No obstante, si iba a aparecer un maestro, tendría que ser rápido. No podría planearse otro intento de Reconciliación de la noche a la mañana; y, si el próximo solsticio de verano iba y venía sin pena ni gloria, Imajica pasaría otros dos siglos dividida: tiempo más que suficiente para que el Quinto Dominio se destruyera a sí mismo por aburrimiento o frustración y evitara que la Reconciliación tuviera lugar.
Dowd examinó sus brillantes zapatos.
—Perfecto —dijo—. Y eso es más de lo que puedo decir del resto de este asqueroso mundo.
Se encaminó hacia la puerta. Los anuladores se demoraron junto al cadáver, sin embargo, lo bastante inteligentes como para saber que todavía tenían un deber que cumplir con él. No obstante, Dowd les dijo que se apartaran.
—Lo dejaremos aquí —dijo—. ¿Quién sabe? Puede que despierte a unos cuantos fantasmas.
D
os días después de la vespertina llamada de Judith (durante los cuales el calentador de agua del estudio se había estropeado, dejando a Cortés dos opciones: o bañarse con agua helada o no bañarse, opción por la que se decantó al final), Klein le dijo que fuera a su casa. Tenía buenas noticias. Se había enterado de que había un comprador cuyos apetitos no podían ser satisfechos a través de los canales convencionales, y Klein se había asegurado de que le llegaran rumores acerca de que quizá pudiera conseguir algo muy atractivo. Cortés había reproducido con éxito un Gauguin en otra ocasión, un cuadro pequeño que se introdujo en el mercado libre y fue comprado sin más preguntas. ¿Podría hacerlo de nuevo? Cortés replicó que podría crear un Gauguin tan perfecto que el propio artista lloraría de la emoción. Klein le dio un anticipo de cinco mil libras para pagar el alquiler del estudio y lo dejó allí para que se pusiera manos a la obra, señalando solo que Cortés tenía mucho mejor aspecto que antes, pero que olía mucho peor.
A Cortés no le importó en lo más mínimo. El hecho de no bañarse durante dos días no representaba mayor problema cuando no se tenía compañía; y no afeitarse le parecía perfecto cuando no tenía a ninguna mujer que se quejara de la barba. Además, había redescubierto los clásicos del erotismo: saliva, mano e imaginación. Le bastaba. Un hombre podría acostumbrarse a vivir de esa manera: podría llegar a gustarle tener un poco de tripa, las axilas sudorosas y las pelotas también. No fue hasta llegado el fin de semana que comenzó a languidecer por la falta de otro entretenimiento que no fuera su propia imagen en el espejo del cuarto de baño. Durante el último año, ningún viernes ni sábado por la noche había estado exento de alguna reunión social en la que relacionarse con los amigos de Vanesa. Sus números seguían apareciendo en su agenda, a una llamada de teléfono de distancia, pero se resistía a establecer contacto. Sin importar lo mucho que los hubiera impresionado, eran los amigos de Vanessa, no los de él, así que habían tomado partido por ella en aquel fiasco.
Por lo que se refería a los suyos, a los amigos que tuviera antes de conocer a Vanesa, la mayoría se había esfumado. Formaban parte de su pasado y eran, al igual que muchos otros recuerdos, de lo más escurridizos. Mientras que las personas como Klein podían recordar sucesos que se remontaban a treinta años atrás con todo lujo de detalles, Cortés tenía dificultades pata acordarse de dónde y con quién estuvo hacía apenas diez años. Si se remontaba más tiempo atrás, su mente se quedaba en blanco por completo. Era como si su cerebro fuera proclive a conservar únicamente los detalles justos sobre su historia, de modo que el presente resultara verosímil. El resto quedaba descartado. Mantenía oculta esta extraña falibilidad a los ojos de casi todas las personas a quienes conocía, e inventaba algunos detalles solo si lo presionaban mucho. Tampoco le quitaba el sueño. Como no sabía lo que era tener un pasado, no lo echaba en falta. Y, por lo que pudo averiguar en sus charlas con los demás, a pesar de que la gente hablaba en confidencia sobre cómo había sido su infancia y su adolescencia, la mayor parte de esas cosas no eran más que rumores y conjeturas, y algunas puras invenciones.
Tampoco estaba solo en su ignorancia. Judith le había confesado una vez, borracha, que ella también tenía lagunas sobre su pasado, aunque después lo negara vehementemente cuando Cortés sacó de nuevo el tema a colación. De modo que, entre amigos perdidos y amigos olvidados, estaba más que solo aquel sábado por la noche, de modo que descolgó el teléfono con gratitud cuando este comenzó a sonar.
—Furia al habla —contestó. Se sentía como Furia esa noche. La línea no se había cortado, pero no obtuvo respuesta—. ¿Quién es? —preguntó. Siguió el silencio. Irritado, colgó el auricular.
Segundos más tarde, volvió a sonar.
—¿Quién coño es? —preguntó; y, esta vez, un hombre con acento impecable respondió, si bien lo hizo con otra pregunta.
—¿Hablo con John Zacharias?
