Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (26 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Había tanto desorden arriba como abajo. Al parecer, Estabrook había vivido en la inmundicia desde su marcha: la cama que habían compartido era un pantano de sábanas mugrientas y el suelo estaba lleno de ropa interior sucia. No había señal de ninguna de sus propias prendas entre aquel hacinamiento, sin embargo, y cuando se dirigió al vestidor adyacente las encontró todas colgadas en su lugar, intactas. Decidida a terminar con ese desagradable asunto lo antes posible, buscó un juego de maletas y empezó a guardar las cosas. No le llevó mucho tiempo. Cuando terminó, vació los objetos que tenía en los cajones y los guardó. Sus joyas estaban en la caja fuerte de abajo y allí fue donde se dirigió una vez que hubo acabado en el dormitorio; dejó las maletas junto a la puerta principal para cogerlas al salir. Aunque sabía dónde guardaba Estabrook la llave de la caja, jamás la había abierto ella misma. Era un ritual que él había exigido llevar a cabo con todo rigor, de tal forma que, cuando una noche ella necesitaba llevar una de las piezas, primero le decía cuál había elegido y después él la sacaba de la caja fuerte y se la colocaba en persona alrededor del cuello, de la muñeca o en el lóbulo de la oreja.
A posteriori,
aquello le resultaba un obvio juego de poderes. Jude se preguntó qué clase de trastorno mental habría padecido mientras compartía su vida con él para soportar semejantes gilipolleces durante tanto tiempo. Sin duda, los lujos con los que la había agasajado habían resultado agradables, pero ¿por qué había aceptado ese juego con tanta pasividad? Era algo grotesco.

La llave de la caja estaba donde ella pensaba, en un compartimento secreto del cajón del escritorio que había en el estudio. La propia caja fuerte se encontraba detrás de una pintura de tema arquitectónico que se encontraba sobre la pared del estudio: varios dibujos a escala de una capilla de estilo neoclásico que el artista había titulado
El Retiro.
Tenía un marco mucho más recargado de lo que se merecía, y que le dio algunas dificultades para descolgarlo. No obstante, al final lo consiguió y pudo tener acceso a la caja de caudales que ocultaba.

Había dos estantes: el inferior estaba atiborrado de papeles; el superior tenía pequeños paquetes entre los cuales, supuso, encontraría sus pertenencias. El deseo de recuperar lo que era suyo para marcharse con rapidez fue eclipsado polla curiosidad, de modo que lo sacó todo y lo dejó sobre el escritorio. Estaba claro que dos de los paquetes contenían sus joyas, pero los otros tres resultaban mucho más intrigantes, y el hecho de que estuvieran envueltos en un tejido tan fino como la seda y de que tuvieran una penetrante fragancia dulzona, casi empalagosa, en lugar del típico olor de la caja fuerte, no les restaba atractivo precisamente. Primero abrió el más grande. Contenía un manuscrito fabricado con páginas de pergamino cosidas con unas elaboradas puntadas. No tenía cubierta que ilustrara el tema sobre el que versaba, pero parecía ser una colección arbitraria de páginas que trataban sobre ensayos anatómicos o, al menos, eso creyó en un principio. Al observarlo mejor, se dio cuenta que no se trataba en absoluto de un manual de cirugía, sino de un libro de cabecera que describía técnicas y posiciones para hacer el amor. Después de echarle una ojeada, deseó sinceramente que hubiesen encerrado al artista en algún sitio, de forma que no pudiese tratar de llevar a cabo esas fantasías. El cuerpo humano no era ni tan maleable ni tan plástico corno para recrear lo que su pincel y su tinta habían plasmado sobre aquellas páginas. Había parejas entrelazadas como calamares en plena lucha; otras parecían haber sido bendecidas (o maldecidas) con órganos y orificios de tal rareza, y en semejante profusión, que apenas eran reconocibles como humanos.

Pasó una y otra vez las hojas y su interés se concentró en la ilustración a doble página que marcaba el centro del libro, trazada de forma secuencial. La primera imagen mostraba a un hombre y a una mujer desnudos, con una apariencia completamente normal; la mujer yacía con la cabeza sobre la almohada mientras que el hombre estaba arrodillado entre sus piernas y acariciaba con la lengua su planta del pie. A partir de ese principio inocente, se producía una unión caníbal en la que el hombre empezaba a devorar a la mujer, comenzando por las piernas, mientras su compañera lo complacía con la misma muestra de devoción. Aquella payasada desafiaba tanto lo físico como lo psíquico, por supuesto, pero el artista había conseguido plasmarlo sin que resultara una ridiculez, sino más bien como si se tratara de las instrucciones para realizar alguna extraordinaria proeza mágica. Sin embargo, no fue consciente de que las imágenes la inquietaban hasta que cerró el libro y descubrió que seguía viéndolas en la cabeza; de modo que, para deshacerse de ellas, transformó esa inquietud en una rabia dirigida hacia Estabrook, no solo por haber adquirido semejantes aberraciones, sino por habérselas ocultado. Una nueva razón para alejarse cuanto pudiera de él.

