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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (2 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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No desearlo la posibilidad de regresar algún día, por supuesto, pero de momento, rodeado por la bruma y el sol de Los Angeles, me parece un mundo muy distante. Es extraordinario el modo en que acabas dividido cuando has crecido en un país y lo abandonas por otro. Para un escritor como yo, mucho más preocupado por los viajes hacia lo desconocido y por la melancolía y las dichas que proporcionan, el cambio ha demostrado ser una experiencia educativa.

Espero que estas líneas autobiográficas iluminen la historia que sigue a continuación, como también espero que parte de los sentimientos que me impulsaron a escribir esta novela permanezcan contigo cuando llegues a la última página. Cristo e Inglaterra no han abandonado mi corazón, por supuesto —y jamás lo harán—, pero escribir sobre un tema concreto crea una magia especial. Magnifica las pasiones que han inspirado la historia y, una vez el trabajo está concluido, las entierra; las aleja de la vista y de la mente para permitir que el escritor pueda trasladarse. Sigo soñando con Inglaterra de vez en cuando, y hace poco escribí acerca de Jesús caminando sobre las aguas de la metafísica en
Everville
, cuando le dice a Tesla Bombeck que «las vidas son las hojas del árbol de la historia». Pero jamás volveré a experimentar los mismos sentimientos que me acompañaron mientras escribía
Imajica
. Esas emociones tan especiales han desaparecido entre sus páginas para ser redescubiertas por cualquiera que desee encontrarlas. Si te apetece hacerlo, conviértelas en algo tuyo.

Clive Barker,
Los Angeles, 1994

Capítulo 1

L
a lección esencial de Pluthero Quexos, el más famoso dramaturgo del Segundo Dominio, afirmaba que en cualquier obra de ficción, sin importar lo ambicioso que fuera su propósito o la profundidad de su temática, solo había sitio para tres actores. Entre dos reyes que están en guerra, un pacificador; entre dos cónyuges que se adoran, un seductor o un niño. Entre gemelos, el espíritu de la matriz. Entre amantes, la Muerte. En el drama podrían aparecer muchos, por supuesto —miles, en realidad—, pero solo servirían como fantasmas, agentes o, en raras ocasiones, como reflejos de los tres seres reales y obstinados que constituían el centro de la trama. Y así sería incluso en el caso de que este trío básico no permaneciera intacto; o eso era lo que él enseñaba. El número podía menguar de forma continua a medida que se desarrollaba la historia: tres que se convierten en dos y dos que se convierten en uno, hasta que el escenario se quedaba vacío.

Ni que decir tiene que este dogma generaba bastante controversia. Los escritores de fábulas y comedias eran particularmente escandalosos a la hora de manifestar su desprecio y de recordarle al honorable Quexos que ellos siempre ponían fin a sus propias obras con una boda y un banquete. Él no se daba por aludido. Era impermeable a sus chanzas y les decía que estaban estafando a sus espectadores al quitarles lo que él llamaba «la última gran procesión», que tenía lugar cuando, después de que las canciones de boda hubieran sido entonadas y los bailes bailados, los personajes se adentraban en la oscuridad, llevándose con ellos su melancolía, y se encaminaban uno detrás de otro hacia el olvido.

Era una filosofía dura, pero afirmaba que era a la vez inmutable y universal, tan válida en el Quinto Dominio, llamado Tierra, como lo era en el Segundo.

Y, de forma más significativa, tan cierta en la vida como lo era en el arte.

Al ser un hombre de emociones contenidas, Charlie Estabrook tenía poca paciencia con el teatro. Era, en su franca y manifiesta opinión, un desperdicio de aliento: indulgencia, pamplinas y mentiras. Sin embargo, si algunos alumnos le hubieran recitado la Primera ley del drama según Quexos aquella fría noche de noviembre, hubiera asentido para luego decir: «las verdades dolorosas suelen ser las únicas verdaderas». Y esa era, precisamente, su experiencia. Tal y como afirmaba la ley de Quexos, su historia había comenzado con un trío: él mismo, John
Furia
Zacharias y, entre ellos, Judith. Aquella disposición no había durado mucho. Transcurridas pocas semanas desde la primera vez que viera a Judith, había conseguido sustituir a Zacharias en sus afectos y el tres se había convertido en un dichoso dos. Judith y él se habían casado y habían sido felices durante cinco años, hasta que, por razones que aún no comprendía, su felicidad se había venido abajo y el dos se había convertido en un uno.

Él era ese uno, por supuesto, y la noche lo había sorprendido sentado en la parte trasera de un coche en marcha que atravesaba las calles congeladas de Londres en busca de alguien que lo ayudara a terminar la historia. Tal vez no de la forma que a Quexos le hubiera gustado —el escenario no quedaría vacío del todo—, pero sí de una que aliviaría el dolor de Estabrook.

