En el legendario Quai des Orfèvres, sede de la Policía Judicial de París, Nico Sirsky sufre más estrés del que su estómago puede aguantar. De vuelta de una visita a la bella doctora Caroline Daky, le informan de que una mujer ha sido hallada muerta y atrozmente mutilada. Al día siguiente, otra mujer muere en circunstancias similares. En el espejo del cuarto de baño, el asesino ha dejado escrito con sangre: “Siete días, siete mujeres”. ¿A qué clase de macabro juego se está dedicando el psicópata? Nico Sirsky deberá averiguarlo antes de que la ola de crímenes afecte a su entorno más inmediato. El comisario Nico y su equipo tendrán que enfrentarse con un asesino que está bien informado sobre el mundo de la policía y la vida íntima de los protagonistas.
Frederique Molay
La séptima mujer
ePUB v1.0
NitoStrad11.06.13
Título original:
La Septieme Femme
Autor: Frederique Molay
Fecha de publicación del original: noviembre 2006
Traducción: Marta García García
Diseño/retoque portada: Alejandro Colucci
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
«
La adversidad nunca vuelve hacia nosotros el rostro que esperábamos
».
Francois Mauriac
Journal, Grasset, 1970
Se sintió fulminado; la respiración entrecortada, la boca seca, un nudo en la garganta… en caída libre. Poseía un encanto irresistible; unos treinta y cinco años, un metro setenta, cuerpo esbelto, cabello castaño y corto, ojos marrones realzados por la discreta montura de sus gafas. Su voz era dulce y serena. La mirada, cálida y vivaz, resultaba tranquilizadora, mientras que su sonrisa iluminaba su rostro, una sonrisa magnífica.
No existían palabras para expresar lo que sentía. La miraba fija e intensamente, sin reaccionar. Se sentía como un adolescente lleno de granos subyugado por la portada del Play Boy.
—Señor Sirsky, ¿no es eso? —le preguntó, sentada detrás de su escritorio, mientras sus dedos jugueteaban mecánicamente con un bolígrafo.
Asintió.
—Nico Sirsky. ¿Nico es su nombre? —prosiguió con una voz tan excepcional que a partir de aquel momento la reconocería entre todas.
—Sí, no es un diminutivo.
—¿Cuál es su fecha de nacimiento?
—11 de enero, hace treinta y ocho años.
—¿Y a qué se dedica?
—Estoy divorciado.
Extraña respuesta, pero fue la primera que le vino a la mente al mirarla. Se había casado demasiado joven, a los veintidós años, y tenía un hijo. Soltero, las mujeres no le interesaban demasiado, salvo desde un punto de vista sexual. De hecho, ninguna de ellas le había causado semejante impresión. Creía que esas sandeces sólo pasaban en las novelas o en el cine.
—¿Señor Sirsky? —le metió prisa la joven.
Miró las manos de la mujer. No llevaba alianza.
—¿Señor Sirsky?
—¿Qué quiere saber? —preguntó, avergonzado.
—¡Cuál es su profesión, con eso bastará!
Se estaba comportando como un imbécil…
—Comisario jefe de división.
—¿Y más exactamente?
—Jefe de la brigada criminal de la Policía Judicial de París.
—¿En el número 36 del Quai des Orfèvres
[1]
?
—Eso es.
—Supongo que es un trabajo estresante.
—Es cierto. Pero imagino que no más que el suyo.
La mujer sonrió. Era maravillosa.
—O sea que lo envía su cuñado, el doctor Perrin —continuó ella con un tono de conversación banal.
Su hermana había insistido; era como una segunda madre para él.
—¿Qué le ocurre exactamente?
—Nada grave.
—Se lo ruego, permita que sea yo quien lo decida, señor Sirsky.
—Desde hace unos tres meses me duele el estómago.
—¿Ha ido ya al médico?
—Nunca.
—¿Cómo son esos dolores?
