Chant aguardaba en el perímetro del campamento y sacó el sobre que contenía el dinero del bolsillo interior de su chaqueta. Pai lo aceptó sin preguntar ni dar las gracias, le dio la mano a Estabrook y dejó que los intrusos regresaran a la seguridad de su vehículo. Mientras se sentaba en el cómodo asiento de cuero, Estabrook se dio cuenta de que la mano que había estrechado la de Pai estaba temblando. Entrelazó los dedos con los de la otra mano con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos, y así los dejó durante el resto del viaje de vuelta a casa.
H
azlo por las mujeres del mundo
, rezaba la nota que sujetaba John
Furia
Zacharias.
Rebánate esa embustera garganta
.
Además de la nota, Vanessa y su cohorte (tenía dos hermanos que habían sido, con toda seguridad, los que la ayudaron a vaciar la casa) habían dejado sobre las tablas de madera del suelo un pulcro montón de cristales rotos, por si acaso se sentía lo bastante conmovido por su súplica como para acabar con su vida allí mismo. Contempló la nota en una especie de estupor; la leyó una y otra vez, buscando —en vano, por supuesto— un poco de consuelo. El papel estaba ligeramente arrugado bajo el garabato de su firma. ¿Habrían caído sus lágrimas allí mientras escribía su despedida?, se preguntaba. Un pequeño consuelo si ese fuera el caso, aunque más pequeña aún era la posibilidad de que así hubiera sucedido. Vanessa no era de las que lloraban. Y tampoco podía imaginarse que una mujer con sentimientos tan poco contradictorios lo despojara de sus posesiones de un modo tan exhaustivo. A decir verdad, ni la casa de Mews ni una sola pata de los muebles que contenía le pertenecían según la ley, pero habían elegido muchos de los objetos juntos: ella se valía de su ojo de artista y él del dinero de ella para comprar cualquier cosa que lo impresionara. Y ya no quedaba nada, ni una sola alfombra persa ni la más mínima lámpara
art déco
. El hogar que habían construido juntos y del que habían disfrutado durante un año y dos meses estaba totalmente desnudo. Y, de hecho, así estaba él también: desnudo hasta la médula de los huesos. No tenía nada.
No es que fuese catastrófico. Vanessa no había sido la primera mujer en ocuparse de sus preferencias por las camisas hechas a medida y los chalecos de seda…, y no sería la última. Aunque sí había sido la primera, la única que recordaba (ya que para Cortés el pasado tenía la costumbre de evaporarse una vez que pasaban, más o menos, diez años) que había conspirado para quitarle absolutamente todo en tan solo medio día. Había cometido un error evidente. Esa mañana se había despertado junto a Vanessa con una erección de la que ella había querido disfrutar y él, estúpidamente, la había rechazado pensando en la cita que tenía con Marline esa misma tarde. Cómo había descubierto Vanessa dónde descargaba sus pelotas era mera especulación. Lo había hecho y punto. Él había salido de casa a mediodía con la convicción de que la mujer que dejaba atrás lo adoraba, y había vuelto, cinco horas más tarde, para encontrarse la casa tal y como la veía entonces. Era capaz de ponerse sentimental en los momentos más inesperados. Como le sucedía en aquel instante, por ejemplo, mientras vagaba por las habitaciones vacías recogiendo los objetos que ella se había visto obligada a dejarle: su agenda, la ropa que se había comprado con su propio dinero en lugar de usar el de ella, sus gafas de repuesto, sus cigarrillos. No había amado a Vanessa, pero había disfrutado de los catorce meses que habían pasado juntos en ese lugar. Ella había dejado varios desechos más en el suelo del comedor, recuerdos de esa época: un manojo de llaves que jamás habían utilizado puesto que no sabían qué puertas abrían; el manual de instrucciones de una licuadora que él mismo había quemado haciendo margaritas; un envase de plástico de aceite para masajes… En definitiva, una colección patética; pero no era tan iluso como para creer que su relación había sido mucho más que la suma de todas esas partes. La pregunta era —ahora que todo había acabado—: ¿adónde iba a ir y qué podía hacer? Marline era una mujer casada de mediana edad; su marido era un banquero que pasaba tres días a la semana en Luxemburgo, lo que le dejaba tiempo para flirtear. Profesaba a Cortés un amor intermitente, pero no lo bastante profundo como para hacerle pensar que podría arrebatársela a su marido en el caso de que lo deseara, cosa que, por otra parte, no estaba en absoluto convencido de querer hacer. La había conocido ocho meses atrás (de hecho, la había conocido en una cena que celebraba William, el hermano mayor de Vanessa) y habían discutido en una sola ocasión, si bien había sido un intercambio muy esclarecedor. Ella lo había acusado de pasarse la vida mirando a otras mujeres; mirando, mirando como si estuviese a la busca de la siguiente conquista. Tal vez por el hecho de que no la quería demasiado, le había respondido con honestidad al decirle que estaba en lo cierto. Era un estúpido en lo referente a las mujeres. Se sentía enfermo en su ausencia y su compañía era como estar en el paraíso: un enamorado del amor. Ella le había contestado que, a pesar de que su obsesión parecía ser más saludable que la de su marido, que no era otra que el dinero y el modo de manipularlo, su comportamiento no dejaba de ser neurótico. ¿A qué se debía esa eterna persecución?, le había preguntado. Él le había contestado con alguna tontería acerca de la búsqueda de la mujer ideal, pero conocía la verdad, incluso mientras le soltaba todas esas gilipolleces, y la verdad era amarga. De hecho, demasiado amarga para expresarla con palabras. En resumen, la verdad era algo así: su vida no tenía sentido, estaba vacío y se sentía invisible a menos que una o más mujeres lo mimaran. Sí, sabía que tenía un rostro elegante, con una frente amplia, una mirada evocadora y unos labios tan bien moldeados que hasta una mueca de desprecio les sentaba bien; el problema era que necesitaba un espejo viviente que se lo recordara. Más aún, vivía con la esperanza de que uno de esos espejos encontrara algo detrás de su aspecto físico que solo otro par de ojos podría descubrir: una faceta oculta de su personalidad que lo liberara de Cortés.
