La séptima mujer (6 page)

Read La séptima mujer Online

Authors: Frederique Molay

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: La séptima mujer
4.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Las cuentas bancarias de la pareja son irreprochables —comentó este último—. Nada que señalar. En cuanto a los médicos, ningún problema de salud que merezca la pena ser mencionado. Uno de nuestros hombres está ahora en la sucursal bancaria donde trabaja Terrade. Nos ha llamado hace veinte minutos para comunicarnos que seguramente no descubriría nada significativo. Terrade es un ejecutivo modélico y muy normal. Sabremos algo más al final de la mañana.

Nico asintió con la cabeza. Se confirmaba lo que había presentido desde el principio: no harían ningún descubrimiento capital. Por desgracia, las respuestas a sus preguntas no las hallarían en la víctima. ¿Había sido elegida al azar? No había nada tampoco que permitiera afirmarlo.

—¿Cómo va la investigación del vecindario? —interrogó Nico.

—Los compañeros han regresado al lugar del crimen a primera hora —intervino Kriven—. Por ahora, lo mismo que anoche; en resumen, ¡nada de nada! Las horas pasan sin que obtengamos ninguna información suplementaria.

La falta de testigos se había vuelto algo habitual, pensó Nico. Ahora las personas se preocupan poco por su entorno, absorbidas por su trabajo, su familia, los horarios de la programación de la tele. Las cosas habían cambiado mucho en veinte años. ¿El siglo XXI sería el de la indiferencia, dejando así a los criminales un mayor margen de maniobra? Se volvió hacia Dominique Kreiss, que había seguido atentamente la conversación.

—¿Por qué ella? Se trata de una pregunta fundamental —empezó la joven—. Para el agresor la elección de la víctima nunca es inocente. El piso estaba limpio, ordenado, decorado con gusto. Todo ello revela un carácter organizado. Por tanto, Marie-Héléne Jory no era de las que se deja engatusar por cualquiera. O conocía al asesino o le inspiró tal confianza que lo invitó a entrar en su casa, y entonces nos enfrentamos a un manipulador. Puedo bosquejaros el retrato de un psicópata sádico, que prepara su crimen con esmero, de comportamiento metódico, que elige a su víctima por su perfil particular y que no deja nada al azar. Sin duda no siente el más mínimo remordimiento. Inteligente, nivel social por encima de la media, vida material desahogada, se trataría de un hombre que ofrece una imagen de perfecta normalidad. Aún no he empleado el término de asesino en serie, a pesar de que existen indicios… La utilización de un objeto que se puede calificar de fetiche, el látigo, y la mutilación de los pechos son elementos que reflejan la relación del individuo con su madre. Al igual que la cuchillada asestada en el vientre. Una penosa humillación sufrida en la infancia podría explicarlo.

—Contigo las cosas se vuelven más complicadas —constató Nico, impresionado por el discurso—. Y de la puesta en escena del crimen, ¿qué piensas?

—Por lo general, un asesino calculador ata a su víctima y la tortura antes de darle muerte. Representa la expresión de una voluntad de poder, de dominación… y de revancha sobre el pasado.

—Pero aún no estamos en ese punto, señores —cortó Nico.

Efectivamente, no tenían ninguna prueba de lo que la psicóloga decía. No obstante, una sensación de malestar se había apoderado de los presentes a medida que se imaginaban la escena. Y cuanto más progresaba la investigación, más quedaba fuera de toda sospecha el entorno de Marie-Héléne Jory.

—Voy a ver al fiscal —continuó Nico—. Luego tengo cita con el ginecólogo de Jory, y después he de ir a la Sorbona. Ese es mi programa. Podéis localizarme por Acropol en cualquier momento. Propongo que nos volvamos a reunir aquí mismo a las seis de la tarde. Encontradme algo que podamos llevarnos a la boca.