—Como ardores —soltó suspirando—. A veces como un calambre…
Confesar una debilidad no entraba en su carácter.
—¿Se encuentra usted más angustiado o más fatigado que de costumbre?
Hizo una mueca dubitativa. Su trabajo le resultaba penoso; se despertaba en plena noche atormentado por la imagen de cuerpos ensangrentados. Imposible compartir la angustia que lo asaltaba. ¿Con quién podría haberlo hecho? ¿Con sus colegas? Era verdad que de vez en cuando pasaban algunas noches bromeando sobre los cadáveres como si quisieran ahuyentar a los fantasmas. Pero en realidad esa costumbre que describían las telenovelas no resultaba demasiado conveniente. Lo mejor para conservar los pies en la tierra era volver a casa, encontrarse con la familia y las exigencias de la vida cotidiana. Las pequeñas preocupaciones tenían la ventaja de hacer olvidar las sórdidas situaciones vividas durante el día. Por ese motivo había decidido contratar hombres casados, padres de familia: el ochenta por ciento de su personal respondía a ese criterio. Ese equilibrio era necesario para soportar la presión de los casos de la brigada criminal; solamente él no respetaba la regla que imponía a los demás.
—Señor Sirsky, no ha respondido a mi pregunta —se irritó la joven.
Adoptó un aire contrariado que daba a entender claramente a su interlocutora que sus esfuerzos eran inútiles. No sacaría nada más y cambió de tema.
—Cuando siente ardor, ¿ha encontrado la manera de calmarlo?
—Lo he intentado comiendo, pero la cosa no mejora.
—Ahora desvístase y túmbese en la camilla.
—¿Tengo que desvestirme… del todo?
—Puede quedarse en ropa interior.
Se levantó y obedeció un poco cohibido. Alto y musculoso, con el cabello rubio y los ojos azules, impresionaba a las mujeres. Ella se acercó y le puso las manos en el vientre liso para examinarlo. El comisario se estremeció. Le vinieron a la mente imágenes eróticas. Suspiró ruidosamente.
—¿No se encuentra bien? —se preocupó la doctora Dalry.
—Los forenses son los únicos médicos que conozco, y puedo asegurarle que me han quitado las ganas de tratar a los demás —farfulló esperando que le creyera.
—Le entiendo. No obstante, algunas circunstancias exigen consultar rápidamente a un especialista. ¿Qué siente cuando le aprieto aquí?
No podía dejar de mirarla. Le habría gustado cogerla entre sus brazos para besarla. Cielo santo, ¿qué le estaba pasando?
—Señor Sirsky, si no me ayuda, no progresaremos…
—Perdóneme. ¿Qué decía?
—¿Dónde le duele?
Se puso un dedo en medio del abdomen. Al hacerlo, rozó las manos de la joven. Ella palpó con insistencia el lugar indicado, luego hizo que su paciente se sentara al borde de la camilla y le tomó la tensión. Después de la auscultación rutinaria, volvió a su escritorio. Él habría preferido que siguiera a su lado.
—Puede vestirse, señor Sirsky. Deberá hacerse algunas pruebas complementarias.
—¿Como cuáles?
—Una fibroscopia. Consiste en introducir un instrumento óptico por la boca para explorar el tubo digestivo. Así se podrán observar en una pantalla las paredes de su estómago y de su duodeno.
—¿Es realmente necesario?
—Absolutamente. Debo determinar las causas exactas de sus síntomas; podría ser una úlcera. Sin un diagnóstico preciso no puedo ponerle un tratamiento. La endoscopia no resulta muy agradable, pero no dura mucho.
—¿Cree que puede ser grave?
—Existen varios tipos de úlceras digestivas. En su caso, me inclino más por una úlcera duodenal, la más benigna. La mayoría de las veces afecta a hombres jóvenes sometidos a mucho estrés y en general en épocas de agotamiento. Pero debemos asegurarnos. Fuera del trabajo, ¿cuáles son sus actividades?
