Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (14 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—Creo que deberíamos hablar esto cara a cara —dijo Cortés—. ¿Por qué no te escapas de tu queridito para tomar una copa tardía? Puedo recogerte justo a la puerta del edificio. Estarás bastante a salvo.

—No creo que sea una buena idea. Tengo que hacer el equipaje. He decidido regresar a Londres mañana.

—¿Lo tenías planeado?

—No, lo que pasa es que me sentiría más segura si estuviera en casa.

—¿Mervin va contigo?

—Se llama Marlin. Y no, no viene conmigo.

—Menudo imbécil.

—Mira, será mejor que me vaya. Gracias por pensar en mí.

—No ha sido muy difícil —dijo—. Y si te sientes sola entre esta noche y mañana por la mañana…

—Eso no ocurrirá.

—Nunca se sabe. Estoy en el Omni. Habitación uno-cero-tres. Hay una cama doble.

—En ese caso, tendrás mucho sitio.

—Pensaré en ti —dijo. Hizo una pausa y añadió—: Me alegro de haberte visto.

—Me alegro de que te alegres.

—¿Eso significa que tú no?

—Eso significa que tengo que hacer el equipaje. Buenas noches, Cortés.

—Buenas noches.

—Pásalo bien.

Cortés hizo el poco equipaje que tenía que hacer y a continuación pidió una pequeña cena: un sándwich vegetal de pollo, helado,
bourbon
y café. El calor de la habitación, después del frío gélido de la calle y los esfuerzos que había hecho, lo hacía sentirse un poco perezoso. Se desvistió y cenó desnudo frente al televisor, mientras se quitaba las migas del vello púbico como si fueran ladillas. Cuando le tocó el turno al helado, estaba demasiado cansado para comer, de modo que se bebió el
bourbon
(que al instante le pasó factura) y se fue a la cama, dejando la televisión encendida en la habitación de al lado, después de haberle bajado el volumen hasta que no fue más que un soporífero murmullo.

Su cuerpo y su mente fueron por distintos derroteros. El primero, libre de las instrucciones de la conciencia, respiró, rodó, sudó e hizo la digestión. La segunda se puso a soñar. Primero con Manhattan servida en un plato, esculpida al más mínimo detalle. Después, con un camarero que hablaba en susurros y le preguntaba si el señor quería «noche»; y la noche llegó en forma de un sirope de arándano derramado por encima del plato que caía en viscosos regueros sobre las calles y los edificios. Entonces, de repente, Cortés se encontró caminando por esas calles, entre esos edificios, de común acuerdo con una sombra en cuya compañía se encontraba muy a gusto y que giró cuando llegaron a un cruce y le pasó un dedo ligero como una pluma por la mitad de la frente, como si fuera Miércoles de Ceniza.

A Cortés le agradó el contacto y abrió ligeramente la boca para lamer la yema del dedo de la sombra, que volvió a acariciarlo en el mismo lugar. Se estremeció de placer y deseó distinguir algo en la oscuridad que envolvía la silueta para poder verle la cara. En un esfuerzo por vislumbrar algo, abrió los ojos y volvió a reunir cuerpo y mente en un mismo punto. Estaba de vuelta en su habitación del hotel y la única luz provenía del parpadeo de la televisión, que se reflejaba en el barniz de una puerta medio abierta. A pesar de que estaba despierto, la sensación continuaba; pero ahora había que añadirle un sonido: un débil suspiro que lo excitaba. Había una mujer en la habitación.

—¿Jude? —dijo.

Ella le apretó la palma de la mano contra la boca abierta para silenciar su pregunta, si bien ya la había respondido. No podía distinguirla en la oscuridad, pero cualquier reminiscencia de duda que pudiera albergar sobre si ella pertenecía al sueño del que acababa de despertar desapareció en cuanto su mano se apartó de la boca para dirigirse al pecho. Cortés se incorporó en la oscuridad para atrapar su rostro y acercarlo hasta su boca, contento de que la penumbra ocultara la expresión de satisfacción que tenía. Había venido a él. Después de todas las señales de rechazo que le había enviado en el apartamento (a pesar de Marlin, a pesar de las calles peligrosas, a pesar de la hora, a pesar de la amarga historia que compartían), había venido y había llevado consigo el milagro de su cuerpo hasta la cama.