Como era su costumbre cada vez que se sentía abandonado, fue a ver a Chester Klein, mecenas de las artes en distintos aspectos; un hombre que afirmaba que, gracias a los malditos abogados, había sido excluido de más biografías que cualquier otro desde Byron. Vivía en Notting Hill Gate, en una casa que había adquirido por una ridícula cantidad de dinero a finales de los cincuenta y que ahora rara vez abandonaba, afectado como estaba por la agorafobia o, como él prefería llamarlo, «por un miedo de lo más racional hacia cualquier persona a la que no pueda chantajear».
Se las arreglaba para prosperar desde su pequeño ducado, ocupado como estaba en un negocio que requería de unos cuantos contactos bien elegidos, de un olfato muy agudo para los cambios de tendencia en el mercado y de cierta habilidad a la hora de camuflar la satisfacción que le provocaban los logros conseguidos. En resumen, se dedicaba a las falsificaciones y andaba bastante escaso en lo que al último requerimiento se refería. Entre el pequeño círculo de sus amistades íntimas no faltaban quienes afirmaban que esa sería la causa de su caída, pero tanto estos como sus antecesores llevaban vaticinando lo mismo desde hacía tres décadas y Klein había prosperado más que cualquiera de ellos. Las celebridades a las que había entretenido a lo largo de los años —bailarines disidentes, espías menores, debutantes fanáticas, estrellas del rock con tendencias mesiánicas, obispos que hacían ídolos de los repartidores jovencitos— habían tenido su momento de gloria y después habían desaparecido. Pero Klein seguía en el candelero. Y, cuando en alguna que otra ocasión, su nombre aparecía mezclado en algún escándalo en el periódico o en una biografía autorizada, su imagen no era otra que la del santo patrón de las almas descarriadas.
Lo que lo llevaba allí no solo era la seguridad de que, al ser una de esas almas, Cortés sería bien recibido en la residencia de Klein. Jamás había sabido de una época en la que Klein no hubiera necesitado dinero para un chanchullo u otro, y eso significaba que siempre andaba escaso de pintores. En la casa de Ladbroke Grove, podía encontrarse más que simple comodidad: también había trabajo. Habían pasado once meses desde que hablara o viera a Chester por última vez, pero fue recibido con la misma efusividad de siempre antes de hacerlo pasar.
—¡Rápido! ¡Rápido! —exclamó Klein—. ¡
Gloriana
está en celo otra vez! —Se las arregló para estampar la puerta antes de que la obesa
Gloriana
, una de sus cinco gatas, escapara en busca de pareja—. ¡No fuiste lo bastante rápida, cariñito! —le dijo. La gata soltó un maullido a modo de queja—. La mantengo gorda para que no sea muy rápida —confesó—. Y, de ese modo, yo mismo no me siento tan gordinflón.
Se dio unas palmaditas en una barriga que había aumentado considerablemente desde la última vez que Cortés lo viese, y que estaba poniendo a prueba las costuras de la camisa que, al igual que el dueño, era muy florida y había conocido tiempos mejores. El hombre aún llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, con lazo y todo, y una cruz egipcia de la vida colgada del cuello mediante una cadena; pero bajo esa apariencia de niño
hippie
abandonado, era tan codicioso como una urraca. Hasta el vestíbulo en el que se abrazaban estaba saturado de objetos de colección: un perro tallado en madera, rosas de plástico en cantidades psicodélicas y calaveras de azúcar dispuestas en platos.
—¡Dios mío!, estás helado —le dijo a Cortés—. Y tienes un aspecto espantoso. ¿Quién te ha estado machacando?
—Nadie.
—Tienes ojeras.
—Es el cansancio, nada más.
