Humo y espejos (5 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
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Me temo que sí que llegué a escuchar el programa de radio mencionado en el texto.

El cambio del mar

Escribí esto en el piso de arriba de una casa diminuta de Earls Court que antiguamente había sido una caballeriza. Me lo inspiró una estatua de Lisa Snellings y el recuerdo de la playa de Portsmouth de cuando era niño: el rumor que hace el mar cuando las olas retroceden sobre los guijarros, arrastrándolos. En aquellos momentos, estaba escribiendo la última parte de
The Sandman
, que se llamaba
La tempestad
, y partes de la obra de Shakespeare resuenan también en este cuento, tal como lo hacían entonces en mi cabeza.

Cuando fuimos a ver el fin del mundo por Dawnie Morningside, 11 1/4 años.

Alan Moore (que es uno de los mejores escritores y una de las mejores personas que conozco) y yo nos sentamos un día en Northampton y empezamos a hablar de crear un lugar donde nos gustaría ambientar nuestros cuentos. Este cuento está ambientado en ese lugar. Un día los buenos ciudadanos y los honrados vecinos de Northampton quemarán a Alan por brujo y será una gran pérdida para el mundo.

Viento del desierto

Un día llegó una cassette de Robin Anders, más conocido como el batería del grupo Boiled in Lead, con una nota que decía que quería que le escribiese algo sobre uno de los temas de la cinta. Se llamaba «Desert Wind» («Viento del desierto»). Esto es lo que escribí.

Degustaciones

Tardé cuatro años en escribir este cuento. No porque estuviese afinando y puliendo cada adjetivo, sino porque me daba vergüenza. Escribía un párrafo y luego lo dejaba hasta que me había desaparecido el rubor de las mejillas. Entonces, cuatro o cinco meses después, volvía al cuento y escribía otro párrafo. Lo empecé para
Off Limits: Tales of Alien Sex
(«Fuera de los límites: Relatos de sexo alienígena»), de Ellen Datlow, una antología de ciencia ficción erótica. No lo acabé a tiempo para esa antología, así que seguí escribiendo para la continuación. Hice otra página más o menos antes de que también se acabara el plazo para la continuación. En algún momento, telefoneé a Ellen Datlow y la avisé de que, en el caso eventual de mi muerte prematura, había un cuento pornográfico a medio acabar en mi disco duro en un archivo llamado DATLOW, y también de que no se trataba de nada personal. Pasaron dos plazos más para antologías y, cuatro años después del primer párrafo, lo terminé y Ellen Datlow y su cómplice en el crimen, Terri Windling, lo aceptaron para
Sirens
(«Sirenas»), su colección de cuentos de fantasía erótica.

Casi todo este cuento surgió al preguntarme por qué la gente que sale en las obras de ficción no parece que hablen nunca cuando están haciendo el amor o ni siquiera cuando se acuestan con alguien. No creo que sea erótico, pero cuando el cuento por fin estuvo acabado dejó de hacerme sentir incómodo.

Pasteles de bebé

Una fábula, escrita para una publicación en beneficio de la Gente por el Trato Ético de los Animales (GTEA). Creo que dice lo que pretendo. Es la única cosa que he escrito en mi vida que me ha inquietado. El año pasado bajé al primer piso y me encontré a mi hijo escuchando
Aviso: contiene lenguaje
, mi CD de palabras habladas. «Pasteles de bebé» empezó cuando yo llegaba y me sorprendí al oír una voz que apenas reconocía como la mía y que leía esto en voz alta.

A propósito, llevo una chaqueta de cuero y como carne, pero tengo buena mano con los bebés.

Misterios de un asesinato

Cuando se me ocurrió la idea para este cuento, se llamaba «Ciudad de Ángeles». Sin embargo, hacia el momento en que empecé a escribirlo, apareció un espectáculo de Broadway con ese título, así que, al acabar el cuento, le puse otro nombre.

Escribí «Misterios de un asesinato» para Jessie Horsting de la revista
Midnight Graffiti
para una antología en rústica que también se llamaba, casualmente,
Midnight Graffiti
. Pete Atkins, a quien envié por fax una versión tras otra a medida que las iba reescribiendo, fue inestimable como caja de resonancia y dechado de paciencia y buen humor.

Intenté jugar limpio con la parte policíaca del cuento. Hay pistas por todas partes. Hay una incluso en el título.

Nieve, cristal, manzanas

Éste es otro cuento que comenzó a vivir a partir del
Penguin Book of English Folktales
de Neil Philip. Lo estaba leyendo en la bañera y me topé con un cuento que ya debía de haber leído mil veces. (Aún conservo la versión ilustrada que tenía a los tres años.) No obstante, esa lectura número mil y uno fue la que me cautivó y empecé a pensar en el cuento, de principio a fin y al revés. Me rondó por la cabeza durante unas semanas y entonces, en un avión, empecé a escribirlo a mano. Cuando el avión aterrizó, ya tenía dos tercios escritos, así que me registré en el hotel y me senté en una silla en un rincón de la habitación y continué escribiendo hasta que lo terminé.