No estaba solo en su búsqueda. Esa noche tenía la compañía de un alma en la que no se podía confiar del todo: su conductor, guía y procurador, el ambiguo señor Chant. No obstante, a pesar de las muestras de empatía de Chant, este no era más que otro sirviente, satisfecho de servir a su patrón en tanto en cuanto recibiera puntualmente su paga. No comprendía la profundidad del dolor de Estabrook; era demasiado álgido, demasiado distante. Y Estabrook tampoco podía buscar ayuda en su linaje, a pesar de la longitud de su historia familiar. Si bien podía seguir la línea de sus ancestros hasta el reinado de Jacobo I, no había sido capaz de encontrar a un solo hombre en ese árbol de indecencias (ni siquiera en la más sangrienta de las raíces) que hubiera hecho, ya fuera por propia mano o por mediación de otros, lo que él, Estabrook, pensaba llevar a cabo esa noche: el asesinato de su esposa.

Cuando pensaba en ella (¿y cuándo no lo hacía?) se le secaba la boca y le sudaban las manos; suspiraba; se estremecía. Ahora ocupaba todos sus pensamientos, como un fugitivo procedente de un lugar más adecuado. Su piel no tenía imperfección alguna, siempre fría, siempre pálida; su cuerpo era largo, al igual que su cabello, como sus dedos, como su risa; y sus ojos… Dios, sus ojos tenían todas las tonalidades de las hojas a lo largo de las estaciones: los verdes gemelos de la primavera y mitad del verano; los dorados del otoño; y, cuando se enfurecía, el negro de la descomposición del pleno invierno.

Él era, por el contrario, un hombre corriente: no mal parecido, pero corriente. Había conseguido su fortuna con la venta de bañeras, bidés e inodoros, lo que había dejado poco espacio para la mística. De este modo, cuando posó por primera vez los ojos en Judith —ella estaba sentada tras un escritorio en la oficina de su contable, y su belleza resultaba realzada por el deprimente entorno—, su primer pensamiento fue:
quiero a esta mujer
; y el segundo:
ella no me querrá
. Sin embargo, Judith le hacía sentir un impulso básico que no había sentido con ninguna otra mujer. La cosa era bastante simple: sentía que ella le pertenecía; y si ponía todo su empeño en conseguirlo, podría ganársela. Su cortejo comenzó el día que se conocieron, con la primera de muchas muestras de cariño entregadas sobre su escritorio. No obstante, pronto comprendió que semejantes chucherías y halagos no lo ayudarían en su propósito. Ella se lo agradeció con educación, pero le dijo que no podía aceptarlos. Obediente, dejó de mandarle obsequios y, en cambio, comenzó a realizar una investigación sistemática sobre sus circunstancias. Había muy poco que saber. Vivía de forma sencilla, y su pequeño círculo de amistades era algo bohemio. Sin embargo, entre ese círculo descubrió a un hombre cuyo reclamo sobre la mujer precedía al suyo propio; alguien a quien ella, al parecer, adoraba. Ese hombre era John
Furia
Zacharias, conocido por todos como «Cortés», y tenía una reputación como amante que habría hecho que Estabrook se retirara de la lucha de no haber sido por esa extraña premonición que lo invadía. Decidió ser paciente y aguardar su oportunidad. Ya llegaría.

Entretanto, contemplaba a su amada desde la distancia y se las arreglaba para encontrarse con ella accidentalmente de vez en cuando, al tiempo que investigaba el pasado de su antagonista. De nuevo, había poco que saber. Zacharias era un pintor de poca monta, cuando no estaba viviendo de alguna de sus amantes, y un afamado disoluto. Estabrook tuvo una prueba irrefutable sobre este particular cuando, por casualidad, conoció al tipo. Cortés era tan guapo como sugerían los rumores, pero parecía, en opinión de Charlie, un hombre que se acabara de levantar de la cama tras una enfermedad. Había algo tosco en él —su cuerpo exudaba su esencia, su rostro delataba una especie de hambre tras su simetría— que le daba un aspecto atormentado.

Tres o cuatro días después de ese primer encuentro, Charlie se enteró de que su amada se había separado de ese hombre en medio de un enorme dolor y de que necesitaba tiernos cuidados. Él se mostró presto a proporcionárselos; y ella recibió el consuelo de su devoción con una facilidad que sugería que los sueños de posesión de Estabrook estaban bien fundados.

Por supuesto, los recuerdos de ese triunfo se habían venido abajo cuando ella se marchó, y ahora era él quien tenía esa expresión hambrienta y anhelante que viera por primera vez en el rostro de la Furia. A él no le sentaba tan bien como a Zacharias. El suyo no era un rostro hecho para hechizar. A los cincuenta y seis años aparentaba sesenta o más, y sus rasgos eran tan sólidos como parcos eran los de Cortés, tan pragmáticos como enjutos los del otro hombre. Su única concesión a la vanidad era el elegante bigote rizado que crecía bajo su nariz patricia, para ocultar un labio superior que él siempre había considerado escasamente atractivo en su juventud y resaltar, en cambio, el labio inferior en detrimento de la barbilla.

