—Ya entiendo —asintió Dowd.
—¿Dónde coño está? —exigió Bloxham.
—Está de viaje —replicó Dowd—. No creo que previera una reunión.
—Ni nosotros tampoco —acotó Lionel Wakeman, con el rostro sonrojado por el
whisky
que había consumido. La botella yacía acunada en el hueco de su brazo.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Tyrwhitt—. Es de suma importancia que demos con él.
—Me temo que no lo sé —respondió Dowd—. Sus negocios lo reclaman por todo el mundo.
—¿Negocios respetables? —preguntó Wakeman con voz apenas inteligible.
—Tiene varias inversiones en Singapur —fue la respuesta de Dowd—. También en la India. ¿Desean que prepare un informe? Estoy seguro de que él…
—¡A tomar por culo el informe! —exclamó Bloxham—. ¡Queremos que venga! ¡Ya!
—Me temo que no puedo asegurarles cuál es su paradero. Solo sé que está en algún lugar del Lejano Oriente.
La mujer de semblante adusto, aunque no carente de cierto encanto, que había a la izquierda de Wakeman entró en acción y aplastó el cigarrillo en el cenicero cuando comenzó a hablar. Solo podía tratarse de Charlotte Feaver: Charlotte
la Escarlata,
como Oscar la llamaba. Sería la última descendiente del linaje de Roxborough, le había dicho, a menos que encontrara la manera de fecundar a alguna de sus novias.
—Esto no es uno de esos putos clubes a los que puede asistir cuando le venga en gana —dijo la mujer.
—Muy cierto —apuntilló Wakeman—. Esto es un espectáculo lamentable.
Shales tomó uno de los periódicos que tenía delante y lo lanzó sobre la mesa, en dirección a Dowd.
—Supongo que has leído la historia del cadáver que encontraron en Clerkenwell —le dijo.
—Sí, así es.
Shales permaneció en silencio unos instantes en los que se dedicó a mirar a los miembros con ojos entrecerrados. Fuera lo que fuese lo que iba a decir, había sido debatido en profundidad antes de la entrada de Dowd.
—Tenemos motivos para creer que este hombre, Chant, no es originario de este Dominio.
—¿Cómo dice? —preguntó Dowd, aparentando confusión—. No lo entiendo. ¿Dominio?
—Ahórranos tus muestras de prudencia —lo interrumpió Charlotte Feaver—. Sabes muy bien de lo que estamos hablando. Es imposible que hayas estado veinticinco años trabajando para Oscar sin que este te haya hecho alguna confesión.
—Apenas sé nada —protestó Dowd.
—Lo suficiente como para saber que tenemos un aniversario en ciernes —dijo Shales.
Vaya, vaya,
pensó Dowd,
no son tan estúpidos como parecen.
—¿Se refiere a la Reconciliación? —preguntó.
—A eso es exactamente a lo que me refiero. El próximo solsticio de verano…
—¿Tenemos que contárselo todo? —inquirió Bloxham—. Ya sabe más de lo que debería.
Shales ignoró la interrupción. Estaba a punto de continuar con su discurso cuando intervino una voz que hasta el momento había permanecido en silencio y que provenía de una voluminosa figura sentada lejos del alcance de la luz. Dowd había estado esperando a que este hombre, Matthias McGann, recitara su papel. Si la Tabula Rasa tenía un líder, sin duda era él.
—¿Hubert? —pidió—. ¿Me permites?
—Por supuesto —murmuró Shales.
—Señor Dowd —dijo McGann—, no me cabe la menor duda de que Oscar ha sido indiscreto. Todos tenemos nuestras debilidades. Tú debes ser la suya. Ninguno de los presentes en esta sala te culpa por escuchar. Sin embargo, esta Sociedad fue creada con un propósito específico y, en ocasiones, se ha visto obligada a actuar con severidad extrema para alcanzar dicho propósito. No voy a entrar en detalles. Como ha dicho Giles, ya sabes más de lo que nos gustaría. Pero créeme cuando te digo que silenciaremos a cualquiera, sin excepción, que ponga en peligro este Dominio.