Cortés se quitó el grueso abrigo y lo dejó en la silla situada junto a la puerta, consciente de que cuando regresara estaría calentito y lleno de pelos de gato. Klein ya estaba en el salón, sirviendo unas copas de vino. Siempre tinto.
—Espero que no te moleste la televisión —dijo—. Últimamente nunca la apago. El truco consiste en no subir el volumen. Es mucho más entretenido verla sin escucharla.
Aquella era una costumbre nueva, y bastante desconcertante. Cortés aceptó el vino y se sentó en un extremo del deformado sofá, donde era más fácil ignorar la atracción de la pantalla. Incluso allí, se sentía tentado.
—Bueno, Espurio mío —le dijo Klein—, ¿a qué desastre debo el honor de tu visita?
—No es un desastre, en realidad. Es solo que he pasado una mala racha. Necesito un poco de compañía que me alegre.
—Déjalas, Cortés —dijo Klein.
—¿Que deje qué?
—Ya sabes a qué me refiero. Al bello sexo. Déjalas. Yo lo he hecho y no veas qué alivio. Todas esas seducciones desesperadas… Todo ese tiempo malgastado pensando en la muerte para evitar correrte demasiado pronto… Te lo aseguro, parece que me haya quitado un peso de encima.
—¿Cuántos años tienes?
—La puta edad no tiene nada que ver. Dejé a las mujeres porque me estaban rompiendo el corazón.
—¿De qué corazón me estás hablando?
—Yo podría preguntarte lo mismo. Sí, tú gimoteas y te retuerces las manos y luego vas y vuelves a cometer los mismos errores. Es aburrido. Ellas son aburridas.
—Pues entonces, sálvame.
—¡Vaya! Ya llegamos al meollo de la cuestión.
—No tengo dinero.
—Ni yo.
—Pues consigamos algo juntos y así no tendré que volver a ser un hombre mantenido. Voy a regresar al estudio otra vez, Klein. Pintaré lo que necesites.
—El Espurio ha hablado.
—Ojalá dejaras de llamarme así.
—Es lo que eres. No has cambiado nada en ocho años. El mundo envejece pero el Espurio sigue siendo igual de perfecto, Y por cierto…
—Dame trabajo.
—No me interrumpas cuanto estoy cotilleando. Y por cierto, vi a Clem hace dos domingos. Me preguntó por ti. Está gordísimo. Y su vida sentimental es casi tan desastrosa como la tuya. Taylor es seropositivo. Te lo repito, Cortés, el celibato es lo mejor.
Bueno, pues dame trabajo.
—No es así de fácil. El mercado está muy flojo en este momento. Y, bueno, voy a decírtelo sin tapujos: tengo un nuevo niño prodigio. —Se puso en pie—. Déjame que te lo enseñe. —Condujo a Cortés a través de la casa en dirección al estudio—. El tío tiene veintidós años y te juro que, si tuviera algo de seso en la cabeza, sería un pintor excelente. Pero es como tú: tiene talento pero nada que decir.
—Gracias —respondió Cortés con acritud.
—Sabes que no digo más que la pura verdad.
Klein encendió la luz. Había tres lienzos en la habitación, todos sin marco. En uno se veía a una mujer desnuda al estilo de Modigliani. A su lado, un pequeño paisaje del estilo de Corot. Pero el tercero, el más grande de los tres, era el más brillante de todos. Una escena bucólica en la que aparecían un grupo de pastores ataviados al modo tradicional que contemplaban, sobrecogidos, el tronco de un árbol en el que había aparecido un rostro humano.
—¿Lo distinguirías de un Poussin auténtico?
—¿Está húmedo todavía? —preguntó Cortés.
—Qué ingenioso.
Cortés se acercó para examinar la pintura con más detenimiento. Pertenecía a un periodo que no conocía muy bien, pero del que sabía lo suficiente como para que el trabajo lo impresionara. El lienzo era de entramado muy fino y la pintura se extendía sobre él en unas cuidadosas y uniformes pinceladas; los tonos se habían ensalzado, al parecer, mediante veladuras.
—Minucioso, ¿verdad?
—Hasta el punto de resultar mecánico.
—Vaya, vaya, la envidia nos corroe…
—Lo digo en serio. Es demasiado perfecto para expresarlo con palabras. Si sacas esto al mercado se descubrirá el pastel. Ahora bien, el Modigliani es otra cuestión…
—No fue más que un ejercicio de técnica —explicó Klein—. No puedo vender eso. El tipo solo ha pintado una docena de cuadros. Mi apuesta es el Poussin.
—No lo hagas. Acabarán pillándote. ¿Te importa si bebo otra copa?
Cortés atravesó la casa de vuelta hacia el salón, seguido de un Klein que no dejaba de murmurar para sí mismo.
—Tienes buen ojo —dijo—. Pero eres muy informal. En cuanto encuentres a otra mujer, te irás detrás de ella.
—Esta vez no.
—Y yo no bromeaba con lo del mercado. No hay lugar para tonterías.
—¿Alguna vez has tenido problemas con uno de mis cuadros?