A Cortés no solían llamarlo por ese nombre con demasiada frecuencia.
—¿Con quién hablo? —volvió a preguntar.
—Nos vimos en una sola ocasión. Es muy probable que no me recuerde. ¿Le suena de algo Charles Estabrook?
Algunas personas perduraban en su memoria más que otras. Estabrook era una de ellas. El hombre que había recogido a Jude cuando esta cayó de la cuerda floja. El clásico caballero inglés, procedente de una familia endogámica, miembro de la aristocracia menor, pomposo, condescendiente y…
»Me gustaría verlo, si fuera posible.
—No creo que tengamos nada que decirnos.
—Se trata de Judith, señor Zacharias. Un asunto que me obliga a mantener la más estricta confidencialidad y que, no obstante, es a la vez de la más extrema importancia, si bien no estoy seguro de poder hacer el suficiente hincapié en este detalle.
La enrevesada sintaxis desconcertó a Cortés.
—Suéltelo, entonces —dijo.
—No por teléfono. Me doy cuenta de que esta petición le llega sin previo aviso, pero le ruego que la considere.
—Ya lo he hecho. Y no, no me interesa reunirme con usted.
—¿Ni siquiera para regodearse?
—¿Sobre qué?
—Sobre el hecho de que la he perdido —respondió Estabrook—. Me ha dejado, señor Zacharias, tal y como lo dejó a usted. Hace treinta y tres días. —La precisión hablaba por sí sola. ¿Habría contado también los días? ¿Tal vez también los minutos?—. No tiene que venir a la casa si no lo desea. De hecho, para serle franco, preferiría que no lo hiciera.
Hablaba como si Cortés hubiera accedido a encontrarse con él, cosa que haría, a pesar de no haberlo dicho aún.
Sin duda, era cruel hacer que un hombre de la edad de Estabrook saliera en un gélido día y escalara una colina, pero Cortés sabía por propia experiencia que uno debía aprovechar todas las ocasiones que se presentaran para disfrutar. Además, Parliament Hill ofrecía una vista preciosa de Londres, incluso en un día de nubes bajas. El viento soplaba con fuerza y, como era habitual los domingos, la colina estaba llena de personas que iban a volar cometas; sus juguetes parecían caramelos de colores suspendidos en el cielo invernal. La caminata había dejado a Estabrook sin aliento, pero parecía contento de que Cortés hubiera escogido aquel lugar.
—Hacía años que no subía hasta aquí. A mi primera esposa le gustaba venir a este sitio para ver las cometas.
Sacó una petaca con
brandy
del bolsillo y se la ofreció en primer lugar a Cortés, que declinó el ofrecimiento.
»El frío te cala hasta la médula estos días. Uno de los inconvenientes de la edad. Todavía tengo que descubrir las ventajas. ¿Cuántos años tiene?
En vez de confesar que no lo sabía, Cortés respondió:
—Casi cuarenta.
—Parece más joven. De hecho, apenas ha cambiado desde la primera vez que nos conocimos. ¿Se acuerda? En la subasta. Estaba con ella. Yo no. Eso marcaba la diferencia entre nosotros. Con. Sin. Lo envidié aquel día como nunca he envidiado a otro hombre, por el mero hecho de tenerla a su lado. Más tarde, por supuesto, vi la misma expresión en el rostro de otros hombres…
—No he venido hasta aquí para escuchar esto —interrumpió Cortés.
—No, ya lo sé. Solo necesito hacer patente lo valiosa que era para mí. Considero los años que pasó conmigo como los mejores de mi vida. Aunque, obviamente, los mejores años no pueden ser eternos, ¿no es así? Porque, de serlo, ¿seguirían siendo los mejores? —Volvió a beber—. Sabe, ella nunca habló sobre usted. Intenté obligarla a que lo hiciera, pero dijo que lo había desterrado de su mente por completo. Dijo que lo había olvidado. Una estupidez, por supuesto.
—Yo me lo creo.
—No lo haga —añadió Estabrook con rapidez—. Usted era su más oscuro secreto.
—¿Por qué intenta dorarme la píldora?
—Es la verdad. Todavía lo amaba, incluso durante todo el tiempo que estuvo conmigo. Esa es la razón de esta charla. Porque yo lo sé y creo que usted también.
Ni una sola vez se había pronunciado el nombre de ella, como si se tratara de una especie de tabú. Era «ella», una mujer: un poder absoluto e invisible. Sus hombres parecían tener los pies bien plantados en el suelo, pero, en realidad, iban a la deriva como las cometas, atados a la realidad solo por su recuerdo.
»Hice algo terrible, John —dijo Estabrook. La petaca volvía a estar contra sus labios. Tomó varios sorbos antes de taparla y devolverla al bolsillo—. Y me arrepiento de todo corazón.
—¿El qué?
—¿Le importa que caminemos un poco? —propuso Estabrook a la par que lanzaba una mirada de soslayo a la gente de las cometas, que estaba demasiado lejos y demasiado absorta en sus cosas como para prestar atención a lo que decían. Sin embargo, no se sentiría cómodo para compartir sus secretos hasta que no pusiera el doble de distancia entre sus confesiones y los oídos de la gente. Cuando llegó el momento, habló sin rodeos—. No sé qué locura me poseyó —dijo—, pero hace poco contraté a alguien para que la matara.