Se inclinó hacia delante. Su rostro hablaba de un hombre con buen humor, pero poco contento con su destino en el momento presente.
»Hubert ha mencionado que se avecina un aniversario, como así es. Y es posible que algunas fuerzas, cuyo interés no es otro que el de derrocar la cordura de este Dominio, se estén alistando para celebrar el aniversario. Hasta el momento, esta… —señaló el periódico— es la única prueba que hemos encontrado de dichos preparativos; pero si hay otros, pronto serán eliminados por esta Sociedad y por sus agentes. ¿Lo has comprendido? —No esperó una respuesta—. Este tipo de asuntos es peligroso —prosiguió—. La gente comienza a investigar. Estudiosos. Esotéricos. Empiezan a hacer preguntas y empiezan a soñar.
—Comprendo el peligro que eso entraña —dijo Dowd.
—Deja de lamernos el culo, cabrón presuntuoso —explotó Bloxham—. Sabemos muy bien lo que Godolphin y tú habéis estado haciendo. ¡Díselo, Hubert!
—Le he seguido la pista a algunos artefactos de… origen extraterrestre… que se cruzaron en mi camino. Y la pista conduce hasta Oscar Godolphin.
—No estamos seguros de eso —intervino Lionel—. Esos capullos mienten.
—Estoy más que convencida de la culpabilidad de Godolphin —aseveró Alice Tyrwhitt—. Y de la de este también.
—Debo protestar —dijo Dowd.
—Has estado traficando con magia —aulló Bloxham—. ¡Confiesa! —Se levantó y golpeó la mesa—. ¡Te digo que confieses!
—Siéntate, Giles —lo exhortó McGann.
—Miradlo —siguió Bloxham al tiempo que señalaba a Dowd con el pulgar—. Es culpable hasta la médula.
—He dicho que te sientes —repitió McGann, sin apenas alzar la voz. Acobardado, Bloxham se sentó—. No te estamos juzgando —le dijo McGann a Dowd—. Es a Godolphin a quien queremos.
—Así que encuéntralo —intervino Feaver.
—Y cuando lo hagas, dile que tengo unos cuantos aparatos que tal vez reconozca —concluyó Shales.
La mesa quedó en silencio. Varias cabezas se volvieron hacia Matthias McGann.
—Creo que eso es todo —dijo—. A menos que quieras hacer algún comentario.
—Me parece que no —replicó Dowd. Entonces, puedes retirarte.
Dowd se marchó sin más comentarios y fue escoltado hasta el ascensor por Charlotte Feaver, que lo dejó para que bajara solo. Estaban mejor informados de lo que había imaginado, pero aún se encontraban muy lejos de averiguar la verdad. Repasó varios fragmentos de la entrevista mientras conducía de vuelta hacia Regent's Park Road, y los memorizó para recitarlos con posterioridad. Las improcedencias de un Wakeman borracho; la indiscreción de Shales; la actitud de McGann, suave como una vaina de terciopelo… Lo repetiría todo para beneficio de Godolphin, sobre todo el interrogatorio cruzado acerca del paradero del miembro ausente.
En algún lugar de Oriente, había dicho Dowd. Al este de Yzordderrex, tal vez, en el kesparate cercano al puerto donde a Oscar le gustaba adquirir piezas de contrabando procedentes de Hakaridek o de las islas. Tanto si estaba allí como en cualquier otro lugar, Dowd no tenía forma de hacerlo regresar. Volvería cuando le viniera en gana, y la Tabula Rasa tendría que aguardar su turno; aunque cuanto más tiempo estuviera lejos, más posibilidades habría de que creciera el número de miembros que expresaran las sospechas que algunos de ellos ya alimentaban: que los negocios de Godolphin con los talismanes y su trato con personas licenciosas eran solo la punta del iceberg. Quizá incluso sospecharan que viajaba.