Si bien no podía verla, la oscuridad era como un lienzo negro y él la dibujó allí a la perfección; un despliegue de belleza que lo contemplaba. Cortés le acarició las perfectas mejillas. Estaban más frías que las palmas de sus manos, que en ese momento notaba sobre su vientre y que lo apretaban con más fuerza mientras se colocaba sobre él. Una exquisita sincronía envolvía cada paso de su mutuo intercambio. Pensó en su lengua y la saboreó; imaginó sus pechos y ella llevó sus manos hasta ellos; deseó que ella dijera algo y ella lo hizo (Dios, qué cosas dijo), palabras que él no se habría atrevido a admitir que quería escuchar.

—Tengo que hacer esto… —dijo ella.

—Lo sé. Lo sé.

—Perdóname.

—¿Qué es lo que hay que perdonar?

—No puedo vivir sin ti, Cortés. Nos pertenecemos el uno al otro, como marido y mujer.

Al estar allí con ella, tan cerca después de una ausencia tan larga, la idea del matrimonio no le parecía tan descabellada. ¿Por qué no reclamarla de una vez por todas?

—¿Quieres casarte conmigo? —murmuró.

—Pídemelo de nuevo otra noche —replicó ella—. Ahora te lo estoy pidiendo yo.

Volvió a colocarle la mano sobre ese ungido lugar en mitad de su frente.

»No digas nada —susurró—. Es posible que lo que desees ahora no sea lo que desees mañana…

Él abrió la boca para mostrar su desacuerdo, pero el pensamiento se perdió entre el cerebro y la lengua, demorado por los movimientos que ella estaba realizando sobre su frente. Desde ese lugar irradiaba una calma que se extendía hacia abajo, a través de su torso, y que le llegaba hasta la punta de los dedos. Gracias a esa calma, el dolor de sus magulladuras se desvaneció. Elevó las manos sobre su cabeza y se estiró para permitir que esa bendición lo atravesara sin dificultades. Libre de los dolores a los que ya se había acostumbrado, su cuerpo se sintió como si acabaran de crearlo: resplandeciente e invisible.

—Quiero estar dentro de ti —dijo.

—¿Hasta dónde?

—Hasta el fondo.

Trató de apartar la oscuridad para vislumbrar su respuesta, pero su vista resultó ser un pobre explorador y regresó de lo desconocido sin noticias. El simple parpadeo de la televisión, reflejado en el brillo del ojo de Jude y devuelto de nuevo hacia la negra oscuridad, le hizo imaginar que un destello de luz recorría el cuerpo de la mujer con un brillo opalescente. Comenzó a sentarse para ver su rostro, pero ella ya se deslizaba hacia abajo sobre la cama; momentos después, sintió sus labios sobre el vientre y, más tarde, sobre la punta de la polla, que se metió en la boca poco a poco, jugueteando con la lengua a medida que lo hacía, hasta que Cortés creyó que perdería el control. Se lo advirtió en un murmullo; ella lo liberó para, un segundo más tarde, tragársela de nuevo.

La falta de visión potenciaba las caricias. Sintió todos y cada uno de los movimientos de su lengua y sus dientes jugueteando sobre él, sobre su polla alzada ante su apetito; su miembro se convirtió en algo enorme, algo que creció hasta alcanzar el mismo tamaño que su cuerpo: un torso venoso y una cabeza ciega que yacía sobre la cama de su vientre, húmedo de principio a fin, y que se estiraba y se estremecía mientras ella, la oscuridad, se lo tragaba hasta el fondo. Ahora era todo sensaciones y era ella quien se las proporcionaba; su cuerpo estaba esclavizado por el placer, incapaz de recordar nada y de ocultar que se estaba deshaciendo. Dios, qué bien sabía lo que le gustaba; ponía mucho cuidado en no hacerle perder los nervios con las repeticiones y colmó de esperma células que ya estaban llenas a reventar, hasta que Cortés estuvo listo para correrse hasta desangrarse y morir gracias a sus caricias, y de buena gana.