—¿Que hizo qué?
—¿Se ha escandalizado?
—¿Qué cree usted? Por supuesto que sí.
—¿Sabe? No hay devoción más sublime que el deseo de poner fin a la existencia de otra persona antes que permitir que se aleje de nuestras vidas. El amor elevado a su máximo exponente.
—Eso es una asquerosidad.
—Sí, por supuesto, eso también. Pero no podía soportar… Sencillamente, no podía soportar… la idea de que siguiera con vida pero no estuviera conmigo… — Su declaración se hacía cada vez más ininteligible a medida que las palabras se convertían en lágrimas—. La quería tanto…
Los pensamientos de Cortés se centraron en la última conversación con Judith: la llamada con las interferencias desde Nueva York, que había terminado sin haber resuelto nada. ¿Sabría en aquel momento que su vida estaba en peligro? Si no era así, ¿estaría al tanto ahora? Por Dios, ¿estaba aún con vida? Aferró las solapas de Estabrook con la misma fuerza con la que el miedo lo aferraba a él.
—No me habrá traído aquí para decirme que está muerta…
—No. ¡No! —protestó sin hacer gesto alguno por liberarse de Cortés—. Contraté a un hombre y ahora quiero cancelar el trato.
—Pues hágalo —replicó Cortés al tiempo que soltaba el abrigo.
—No puedo.
Estabrook hurgó en sus bolsillos y sacó una hoja de papel. A juzgar por lo arrugado que estaba, lo había tirado para recuperarlo más tarde.
—Esto procede del hombre que me procuró al asesino —prosiguió—. Me la llevaron a casa hace dos noches. A todas luces, estaba borracho o drogado cuando la escribió, pero da a entender que esperaba estar muerto para cuando yo la recibiera. Supongo que tenía razón, ya que no se ha vuelto a poner en contacto conmigo desde entonces. Era mi única vía de comunicación con el asesino.
—¿Dónde conoció a este hombre?
—Fue él quien me localizó.
—¿Y el asesino?
—Me encontré con él en algún lugar al sur del río. No sé dónde. Estaba oscuro y yo estaba perdido. Además, no estará allí. Habrá ido detrás de ella.
—Avísela.
—Lo he intentado, pero rechaza mis llamadas. Ahora tiene otro amante. Es tan codicioso con ella como yo lo fui en mi tiempo. Mis cartas, mis telegramas…, me lo devuelven todo sin abrir. Pero no será capaz de mantenerla a salvo. El hombre al que contraté, se llama Pai…
—¿Qué es eso, algún tipo de código?
—No lo sé —respondió Estabrook—. Lo único que sé es que he hecho algo imperdonable y que tiene que ayudarme a deshacerlo. Debe ayudarme. Este hombre, Pai, es letal.
—¿Qué le hace creer que ella me recibirá a mí cuando a usted no ha querido verlo?
—No hay garantía alguna. Pero usted es un hombre más joven, está en forma y tiene cierta… experiencia con ¡a mente criminal. Tiene muchas más probabilidades que yo de lograr interponerse entre Pai y ella. Le daré dinero para que pague al asesino. Puede dárselo para que se olvide del trato. Pagaré lo que usted me pida. Soy rico. Solo avísela, Zacharias, y haga que vuelva a casa. No soportaría tener su muerte sobre mi conciencia.
—Un poco tarde para pensar eso.
—Intento redimirme en la medida de lo posible. ¿Trato hecho? —Se quitó el guante de piel para estrecharle la mano a Cortés.
—Me gustaría tener la carta de su contacto —pidió Cortés.
—Apenas tiene sentido —dijo Estabrook.
—Si en realidad está muerto y ella también muere, esa carta será una prueba, tanto si tiene sentido como si carece de él. Démela o no hay trato.
Estabrook se llevó la mano al bolsillo interior, como si fuera a sacar la carta; pero cuando la tocó con los dedos, dudó. A pesar de toda la palabrería acerca de tener la conciencia tranquila, acerca de que Cortés era el hombre ideal para salvarla, se sentía más que reacio a separarse de aquel trozo de papel.
—Ya me lo figuraba —dijo Cortés—. Quiere hacerme parecer culpable si la cosa va mal. Bueno, pues se puede ir a la mierda.
Le dio la espalda a Estabrook y comenzó a descender la colina. Estabrook lo siguió, sin dejar de gritar su nombre, pero Cortés no aminoró el paso. Dejaría que el hombre corriera.
—¡Está bien! —oyó a su espalda—. ¡De acuerdo, aquí la tiene! ¡Aquí la tiene!
Cortés redujo la marcha, pero no se detuvo. Cuando Estabrook lo alcanzó, estaba pálido por el esfuerzo.
»La carta es suya —dijo.
Cortés la cogió y se la metió en el bolsillo sin abrirla. Tendría tiempo de sobra para estudiarla durante el vuelo.