Lo publicó DreamHaven Press en un folleto de edición limitada cuyos beneficios eran para el Fondo para la Defensa Legal de los Cómics (una organización que defiende los derechos de la Primera Enmienda de los creadores, editores y vendedores de cómics). Poppy Z. Brite lo reimprimió en su antología
Love in Vein II
(«Vetas de amor II»).

Me gusta pensar en este cuento como si fuera un virus. Una vez leído, quizá nunca se pueda volver a leer el cuento original del mismo modo.

Me gustaría darle las gracias a Greg Ketter, cuya editorial DreamHaven Press publicó varios de estos cuentos en
Angels and Visitations
(«Ángeles y apariciones»), una antología de ficción, reseñas, periodismo y cosas que yo había escrito, y que publicó otros cuentos en dos folletos en beneficio del Fondo para la Defensa Legal de los Cómics.

Quiero darle las gracias a la multitud de editores que me encargaron, aceptaron y reimprimieron los diversos cuentos de este libro, y a todos los que hicieron las lecturas preliminares (ya sabéis quiénes sois) que soportaron el que les entregara los cuentos, se los enviara por fax o por e-mail, que leyeron todo lo que les enviaba y que me dijeron, a menudo muy claramente, lo que había que arreglar. A todos ellos, gracias. Jennifer Hershey guió este libro desde que era una idea hasta que se hizo realidad con paciencia, encanto y sabiduría editorial. Nunca se lo podré agradecer bastante.

Todos estos cuentos son una reflexión de o sobre algo y no son más sólidos que una bocanada de humo. Son mensajes de la Tierra del Espejo y cuadros en las nubes cambiantes: humo y espejos, no son más que eso. Pero disfruté escribiéndolos y ellos, a su vez, me gusta imaginar, agradecen que alguien los lea.

Bienvenidos.

—Neil Gaiman,
Diciembre de 1997

C
ABALLERÍA

L
a Sra. Whitaker encontró el Santo Grial; estaba debajo de un abrigo de piel.

Cada jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.

La Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano, a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas para un fin benéfico.

Los empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era Marie, de diecisiete años, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía comprado en aquella tienda.

Marie estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista
Mujer moderna
, y estaba rellenando el cuestionario «Revela tu personalidad secreta». De vez en cuando, le daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría a la pregunta.

La Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.

Se fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí, acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes mordisqueados.

La Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.

Cogió un par de novelas de Mills & Boon
[3]
de un estante —
Un alma rugiente
y
Corazón turbulento
, a un chelín cada una—, y consideró detenidamente la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que en realidad no tenía dónde ponerla.

Apartó un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo había un bastón y un ejemplar manchado de agua de
Romance y leyendas de caballeros
, de A. R. Hope Moncrieff, al precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con rotulador: 30 p.

La Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus gruesas gafas.

—Esto es bonito —le dijo a Marie.

Marie se encogió de hombros.

—Quedaría bien en la repisa de la chimenea.

Marie volvió a encogerse de hombros.

La Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado. Entonces se fue a casa.

El interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra. Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora en agua tibia con un chorrito de vinagre.

Después la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de la chimenea del salón, entre un
basset
de porcelana pequeño y enternecedor y una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.

Había estado en lo cierto: quedaba bien.

Aquella noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy bueno.

A la mañana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente pequeño de plástico.

—Qué bonito —dijo la Sra. Greenberg, señalando el Grial—. ¿Qué es?

—Es el Santo Grial —dijo la Sra. Whitaker—. Es la copa de la que bebió Jesús en la última cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando la lanza del centurión Le atravesó el costado.

La Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.

—Yo no sé nada de eso —dijo—, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre escrito en el lado.

—¿Sigue con aquella chica tan simpática? ¿La peluquera?

—¿Bernice? Uy, sí. Están pensando en prometerse —dijo la Sra. Greenberg.

—Qué bien —dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.

La Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no: galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.

Hablaron de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera, la pobre.

Al mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca y la roja y las dos pequeñitas de color naranja.

Sonó el timbre.

La Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata reluciente con un sobreveste blanco.

—Hola —dijo él.

—Hola —dijo la Sra. Whitaker.

—Estoy buscando algo —dijo él.

—Qué bien —dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.

—¿Puedo entrar? —preguntó él.

La Sra. Whitaker negó con la cabeza.

—Lo siento, creo que no —dijo.

—Estoy buscando el Santo Grial —dijo el joven—. ¿Está aquí?

—¿Tiene algún documento que acredite su identidad? —preguntó la Sra. Whitaker. Sabía que era una imprudencia permitir que extraños no identificados entrasen en casa cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún peores.

El joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.

Estaba firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad, Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa, noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.

La Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto impresionaba mucho más.

—Supongo que será mejor que entre —dijo ella.

Fueron a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.

Galaad vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le tiñó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en un halo plateado.

—Es realmente el Santo Grial —dijo, en voz muy baja. Pestañeó los ojos azul pálido tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.

Inclinó la cabeza como si rezara en silencio.

Galaad se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.

—Gentil señora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya llevado a cabo mi gesta.

—¿Disculpe? —dijo la Sra. Whitaker.

Galaad se acercó a ella y le cogió las viejas manos.

—Mi búsqueda ha concluido —le dijo—. El Santo Grial está por fin a mi alcance.

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