una compañía productora independiente y le enviaron a casa de baja permanente: me alegré muchísimo cuando supe quién era su sucesora, que me envió un fax para decírmelo, ya que se trataba de la mujer que me había propuesto el proyecto inicialmente, antes de dejar la BBC.
Pensé en volver a llevar al Gato Negro al sótano, pero decidí no hacerlo. En vez de eso, resolví que intentaría descubrir qué clase de animal venía a nuestra casa cada noche y a partir de ahí elaboraría un plan de acción, para cazarlo, quizá.
Para mi cumpleaños y en Navidad, mi familia me regala artilugios y aparatitos, juguetes carillos que me dejan fascinado pero que, a la larga, casi nunca salen de sus cajas. Hay un deshidratador de alimentos y un cuchillo de trinchar eléctrico, una máquina de hacer pan y, el regalo del año pasado, un par de gemelos para ver en la oscuridad. El día de Navidad le había puesto las pilas a los gemelos y me había paseado a oscuras por el sótano, demasiado impaciente incluso para esperar hasta el anochecer, mientras acechaba a una bandada de estorninos imaginarios. (Se te advertía que no los usaras con la luz encendida: eso habría dañado los gemelos y también tus ojos muy probablemente.) Después había vuelto a poner el aparato en su caja y allí seguía, en mi oficina, junto a la caja de los cables del ordenador y otras cosas olvidadas.
Quizá, pensé, si el animal, perro, gato o mapache o lo que fuera, me veía sentado en el porche, no vendría, así que llevé una silla al ropero, también trastero, que es algo mayor que un armario y que da al porche, y cuando todos dormían salí y le di las buenas noches al Gato Negro.
Ese gato
, había dicho mi mujer, cuando lo vio por primera vez,
es una persona
. Había algo muy humano en su enorme cara leonina: la nariz negra y ancha, los ojos amarillo verdosos, la boca con colmillos pero afable (que aún supuraba pus ámbar por la derecha del labio inferior).
Le acaricié la cabeza, le rasqué debajo de la barbilla y le deseé suerte. Luego entré y apagué la luz del porche.
Me senté a oscuras en la casa con los gemelos para ver en la oscuridad en el regazo. Los había encendido y un hilo de luz verdosa salía de los oculares.
Pasó el tiempo, en las tinieblas.
Experimenté con los gemelos, observando en la oscuridad, aprendiendo a enfocar y a ver el mundo en tonos verdes. Me horroricé por la cantidad de insectos que pululaban en el aire nocturno: era como si el mundo nocturno fuera una especie de sopa de pesadilla, llena de vida. Entonces dejé los gemelos en el regazo y miré afuera, a los intensos negros y azules de la noche, vacía y tranquila.
El tiempo pasaba. Luché para mantenerme despierto y me di cuenta de que echaba profundamente de menos los cigarrillos y el café, mis dos adicciones perdidas. Cualquiera de las dos me habría mantenido los ojos abiertos. Sin embargo, antes de que me hubiera hundido demasiado en el mundo de los sueños, un maullido que venía del jardín me despertó sobresaltado. A tientas, me llevé los gemelos a los ojos y me quedé decepcionado al ver que era sólo Copo de Nieve, que cruzaba velozmente el jardín de enfrente como una mancha de luz blanca y verdosa. Corrió hacia el bosque que había a la izquierda de la casa y desapareció.
Estaba a punto de volver a acomodarme cuando se me ocurrió preguntarme qué era exactamente lo que había asustado tanto a Copo de Nieve, así que empecé a escudriñar a una distancia media con los gemelos, buscando un mapache enorme, un perro o una zarigüeya feroz. Y, en efecto, algo venía por el camino hacia la casa. Lo veía a través de los gemelos, más claro que el agua.