Por supuesto, no era la única criatura oriunda del Quinto Dominio que se daba una vuelta por el resto de los Dominios. Existían muchas rutas que llevaban de la Tierra a los Dominios reconciliados, algunas más seguras que otras, pero todas se acababan usando, y no siempre por magos. Los poetas habían hallado un camino de ida (y a veces de vuelta, para así contar sus vivencias), así como también, a lo largo de los siglos, lo había conseguido un buen número de sacerdotes y ermitaños, quienes, absortos en la meditación de sus esencias, habían sido tragados por el In Ovo para luego ser arrojados a otro mundo. Cualquier alma que estuviera lo bastante desesperada o inspirada podría tener acceso. No obstante, según la experiencia de Dowd, eran muy pocos los que lo convertían en algo tan cotidiano como Godolphin.
Corrían tiempos peligrosos para llevar a cabo semejantes paseos, tanto a uno como a otro lado. Los Dominios reconciliados llevaban casi un siglo bajo el control del Autarca de Yzordderrex y cada vez que Godolphin regresaba de uno de sus viajes, traía consigo noticias acerca del malestar reinante. Desde los confines del Primer Dominio hasta Patashoqua y sus ciudades satélite, en el Cuarto Dominio, se alzaban voces que incitaban a la rebelión. Todavía no se había establecido un consenso acerca de cuál era el mejor método para liberarse de la tiranía del Autarca, solo existía un malestar que bullía a fuego lento y que acababa estallando esporádicamente en revueltas y ataques; al final, los líderes de estos motines terminaban, sin remedio, atrapados y ejecutados. De hecho, la represión del Autarca había demostrado ser aún más draconiana. Comunidades enteras habían sido arrasadas en nombre del Imperio de Yzordderrex. Las tribus y naciones pequeñas habían sido despojadas de sus dioses, sus tierras e, incluso, de su derecho a procrear; otras habían sido erradicadas mediante pogromos supervisados por el mismísimo Autarca. Sin embargo, ninguno de estos horrores había disuadido a Godolphin de viajar a los Dominios reconciliados. Tal vez lo consiguieran los acontecimientos de esa noche, al menos hasta que se apaciguaran las sospechas de la Sociedad.
Por más cansado que estuviera, Dowd sabía exactamente dónde tenía que acudir aquella noche: a la finca de Godolphin y a la capilla erigida en sus campos yermos, que constituía el lugar de partida de Oscar. Allí tendría que esperar, como un perro solitario en ausencia de su amo, hasta que Godolphin regresara. Oscar no era el único que debería inventar excusas en un futuro inmediato; también él tendría que hacerlo. Matar a Chant le había parecido una maniobra inteligente en su momento (y, por supuesto, una distracción agradable para una noche en la que no tenía espectáculo alguno al que acudir), pero no había previsto el revuelo que causaría. Al echar la vista atrás, se daba cuenta de que eso había sido muy ingenuo por su parte. Inglaterra adoraba el asesinato, preferiblemente con un croquis explicativo. Además, había tenido muy mala suerte, ya que el omnipresente señor Burke de la batalla del Somme y el bajo cupo de escándalos políticos habían conspirado para convertir a Chant en alguien famoso a título póstumo. Debía prepararse para enfrentar la ira de Godolphin. Con todo, le quedaba la esperanza de que dicha ira se viera atenuada por la ansiedad que provocarían las sospechas de la Sociedad. Godolphin necesitaría a Dowd para que lo ayudara a acallar estas sospechas; y un hombre que necesitaba a su perro sabría que no debía pegar demasiado fuerte.
C
ortés llamó a Klein desde el aeropuerto pocos minutos antes de coger el vuelo. Le contó a Chester una versión muy resumida de la verdad, sin mencionar el complot de Estabrook para llevar a cabo el asesinato, pero explicándole que Jude estaba enferma y que había requerido su presencia. Klein no le había soltado la diatriba que se esperaba. Se limitó a decir, si bien con voz cansada, que si la palabra de Cortés valía tan poco después de todo el esfuerzo que había invertido en encontrar trabajo para él, quizá fuera mejor que dejaran de hacer negocios juntos en aquel mismo momento. Cortés le suplicó que fuera un poco más clemente, a lo que Klein contestó que llamaría a su estudio pasados dos días, y que si no recibía respuesta asumiría que ya no había trato.
