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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (3 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—¿Te importaría nombrar a las víctimas?

Chant se giró para mirar a su patrón y, con un leve tono de reprimenda, le dijo:

—Yo no he hecho averiguaciones que pongan en peligro su intimidad, señor Estabrook. Por favor, no las haga usted conmigo.

Estabrook soltó un gruñido de reproche.

»¿Preferiría que regresáramos a Chelsea? —continuó Chant—. Puedo encontrarle a otra persona. No tan bueno, quizá, pero el ambiente sería más agradable.

A Estabrook no le pasó desapercibido el sarcasmo de Chant, ni pudo evitar darse cuenta de que no debería haber entrado en aquel juego si tenía la esperanza de permanecer tan inocente como un recién nacido.

—No, no —dijo—. Ya que estamos aquí, tendremos que verlo. ¿Cómo se llama?

—Solo lo conozco como Pai.

—¿Pai? ¿Pai qué más?

—Solo Pai.

Chant salió del coche y abrió la puerta de Estabrook. Una ráfaga de aire gélido penetró en el interior, llevando algunos copos de aguanieve. El invierno se presentaba muy crudo ese año. Subiéndose el cuello del abrigo para cubrirse la nuca e introduciendo las manos en las acogedoras profundidades de sus bolsillos, Estabrook siguió a su guía a través de un hueco en la pared de láminas onduladas. El viento traía el penetrante olor de la madera que ardía en una fogata casi consumida que había entre las caravanas; por no mencionar el olor de la grasa rancia.

—Manténgase cerca de mí —le advirtió Chant—, camine con rapidez y no demuestre mucho interés. Estas personas son muy reservadas.

—¿Qué está haciendo tu hombre aquí? —quiso saber Estabrook—. ¿Acaso lo busca la policía?

—Usted dijo que quería a alguien que no pudiese ser rastreado. «Invisible» fue la palabra que utilizó. Pai es ese hombre. No consta en ningún tipo de archivo. Ni en el de la policía ni en el de la Seguridad Social. Ni siquiera tiene partida de nacimiento.

—Eso lo encuentro bastante improbable.

—Estoy especializado en lo improbable —replicó Chant.

Hasta ese intercambio de palabras, la violencia contenida de la mirada de Chant nunca había incomodado a Estabrook, pero lo hizo en ese momento, motivo por el cual decidió no mirar al hombre directamente a los ojos. ¿Cómo era posible, en los tiempos que corrían, que alguien llegara a la edad adulta sin aparecer en un archivo en alguna parte? De todas formas, le intrigaba la idea de encontrarse con un hombre que creía que no constaba en ningún sitio. Asintió para que Chant continuara la marcha y juntos avanzaron sobre el suelo mugriento y mal iluminado.

Había basura por todas partes: armazones esqueléticos de coches oxidados; montones de desperdicios podridos cuyo hedor no disminuía ni siquiera con el frío e innumerables restos de hogueras apagadas. La presencia de intrusos había despertado cierta atención. Un perro con más razas en su sangre que pelos en el lomo echaba espuma por la boca mientras les ladraba desde el extremo de su cuerda; las cortinas de muchas de las caravanas fueron retiradas por espectadores ocultos entre las sombras; dos niñas recién entradas en la adolescencia, ambas con el pelo tan largo y rubio que parecía que hubieran sido bautizadas con oro (una belleza improbable en semejante lugar), se levantaron de su lugar junto al fuego: una para correr a alertar a los guardias y la otra para observar a los recién llegados con una sonrisa a medio camino entre lo angelical y lo estúpido.

—No los mire —lo reprendió Chant mientras caminaba con rapidez, pero Estabrook no podía evitarlo.

Un albino con
rastas
blancas había salido de uno de los camiones con la chica rubia a la zaga. Al ver a los extraños, soltó un grito y se encaminó hacia ellos.

En aquel momento, se abrieron dos puertas más y otras personas salieron de las caravanas, pero Estabrook no tuvo oportunidad de ver quiénes eran ni si estaban armados, ya que Chant dijo de nuevo:

—Limítese a caminar, no mire. Nos dirigimos a la caravana que tiene un sol pintado. ¿La ve?

—La veo.

Faltaban unos veinte metros para llegar. El de las
rastas
estaba dando órdenes a diestro y siniestro, la mayoría de ellas incoherentes, pero que con seguridad pretendían conseguir que se detuvieran al momento. Estabrook le echó un vistazo a Chant, que caminaba con la vista fija en su destino y los dientes apretados. El sonido de los pasos se hizo más evidente tras ellos. No tardarían en recibir un golpe en la cabeza o un navajazo en las costillas.

—No vamos a conseguirlo —dijo Estabrook.