El sistema Acropol era un medio de telecomunicaciones que permitía una interconexión codificada, directa y muy bien protegida. El aparato era más voluminoso y pesado que un simple móvil, pero garantizaba confidencialidad y rapidez. Y además Nico estaba seguro de encontrar siempre a uno de los miembros de su equipo en el otro extremo del sistema. Tras coger el estuche colocado en un rincón de su despacho, abandonó la brigada criminal. De camino, una agencia de viajes llamó su atención. Su nombre, escrito en letras blancas, destacaba sobre un fondo azul del color de los mares del sur y suscitó en él una repentina necesidad de cambiar de aires. Irse al fin del mundo, olvidar sus obligaciones, recorrer playas de fina arena, bañarse en aguas cálidas y transparentes, tomarse tiempo o para vivir un dulce sueño para compartir con una mujer. La imagen de la doctora Dalry le vino de nuevo a la mente. Definitivamente, desde la víspera no dejaba de pensar en ella. Quizá simplemente estaba falto de amor. Tomó el camino de la prefectura de policía, situada a sólo unos centenares de metros del «36».

Admiró, a lo lejos, la arquitectura gótica de la catedral de Notre-Dame de París. El alma de Quasimodo y de las monstruosas gárgolas de la galería de las Quimeras, testigos del romántico siglo XIX, lo devolvieron a sus sueños infantiles, poblados de paisajes legendarios y aventuras fantásticas. Pero no tenía tiempo ni ánimos de holgazanear. El prefecto lo esperaba.

Con sus estrechas calles bordeadas de palacetes particulares, el Marais, barrio del Temple y de los Archivos, era parte esencial de la magia de París. Situado en el triángulo formado por el ayuntamiento, la Place de la Bastille y la Place de la République, constituía un núcleo preservado de la capital. Su rica historia y los vestigios que aún conservaba permitían imaginar los inauditos tesoros que había albergado, las escenas reales y cortesanas de las que habían sido testigos sus piedras. Le gustaba esta atmósfera enigmática. ¿Acaso Luis XVI no había sido llevado al cadalso desde el torreón del Temple? También aquí fue asesinado en circunstancias poco claras el joven Luis XVII. El lugar estaba predestinado para su crimen. Estaba sediento de sangre; el momento propicio y anhelado se acercaba. Las observaba. Estaban admirando los escaparates de decoración y moda que se habían multiplicado en el barrio. Hermosas, con clase y éxito, la vida les había repartido buenas cartas. Pero detestaba su arrogancia. Salieron de una boutique de la Rue Vieille-du-Temple, pasaron por delante del Hotel Amelot de Bisseuil y su magnífico portal esculpido que representaba a la loba romana amamantado a Rómulo y Remo… Ya no estaban muy lejos de sus casas. Sintió cómo le invadía una ligera excitación, pero nada que aún no pudiera dominar. Por fin se separaron: una debía preparar la comida para su marido, que siempre volvía a casa a mediodía; la otra estaría sola en su domicilio de la Rue de Turenne. La seguiría a ella. La joven marcó el código numérico en el portero automático que había a la entrada del edificio y empujó la puerta. Él se sabía la combinación de memoria. Esperó un momento y cruzó el umbral a su vez sin problemas. Fácil. Subió los tres pisos a pie, pisando la gruesa moqueta que revelaba la categoría del lugar. Ella sin duda había cogido el ascensor. Al llegar a su destino, se detuvo delante de la pesada puerta con imponentes cerrojos de seguridad. Se concentró, saboreando el instante que precedía a la cita que se había fijado con su víctima. Con resolución, levantó una mano y llamó al timbre.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer al otro lado de la puerta.

—Un empleado de correos, señora. Tengo un paquete para usted. Necesito su firma.

Abrió sin vacilar. Le enseñó un paquete con su sonrisa más encantadora en los labios.

—Lo siento mucho, he olvidado el bolígrafo —se disculpó.

—No se mueva, voy a buscar uno.