Otro rayo de luz rompió el trance en el que lo habían sumido las sensaciones; estaba entero una vez más (su polla con su modesta longitud) y ella ya no era oscuridad, sino un cuerpo a través del cual parecían pasar oleadas de iridiscencia. Solo lo «parecía», claro. Aquello no era más que una invención de su visión hambrienta. Pero sucedió de nuevo: una luz sinuosa la atravesó para después desaparecer. Invención o no, le hizo desearla aún más, de modo que colocó los brazos bajo sus hombros, la levantó y la apartó de él. Ella rodó hasta su costado y Cortés estiró la mano para desvestirla. Ahora que yacía contra las sábanas blancas, su silueta era visible, aunque vagamente. Ella se movió bajo su mano, arqueando el cuerpo hacia sus caricias.

—Dentro de ti —le dijo Cortés, mientras se abría paso a través de los húmedos pliegues de su ropa.

Judith se quedó inmóvil junto a él; su respiración perdió la irregularidad. Cortés dejó al descubierto sus pechos, llevó la lengua hasta ellos y bajó la mano hasta la cintura de su falda para descubrir que se había cambiado para el viaje y llevaba vaqueros. Tenía las manos colocadas sobre el cinturón, casi como si quisiera impedirle que avanzara. Pero no estaba dispuesto a que lo retrasaran o le impidieran nada. Bajó los vaqueros alrededor de sus caderas y notó una piel tan suave que casi parecía líquida bajo sus dedos; todo su cuerpo era una ligera curva, una especie de ola a punto de romper sobre él.

Por primera vez desde que apareciera, pronunció su nombre, con vacilación, como si en aquella oscuridad dudara de repente de que él fuese real.

—Estoy aquí —dijo Cortés—. Siempre.

—¿Esto es lo que quieres? —preguntó.

—Por supuesto que sí. Por supuesto —respondió él y colocó la mano sobre su sexo.

En aquella ocasión, cuando llegó la iridiscencia resultó casi brillante y grabó en la mente de Cortés la imagen de su entrepierna mientras él deslizaba los dedos por encima y entre sus labios. Cuando la luz desapareció, dejando atrás la reminiscencia del resplandor, lo distrajo un poco el sonido de un timbre, al principio remoto, pero más cercano con cada repetición. ¡El teléfono, joder! Hizo lo que pudo por ignorarlo, pero fracasó; de modo que estiró la mano hacia la mesilla donde se encontraba y arrancó el auricular de la base para lanzarlo lejos y volver a ella en un mismo y elegante movimiento. El cuerpo que había bajo él volvía a estar completamente inmóvil. Se subió encima de ella y se introdujo en su interior. Era como estar enfundado en seda. Jude le colocó ¡os brazos alrededor del cuello, sus dedos resultaron ser fuertes, y alzó un poco la cabeza de la almohada para buscar sus besos. A pesar de que sus bocas estaban unidas, pudo oírla pronunciar su nombre («¿… Cortés? ¿Cortés…?») con el mismo tono interrogante que había utilizado antes. No permitió que su memoria lo apartara del placer del presente, sino que encontró su ritmo: largas y lentas embestidas. Recordaba que era una mujer a la que le gustaba que él se tomara su tiempo. En la cima de su relación, habían hecho el amor desde el anochecer al alba en muchas ocasiones, entre juegos y bromas, deteniéndose solo para bañarse y poder tener el placer de cubrirse de sudor de nuevo. Le clavaba los dedos con fuerza en la espalda, apretándolo contra ella en cada embestida, Y todavía podía escuchar su voz, amortiguada por los velos de su propio agotamiento:

—¿Cortés? ¿Estás ahí?

—Estoy aquí —murmuró.

Una nueva oleada de luz se alzó a través de ellos, y el placer se convirtió en una hazaña visionaria mientras contemplaba cómo se deslizaba sobre sus pieles y
cómo se
intensificaba su brillo con cada embestida.