Reflexionó durante un segundo.
—Correr y jugar a squash. Y sesiones de tiro, claro.
—Debería bajar el ritmo, todo el mundo se merece un poco de descanso.
—¡Me parece estar oyendo a mi hermana!
—Eso es que le da buenos consejos. De momento le recetaré esto. Cuando se haya hecho la fibroscopia, concierte otra cita con mi secretaría.
—¿No me la hará usted?
—Se encargará un médico del servicio.
Volvió a adoptar un aire contrariado.
—¿Le ocurre algo, señor Sirsky?
—Escuche, me gustaría que se ocupara usted de ello personalmente, ¿podría ser?
Lo observó con calma y se dio cuenta de que se negaría a seguir adelante si no accedía a su petición.
—De acuerdo.
Cogió la agenda y pasó las páginas repletas de anotaciones.
—Parece que tiene usted excesivo trabajo y yo empeoro la situación —se disculpó.
—No se preocupe, encontraremos un hueco. Hay que hacerlo enseguida. Este miércoles a las ocho, ¿le va bien?
—Por supuesto, encima no voy a poner pegas.
Ella se levantó y lo acompañó hasta la puerta. Allí le tendió una mano suave y firme a la vez. Se separó de la mujer con pesar. Leyó una última vez la placa fijada en la puerta de la consulta médica: «Doctora Caroline Dalry, profesora, gastroenteróloga, ex jefa de clínica, ex interna del Servicio Sanitario Público de París».
Tras cruzar la verja del hospital Saint-Antoine, los ruidos del barrio lo envolvieron mientras seguía pensando con placer en sus manos, tan delicadas, posadas en su vientre. Luego, un sordo dolor epigástrico lo devolvió a la realidad.
Sintió vibrar el móvil contra su cadera; era el comandante Kriven, jefe de uno de los doce grupos de la brigada criminal.
—Tenemos una clienta —anunció con su voz grave—. Parece que se trata de un asesinato atípico. Deberías venir.
—¿Quién es la víctima?
—Marie-Héléne Jory, treinta y seis años, de raza blanca, profesora de historia en la Sorbona. Asesinada en su domicilio, Place de la Contrescarpe, en el Barrio Latino. Homicidio con connotaciones sexuales y puesta en escena especialmente… escabrosa.
—¿Quién la ha descubierto?
—Un tal Paul Terrade, su pareja.
—¿No estaba trabajando?
—Sí, pero en la facultad se preocuparon al no ver aparecer a la joven para su clase de la una. Una secretaria lo llamó a primera hora de la tarde a su despacho y él volvió a casa para averiguar el motivo de su ausencia.
—¿Han robado algo?
—Nada.
Nico miró el reloj; marcaba las dieciséis treinta. Habían transcurrido unas dos horas desde el descubrimiento del cuerpo. Parecía un milagro. Si no había habido idas y venidas en el piso, existía una pequeña posibilidad de que algunos indicios se conservaran todavía intactos.
—Ahora mismo voy para allá.
—Creo que no tienes elección.
Los jefes de grupo tenían la orden de requerir su presencia, o la de su adjunto, cuando la situación lo exigía.
—Y dile a Dominique Kreiss que se reúna con nosotros —añadió Nico—, puede ser interesante.
Era la psicóloga criminalista de la Dirección Regional de la Policía Judicial. Una joven contratada para una gran primicia: poner en marcha un servicio de perfiles criminales a la francesa. No se trataba de que ella se hiciera cargo de la investigación en lugar de la policía, sino de que los ayudara con su informe pericial psicológico. En el caso hipotético descrito por Kriven, parecía oportuno que ella se acercase al lugar de los hechos; el análisis de los asesinatos con connotaciones sexuales era la especialidad de la señorita Kreiss, su principal ámbito de intervención.