La mujer se alejó. Él entró muy despacio en el piso. Todo parecía desarrollarse según lo previsto. Ella no se encontraba muy lejos, en el pasillo, inclinada sobre el cajón de una antigua cómoda. Revolvía en el interior, buscando algo con lo que escribir. Cerró la puerta detrás de él, haciendo que se sobresaltara. Lucía la misma sonrisa tranquilizadora, y se acercó a ella mientras las pupilas de la joven mujer se dilataban ligeramente, un simple reflejo cerebromotriz. Olió su sofisticado perfume. Su belleza perfecta lo dejaba de piedra. En realidad, lo único que sentía por esa mujer era asco. Entonces su sonrisa se descompuso repentinamente y sus rasgos se helaron. La mujer retrocedió unos pasos. Con un brazo vengador, la abofeteó violentamente. Ella cayó de espaldas, soltando un grito. Sacó el trapo empapado en éter de un bolsillo de su cazadora y lo apretó contra la boca de la mujer sin que esta pudiera resistirse. Se tumbó sobre ella y, con sus poderosos músculos, la inmovilizó. Sus ojos estaban llenos de pavor, sus piernas intentaban moverse. Quería gritar pero era demasiado tarde. Bajo el efecto del éter, se le cerraron los párpados y su cuerpo dejó de agitarse. Ahora su presa estaba dormida. Parsimoniosamente, sacó todo el material necesario de su mochila. Se cambió los guantes de cuero por guantes quirúrgicos de látex. Cerró con llave la puerta de entrada y dedicó un rato a recorrer el piso. El salón era perfecto. Arrastró hasta allí el cuerpo inanimado. Desnudó completamente a la joven, le ligó fuertemente las muñecas y la ató a la pesada mesa del comedor. Estaba desnuda, tumbada de espaldas, con los brazos levantados. Sacó una cinta adhesiva de la mochila y la amordazó. El efecto anestesiante pronto se disiparía, pero no podría gritar. Se sentó con las piernas cruzadas cerca de su presa esperando que se despertara. La miró fijamente con expresión impasible y vacía. No le haría nada antes de que recobrase el conocimiento. Quería ver el terror en el fondo de sus ojos, quería oírla gemir de dolor. Actuaría lentamente, aprovechando cada segundo. Le abriría la piel con las correas del látigo.

Sobre todo, le cortaría esos pechos redondos de los que debía estar tan orgullosa. También le reservaba una sorpresa…

Las trece horas. El doctor Jacques Taland entró en su despacho. Nico se levantó para recibirlo y estrecharle la mano. El hombre rondaba los sesenta años, cabello entrecano, barrigón, cara jovial. Con ese aspecto de buen padre de familia las mujeres debían de confiar ciegamente en él. Ante ese pensamiento, Nico sonrió.

—Gracias por haber venido tan rápido —empezó el comisario.

—Es lo más normal —respondió el médico—. Me ha afectado mucho lo que le ha ocurrido a la señorita Jory. Le he traído el resultado de su análisis de sangre que data del sábado por la mañana y que confirma su embarazo, estado que por otro lado no planteaba ninguna duda. La analítica indica que todo iba bien: todos los resultados de las pruebas son normales. En fin, para lo que sirven ahora… Este es su expediente médico. Dejó de tomar la píldora hace tres meses. Vino a verme previamente para pedirme consejo. Estaba tan feliz cuando la vi el viernes pasado. Había pedido hora para dentro de un mes, para el seguimiento de su embarazo, que se presentaba sin especiales complicaciones.

—¿La conocía desde hace mucho tiempo? ¿Le habló del padre?

—La trataba desde hacía tres años. Vivía en pareja, según los datos que me había proporcionado. Había apuntado que se trataba de un ejecutivo bancario. Aparte de eso, parecía bastante reservada, no era de las que explican su vida privada. Así que nunca me dijo nada más. En esos casos, no quiero dar la impresión de hurgar en la vida de la gente, no es mi trabajo Debo establecer un vínculo de confianza con mis pacientes. Algunas se abren mucho, otras son más discretas y respeto su actitud.