El resto de los paquetes contenía artículos mucho más inofensivos. En uno de ellos encontró lo que parecía ser un fragmento de un estatuario del tamaño de su puño. Una de las caras había sido groseramente tallada con lo que podría haberse tomado por un ojo lleno de lágrimas, el pezón de una madre lactante o una gota de savia. Las otras caras revelaban la estructura del bloque sobre el que se habían esculpido las imágenes. Predominaba sobre todo un azul grisáceo, pero veteado con elegantes franjas de negro y rojo. Le gustaba la sensación de tenerlo en la mano y solo lo soltó de mala gana para coger el último paquete. El contenido de este era el más hermoso de todos: media docena de cuentas del tamaño de guisantes que habían sido profusamente talladas. Había contemplado marfil procedente de Oriente trabajado con ese nivel de detalles, pero siempre se encontraban tras las vitrinas de los museos. Se llevó una de ellas a la ventana del estudio para examinarla más de cerca. El artista había tallado la cuenta para dar la impresión de que realmente estaba tejida a partir de hilo de telaraña, enrollado sobre sí mismo. Resultaba fascinante, de una forma curiosa y extraña. Mientras la giraba entre los dedos una y otra vez, descubrió que su atención se concentraba cada vez más en el exquisito entramado de las hebras, casi como si tuviera la necesidad de encontrar el extremo en la bola y, en caso de que lograra descubrirlo, pudiera desenredarlo y desentrañar el misterio que se ocultaba en su interior. Tuvo que obligarse a apartar la vista, ya que, de otro modo, estaba segura de que la bolita la habría absorbido por completo y habría acabado observando cada uno de sus detalles hasta desplomarse.

Regresó al escritorio y colocó la cuenta entre las demás. Contemplarla con tanta intensidad la había desequilibrado de alguna manera. Se sentía un poco marcada y las cosas que había dejado sobre el escritorio parecían colocarse y desenfocarse según rebuscaba entre ellas. Sin embargo, sus manos sabían lo que ella quería, a pesar de que la conciencia creyera que no. Una de ellas cogió el fragmento de piedra azul, mientras que la otra regresó a la cuenta que había soltado. Dos recuerdos, ¿por qué no? Un trozo de piedra y una bolita. ¿Quién podría culparla por desposeer a Estabrook de semejantes minucias cuando él había pretendido quitarle la vida? Se guardó ambos objetos en el bolsillo sin más dilación y se dispuso a envolver el libro y las cuentas restantes para devolverlos a la caja fuerte, cerrarla y colocar el cajón y la llave de nuevo en su lugar. A continuación, cogió el tejido en el que estaba envuelto el fragmento, lo guardó en el bolsillo, recogió las joyas y se dirigió a la puerta principal, apagando las luces a su paso. Cuando estaba junto a la puerta, recordó que había abierto la ventana de la cocina y fue a cerrarla. No quería que los ladrones invadieran el lugar en su ausencia. Solo había un ladrón que tuviera derecho a entrar allí, y esa era ella.

3

Se sentía muy satisfecha con el trabajo de esa mañana, de modo que se sirvió una copa de vino con su escaso almuerzo y, a continuación, comenzó a desempaquetar su botín. Mientras dejaba las ropas «secuestradas» sobre la cama, sus pensamientos regresaron al libro de cabecera. En aquel momento se arrepintió de haberlo dejado atrás; podría haber sido el regalo perfecto para Cortés, quien sin duda imaginaba que había llevado a cabo todos los excesos físicos conocidos por el hombre. No pasaba nada. Ya encontraría la oportunidad para describirle su contenido y dejarlo atónito con la depravación de semejantes recuerdos. Una llamada de Clem interrumpió su trabajo. Habló con voz tan baja que tuvo que esforzarse mucho para escucharlo. Eran malas noticias. Taylor estaba a las puertas de la muerte, ya que dos días atrás había vuelto a darle otro ataque repentino de neumonía. Sin embargo, se negaba a que lo hospitalizaran. Su último deseo, según había dicho, era morir donde había vivido.

—Sigue preguntando por Cortés —le explicó Clem—. He tratado de telefonearlo, pero no contesta. ¿Sabes si se ha marchado?

—No lo creo —respondió Jude—. Pero no he hablado con él desde la noche de Navidad.

—¿Podrías localizarlo por mí? Mejor dicho, por Taylor. ¿Te importaría pasarte por el estudio y despertarlo? Iría yo mismo, pero no me atrevo a salir de casa. Me da miedo que en cuanto ponga un pie en la calle… —Hizo una pausa y al hablar lo hizo con voz llorosa—. Quiero estar aquí si ocurre algo.

—Desde luego que sí, y por supuesto que iré. Ahora mismo.

—Gracias. No creo que quede mucho tiempo, Judy.