De nuevo le preguntó:

—¿Estás ahí?

¿Cómo podía dudarlo? Jamás había estado tan presente como en aquel acto; jamás tan compenetrado consigo mismo como cuando estaba enterrado en el otro sexo.

—Estoy aquí —dijo.

No obstante, ella volvió a preguntárselo y, en esa ocasión, aunque su mente estaba obcecada en el placer, la diminuta voz de la razón murmuró que no era su dama la que estaba haciendo esa pregunta, sino la mujer al otro lado del teléfono. Había descolgado el auricular, pero ella le hacía preguntas al vacío de la línea y exigía una respuesta. En esa ocasión sí prestó atención. No había cometido ningún error al identificar su voz. Era la de Jude. Y si Jude estaba al otro lado de la línea, ¿a quién coño se estaba follando?

Fuera quien fuese, sabía que el engaño había terminado. Le apretó con más fuerza en la parte baja de la espalda y las nalgas, y elevó las caderas para introducirlo aún más en su funda, al tiempo que el sexo de la mujer se contraía alrededor de la polla como si quisiera evitar que abandonara su guarida. Pero él sabía controlarse lo suficiente como para resistirse y salir de su interior, con el corazón latiendo como un loco encerrado en la cárcel de su pecho.

—¿Quién cojones eres tú?

Ella todavía tenía las manos sobre él. Su calidez y sus exigencias, que tanto lo habían excitado momentos antes, ahora lo enervaban. La apartó de él de un manotazo y comenzó a estirar el brazo hacía la lámpara que había en la mesilla. Entretanto, ella agarró su erección y deslizó la palma a lo largo del miembro. Su caricia era tan persuasiva que a punto estuvo de sucumbir a la idea de introducirse en ella de nuevo, a tomar su anonimato como
carte blanche
y complacer en la oscuridad cada uno de los deseos que pudiese imaginar. Ella estaba colocando los labios en el lugar que acababa de abandonar su mano, succionándolo hacia el interior de su boca. En dos segundos, recuperó la dureza que había perdido.

En aquel momento, el pitido de la línea alcanzó sus oídos. Jude se había rendido y había dejado de intentar establecer contacto. Puede que hubiera escuchado sus jadeos y las promesas que había hecho en la oscuridad. Aquella idea le produjo una nueva oleada de furia. ¿Qué lo había poseído para desear a alguien que ni siquiera podía ver? ¿Y qué clase de puta se ofrecía a sí misma de aquella manera? ¿Una enferma? ¿Una deformada? ¿Una psicótica? Tenía que descubrirlo. Por repulsiva que fuera, ¡tenía que verla!

Estiró el brazo hacia la lámpara por segunda vez y notó cómo se agitaba la cama cuando la zorra se preparó para hacer su huida. Manoteando en busca del interruptor, tiró la lámpara al suelo. No se rompió, pero la luz apuntaba al techo y proporcionaba un resplandor apagado a la habitación. De pronto, con temor a que ella lo atacara, se giró sin colocar la lámpara y descubrió que la mujer ya había recuperado su ropa del barullo de sábanas y se retiraba hacia la puerta del dormitorio. Sus ojos se habían alimentado de sombras y proyecciones durante demasiado tiempo y, en aquel momento, cuando se encontraron con la sólida realidad, estaban atolondrados. Medio oculta por las sombras, la mujer era un compendio de formas cambiantes: el rostro borroso; el cuerpo cubierto de manchas; pulsos de iridiscencia, ahora lentos, que la atravesaban desde la coronilla hasta la punta de los pies. El único elemento fijo en ese devenir eran sus ojos, que lo contemplaban de forma implacable. Cortés se pasó la mano de la frente a la barbilla con la esperanza de hacer desaparecer la ilusión y, en esos segundos, ella abrió la puerta para escapar. Él saltó de la cama, todavía decidido a ir más allá de la confusión para conocer la grotesca verdad y saber con quién había estado echando un polvo, pero ella casi había atravesado la puerta y la única forma de detenerla fue agarrarla del brazo.

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