En aquel momento, mientras atravesaba las oscuras calles, echó un vistazo a ese rostro que se reflejaba en la ventana y lo estudió con aflicción. ¡Menudo farsante había resultado ser! Se ruborizó al pensar con cuánto descaro se había paseado cuando llevaba a Judith del brazo; cómo había bromeado acerca de que ella lo amaba por su pulcritud y por su gusto a la hora de elegir bidés. Las mismas personas que habían escuchado esas bromas se reían ahora con todas sus ganas, lo consideraban un hombre ridículo. Eso le resultaba insoportable. La única forma que conocía de aliviar el sufrimiento de su humillación era castigarla por el crimen que había cometido al dejarlo.

Frotó la palma de la mano contra el cristal de la ventanilla y echó un vistazo fuera.

—¿Dónde estamos? — le preguntó a Chant.

—Al sur del río, señor.

—Sí, ¿pero dónde?

—En Streatham.

A pesar de que había conducido por esa zona en muchas ocasiones (tenía un almacén en ese barrio), no reconocía nada. La ciudad jamás le había parecido más extraña y menos acogedora.

—¿Qué sexo crees tú que tiene la ciudad de Londres? —musitó.

—Nunca me he parado a pensarlo —respondió Chant.

—Una vez fue una mujer —continuó Estabrook—. Uno llama a una ciudad «ella», ¿verdad? Pero ya no parece muy femenina.

—Volverá a ser una dama en primavera —replicó Chant.

—No creo que la aparición de unos cuantos crocos en Hyde Park vaya a suponer mucha diferencia —dijo Estabrook—. El encanto ha desaparecido. —Suspiró—. ¿Cuánto queda?

—Puede que otro kilómetro y medio.

—¿Estás seguro de que tu hombre estará allí?

—Por supuesto.

—Has hecho esto muchas veces, ¿no es cierto? Lo de ser intermediario, quiero decir. Cómo lo llamaste… ¿suministrador?

—Sí, desde luego —dijo Chant—. Lo llevo en la sangre.

Esa sangre no era del todo inglesa. La piel y la sintaxis de Chant portaban las huellas de la inmigración. Pero Estabrook había llegado a confiar un poco en él, a pesar de todo.

—¿No sientes curiosidad sobre todo este asunto? —le preguntó al hombre.

—No es asunto mío, señor. Usted paga por el servicio y yo se lo proporciono. Si usted desea contarme sus motivos…

—Tal y como están las cosas, no.

—Lo comprendo. Entonces sería inútil que sintiera curiosidad, ¿no le parece?

Eso era bastante cierto, pensó Estabrook. No desear lo que no se podía obtener sin duda simplificaba mucho las cosas. Tal vez debiera aprender el truco para hacer eso antes de cumplir más años; antes de que deseara un tiempo del que ya no podría disponer. Y no es que exigiera mucho en lo que se refería a las satisfacciones, la verdad. No se había mostrado sexualmente insistente con Judith, por ejemplo. De hecho, había obtenido un enorme placer con el mero hecho de mirarla mientras la poseía cuando hacían el amor. Esa visión lo había atravesado, había conseguido que fuera ella quien lo penetrara sin darse cuenta siquiera, convirtiéndolo a él en el penetrado. Quizá sí lo sabía, ahora que lo pensaba. Quizás había huido de su pasividad, de la facilidad con la que se desenvolvía bajo el aguijón de su belleza. Si era así, Estabrook lograría hacer que desapareciera su repugnancia con el asunto de esa noche. De ese modo, al contratar a un asesino le demostraría su valía. Y al morir, ella comprendería su error. Esa idea lo reconfortó. Se permitió esbozar una pequeña sonrisa que se desvaneció en cuanto sintió que el coche aminoraba la marcha y vislumbró, a través de la empañada ventana, el lugar al que lo había llevado el suministrador.

Una pared de láminas onduladas de hierro se alzaba ante él, cubierta en toda su longitud con pintadas. Más allá, visible a través de los huecos allí donde el hierro había sido atravesado y empujado, dejando unas rebabas irregulares, había un depósito de chatarra en el que estaban aparcadas algunas caravanas. Al parecer, aquel era su destino.

—¿Es que te has vuelto loco? —dijo al tiempo que se inclinaba hacia delante para agarrar el hombro de Chant—. Aquí no estamos seguros.

—Le prometí al mejor asesino de Inglaterra, señor Estabrook, y está aquí. Confíe en mí, está aquí.

Estabrook soltó un gruñido de furia y frustración. Había esperado un encuentro clandestino (ventanas con cortinas y puertas cerradas), no un campamento gitano. Aquello era demasiado público y demasiado peligroso a la vez. ¿No sería la ironía perfecta que lo asesinaran en mitad de una reunión con un asesino?

Se recostó sobre el crujiente cuero de su asiento y dijo:

—Me has decepcionado.

—Le prometo que este hombre es un individuo de lo más extraordinario —dijo Chant—. No hay nadie en toda Europa que pueda comparársele ni remotamente. Ya he trabajado antes con él.

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