Antes de salir, trató de llamar a Cortés pero, como ya le había advertido Clem, nadie respondió al teléfono. Se rindió después de dos intentos, se puso la chaqueta y se dirigió al coche. Cuando rebuscaba en los bolsillos en busca de las llaves, se dio cuenta de que había traído consigo la piedra y la cuenta, y una especie de premonición hizo que vacilase y se preguntara si debería regresar a dejarlas en casa. Pero el tiempo era esencial. Mientras se quedaran en su bolsillo, ¿quién iba a verlas? E, incluso si las veían, ¿qué importaba? Ahora que la muerte flotaba en el ambiente, ¿quién iba a preocuparse por un par de rosillas robadas?

La noche que dejó a Cortés en el estudio había descubierto que podía verlo a través de la ventana si se colocaba al otro lado de la calle, así que cuando no contestó a la puerta, se dirigió allí para espiarlo. La habitación parecía vacía, pero la bombilla desnuda del techo estaba encendida. Aguardó más o menos un minuto hasta que él apareció a la vista, sin camisa y hecho un desastre. Judith tenía buenos pulmones y los utilizó en ese mismo momento para gritar su nombre. Al principio, no pareció escucharla. Pero lo intentó de nuevo y, en esa ocasión, el hombre volvió la mirada en su dirección y se acercó a la ventana.

—¡Déjame entrar! —gritó—. ¡Es una emergencia!

La misma renuencia que había reflejado su rostro cuando se apartara de la ventana estaba presente en su expresión cuando abrió la puerta. Si había tenido mal aspecto en la fiesta, ahora estaba mucho peor.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Taylor está muy enfermo y Clem dice que no deja de preguntar por ti.

Cortés parecía confuso, como si tuviese dificultades para recordar quiénes eran Taylor y Clem.

—Tienes que lavarte y vestirte —le dijo—. Furia, ¿me estás escuchando?

Siempre lo llamaba Furia cuando estaba enfadada con él, y el apodo pareció obrar el mismo efecto mágico en aquel momento. Aunque esperaba alguna objeción por su parte, dada su fobia a las enfermedades, no recibió ninguna. Parecía demasiado exhausto para discutir; su mirada presentaba un aspecto de algún modo inconcluso, como si tratara de posarse en algún lugar pero no pudiera encontrarlo. Lo siguió escaleras arriba hacia el estudio.

—Será mejor que me lave —dijo, y la dejó en medio del caos para dirigirse al baño.

Jude escuchó el ruido de la ducha. Como siempre, había dejado la puerta abierta de par en par. No había función corporal, ni siquiera las más básicas, respecto a la cual hubiese mostrado el más mínimo reparo en su vida; una actitud que la había asombrado en un principio, pero a la que se había acostumbrado después de un tiempo, de modo que había tenido que reaprender las leyes del decoro cuando fue a vivir con Estabrook.

—¿Te importaría buscarme una camisa limpia? —le preguntó—. ¿Y algo de ropa interior?

Al parecer, aquel día estaba destinada a rebuscar entre las pertenencias de otras personas. Para cuando encontró una camisa vaquera y un par de gastados calzoncillos, él había salido de la ducha y estaba de pie frente al espejo del cuarto de baño, peinándose el cabello húmedo hacia atrás. Su cuerpo no había cambiado desde la última vez que lo viera desnudo. Estaba tan esbelto como siempre, con las nalgas y el vientre duros y el pecho sin vello. Su polla le llamó la atención: aquella era la parte que revelaba en realidad la falacia del apodo de «Cortés». No era muy grande en estado de relajación, pero incluso así era bastante hermosa. Si él se dio cuenta de que lo estaban examinando tan detenidamente, no dio muestras de ello. Continuó mirándose al espejo con indiferencia y meneó la cabeza.

—¿Crees que debería afeitarme? —preguntó.

—Yo no me preocuparía por eso —contestó Jude—. Aquí tienes la ropa.

Se vistió en un santiamén y se detuvo en el dormitorio para coger un par de botas, dejando a Jude en el estudio mientras tanto. La pintura que vio la noche de Navidad había desaparecido, y su equipo (las pinturas, el caballete y los lienzos imprimados) había sido colocado sin muchas ceremonias en una esquina. En su lugar había periódicos, muchas de cuyas páginas mostraban reportajes sobre una tragedia de la que ella solo tenía una vaga idea: la muerte de veintiuna personas, hombres, mujeres y niños, en un incendio provocado al sur de Londres. No le dio a los reportajes mayor importancia. Esa sombría tarde ya tenía bastante pesar.

Clem estaba pálido, pero no lloraba. Los abrazó a ambos en la puerta principal y los instó a que entraran en la casa. La decoración navideña seguía en su lugar, esperando a la Noche de Reyes, y el perfume de las agujas de pino impregnaba el aire.

—Antes de que lo veas, Cortés —dijo Clem—, debería advertirte que ha consumido un montón de narcóticos, así que no es del todo coherente. Eso sí, tiene muchísimas ganas de verte.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Cortés.

—No necesita razón alguna, ¿o sí? —preguntó Clem con suavidad—. ¿Te quedarás, Judith? Si quieres verlo cuando Cortés esté…

—Me encantaría.

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