—El capitán Pierre Vidal le tomará declaración, entréguele todos los documentos.

—Por supuesto, a su servicio.

Su cuerpo temblaba. Sus párpados se abrieron. Al principio, leyó incomprensión en el fondo de su mirada empañada. Poco a poco, recobró toda su lucidez. El miedo se apoderó de ella con una brutalidad que no se esperaba. Se agitó frenéticamente, tiró de las cuerdas, sacudió las piernas, intentó proferir un alarido, contenido por la cinta adhesiva. Al cabo de largos minutos, mientras la contemplaba sin pestañear, se resignó, sin aliento. La angustia la atenazaba, era evidente. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas, congestionadas por el esfuerzo. Le sonrió fríamente.

—So guarra —pronunció con un tono casi indiferente.

Sus lágrimas aumentaron. Eso le gustaba. La dominaba, la poseía. Era suya, podía usarla a su antojo. Tenía derecho de vida y muerte sobre ella.

—Tienes todo lo que deseas —prosiguió, con la misma tranquilidad—. ¿Sabes al menos la suerte que tienes? ¿La has saboreado? Porque hoy lo perderás todo y para siempre.

Se inclinó sobre la mochila y sacó de ella un látigo con un grueso mango de madera.

—Treinta latigazos, es una fecha de aniversario para mí…

Los ojos de la joven mujer expresaron ese terror que duplicaba la motivación de su verdugo. Con el primer golpe, una magulladura marcó la carne. Con el segundo golpe, la joven mujer se movió con desesperación, intentando escapar de su destino. Con el tercer golpe, brotó sangre. Le dolía. ¡Dios! ¡Cómo le gustaba!

Nico marcó el número de teléfono de su madre. Debía de estar esperando su llamada desde su visita al médico. Aunque ya supiera todos los detalles gracias a Tanya, le reprocharía que no le hubiese hablado de ello inmediatamente. Mantenía con su hijo una estrecha relación, aunque conflictiva a veces. Él la quería, desde luego, pero debía procurar guardar de vez en cuando una cierta distancia. Siendo todavía muy pequeño, ya le susurraba melosas y, a la vez, posesivas palabras.

—Anya Sirsky —dijo una voz grave y resuelta.

—Soy yo, mamá.

—¡Ya era hora! ¿Al menos tendrás la delicadeza de telefonearme después de tu fibroscopia, mañana? ¿He de recordarte que eres mi hijo? Me preocupo por ti.

—No tengo nada, mamá.

—¿Estás totalmente seguro? Sé que tienes dolores, aunque no quieras confesármelo. Una madre nota este tipo de cosas. Últimamente te encuentro cansado. No puedes seguir viviendo así, solo. Tanya, Dimitri y yo, no es suficiente. Ya va siendo hora de que pienses en volver a casarte.

—¡Las esposas no se compran por catálogo!

—¡No te burles! Y Dimi, ¿cómo está?

—Lo viste el domingo, mamá.

—Sí, ¿pero sabes algo de él?

—Ha pasado la noche en mí casa —soltó Nico.

—¡Otra vez! Está claro que Sylvie no sabe tratar al chico.

—¡Mamá! No me gustan ese tipo de reflexiones. Dimitri se reparte entre sus dos padres y continuará siendo así.

—Pero él te adora.

—Su madre también lo adora. No confundamos las cosas. Los dos deben hacer un esfuerzo por entenderse para que más tarde no tengan nada que lamentar. Un día, será importante para Dimitri. Yo no tomaré partido, y tu tampoco debes hacerlo. Hemos hablado de ello cientos de veces, no cambiaré de opinión. Así que no metas ideas raras en la cabeza de mi hijo.

Other books

Destined (Vampire Awakenings) by Davies, Brenda K.
The Gum Thief by Douglas Coupland
Sly by Jayne Blue
Saturday Night by Caroline B. Cooney
Depth of Despair by Bill Kitson
A Cruel Courtship by Candace Robb
Three Sisters by James D. Doss