—Tu polla será tu muerte —comentó antes de colgar.
El vuelo le dio tiempo a Cortés para pensar tanto en ese comentario como en la conversación que había tenido lugar en la colina de las cometas, cuyo recuerdo aún lo avergonzaba. Durante esa charla, había pasado de la sospecha a la incredulidad y de esta a la aversión, para acabar aceptando la proposición de Estabrook. Sin embargo, a pesar del hecho de que el hombre había cumplido su palabra y le había proporcionado fondos más que suficientes para hacer el viaje, cuantas más vueltas le daba Cortés a la conversación, más se despertaba su primera reacción: la sospecha. Sus dudas giraban en torno a dos elementos de la historia de Estabrook: el propio asesino (ese tal Pai al que había contratado como caído del cielo) y, sobre todo, en torno al hombre que había presentado a ese asesino a sueldo a Estabrook, Chant, cuya muerte había sido la comidilla de la prensa durante los últimos días.
La carta del muerto era virtualmente incomprensible, tal y como Estabrook le había advertido, a camino entre la retórica del púlpito y la improvisación opiácea. El hecho de que Chant, a sabiendas de que iban a asesinarlo (hasta ahí sí resultaba convincente), hubiera elegido escribir semejantes tonterías como si constituyeran una información vital, era la prueba de un trastorno mental importante. ¿Cuánto más trastornado estaría entonces un hombre que, como Estabrook, hacía negocios con aquel loco? Y, de la misma manera, ¿no estaría Cortés más loco todavía al aceptar un empleo por parte de un lunático?
Sin embargo, en medio de todas aquellas fantasías y ambages, se encontraban dos factores indiscutibles: la muerte y Judith. La primera le había llegado a Chant en una casa abandonada de Clerkenwell; sobre eso no había duda alguna. La última, inconsciente de la maldad de su marido, era, con toda probabilidad, el próximo objetivo. La tarea de Cortés era simple: interponerse entre las dos.
Se registró en su hotel habitual en el cruce de la 52 con Madison un poco después de las cinco de la tarde, según la hora de Nueva York. Desde su ventana en la decimocuarta planta se divisaba el centro de la ciudad, pero la escena estaba lejos de resultar acogedora. Había comenzado a caer una masa de agua que amenazaba con espesarse hasta convertirse en nieve mientras viajaba desde el aeropuerto Kennedy, y las previsiones del tiempo aseguraban frío y más frío. En cualquier caso, aquello le convenía. La oscuridad grisácea, sumada al claxon de los coches y a los chirridos de los frenos que llegaban desde el cruce de abajo, encajaba con la sensación de discontinuidad que sentía. Al igual que ocurría con Londres, Nueva York era una ciudad en la que había tenido amigos en una época, pero los había perdido. El único rostro que buscaría allí sería el de Judith.
No tenía sentido demorar esa búsqueda. Pidió un café al servicio de habitaciones; se duchó; bebió; se puso su suéter más abrigado, una chaqueta de cuero, unos pantalones de pana, unas botas fuertes y salió a la calle. Era difícil coger un taxi, y tras diez minutos de espera en la cola que aguardaba bajo el toldo del hotel, decidió caminar unas cuantas manzanas y coger cualquier taxi que pasara, si es que tenía suerte. Si no, el frío le despejaría la cabeza. Cuando alcanzó la calle 70, el aguanieve se había convertido en llovizna y formaba un reguero a sus pies. A diez manzanas de allí, Judith estaría a punto de enzarzarse en cualquier ocupación de media tarde: darse un baño, quizá; o vestirse para pasar la noche en la ciudad. Diez manzanas, a minuto por manzana. Diez minutos para llegar al lugar en el que ella se encontraba.