A unos diez metros de la caravana, con el albino casi encima, se abrió la puerta delantera y se asomó una mujer vestida con una bata y con un niño en brazos. Ira pequeña y parecía tan frágil que uno se preguntaba cómo podía soportar el peso del niño, que había empezado a berrear en cuanto sintió el frío. El dolor que reflejaban sus quejas hizo que sus perseguidores entraran en acción. Rastas agarró el hombro de Estabrook y lo frenó en seco. Chant, como el desgraciado cobarde que era, no aminoró el paso ni un ápice, sino que se dirigió a grandes zancadas hacia la caravana mientras Estabrook se veía obligado a girar para enfrentarse al albino. Esa era la peor de sus pesadillas: tener que enfrentarse con unos tipos tiñosos y llenos de marcas de viruela como aquellos, que no tenían nada que perder si lo destripaban allí mismo. Mientras Rastas lo sujetaba con fuerza, otro hombre con brillantes incisivos de oro dio un paso adelante y abrió el abrigo de Estabrook para después vaciar sus bolsillos con la rapidez de un ilusionista. Aquello no era una simple cuestión de profesionalidad. Querían terminar sus asuntos antes de que los detuvieran.

Mientras la mano del carterista sacaba el billetero de su víctima, una voz llegó desde la caravana que había a las espaldas de Estabrook:

—Deja en paz al señor. Es real.

Fuera lo que fuese lo que significaba aquello último, la orden se obedeció de inmediato, pero el ladrón ya se había metido la cartera de Estabrook a toda prisa en el bolsillo y se había apartado con las manos en alto para demostrar que estaban vacías. Tampoco parecía muy acertado tratar de recuperar el billetero, a pesar de que quien había hablado (Pai, presumiblemente) acababa de extender su protección a su invitado. Estabrook se apartó de los ladrones, con los pies y el bolsillo más ligeros, pero contento de poder hacerlo.

Al girarse, vio a Chant junto a la puerta de la caravana, que estaba abierta. La mujer, el niño y el hombre que había hablado ya habían entrado.

—No le han hecho daño, ¿verdad? —preguntó Chant.

Estabrook echó un vistazo sobre el hombro para mirar a los gamberros, que se habían retirado hacia la fogata con la más que probable intención de repartir el botín a la luz del fuego.

—No —dijo—. Pero será mejor que vayas a vigilar el coche o no dejarán más que la carrocería.

—Primero me gustaría presentarle…

—Limítate a vigilar el coche —lo interrumpió Estabrook, y sintió cierta satisfacción al mandar a Chant de vuelta a la tierra de nadie que había entre aquel lugar y el perímetro de la zona—. Puedo presentarme yo mismo.

—Como quiera.

Chant se marchó y Estabrook subió los escalones de la caravana. Lo saludaron un aroma y un sonido, ambos dulces. Habían estado pelando naranjas y la fragancia se dispersaba en el ambiente del mismo modo que la nana que alguien tocaba con una guitarra. El músico, un hombre negro, estaba sentado en el extremo más alejado, en un lugar en penumbra junto a un niño que dormía. El bebé yacía al otro lado, sin dejar de emitir suaves gorgoteos en una sencilla cuna, con sus brazos regordetes levantados como si quisiera atrapar la música que flotaba en el aire con sus diminutas manos. La mujer estaba sentada a la mesa que había al otro extremo del vehículo, recogiendo las cascaras de naranja. Todo el interior estaba marcado por la misma pulcritud con la que ella realizaba su tarea, todas y cada una de las superficies estaban limpias y relucientes.

—Usted debe de ser Pai —dijo Estabrook.

—Por favor, cierre la puerta —dijo el hombre que tocaba la guitarra. Estabrook así lo hizo—. Y siéntese. ¿Theresa? ¿Hay algo para el caballero? Debe de tener frío.

La taza de porcelana con
brandy
que colocaron frente a él le pareció ambrosía. Se la bebió de dos tragos, y Theresa volvió a llenarla de inmediato. Bebió de nuevo con la misma rapidez, solo para que volvieran a llenarle la taza. Para cuando Pai hubo terminado de dormir a los niños con su música y se levantó para unirse a su invitado en la mesa, el licor había provocado un agradable zumbido en la cabeza de Estabrook.

En toda su vida, Estabrook solo había conocido a otros dos hombres negros. Uno era el gerente de una empresa de baldosas de Swindon; el otro, un compañero de su hermano. A ninguno de ellos había querido conocerlo mejor. Pertenecía a una época y a una clase social que, incluso a las dos de la madrugada, se alimentaba de los restos del colonialismo, y el hecho de que aquel hombre tuviese sangre negra (y suponía que otras muchas más) era otro punto en contra a tener en cuenta en lo referente al buen juicio de Chant. Y aun así, quizá por el
brandy
, encontraba al tipo que tenía enfrente bastante intrigante. Pai no tenía el rostro de un asesino. No poseía unos rasgos desapasionados, sino inquietantemente vulnerables; incluso (aunque Estabrook jamás habría expresado esta idea en voz alta) hermosos. Pómulos altos, labios carnosos, ojos rasgados. Su cabello, una mezcla de negro y rubio, caía al estilo italiano sobre sus hombros en anudadas y abundantes trenzas. Parecía mayor de lo que Estabrook habría esperado, dada la edad de los niños. Quizá solo tuviera treinta, pero su expresión cargaba con algún que otro exceso y el color sepia de su piel apenas ocultaba una enfermiza iridiscencia, como si hubiera un tinte mercurial en sus células. Aquello hacía que fuera difícil fijar la mirada en él, sobre todo para unos ojos ahogados en
brandy
, y el más mínimo movimiento de su cabeza producía sutiles olas sobre sus huesos; olas cuya espuma aportaba a su piel unos colores que Estabrook no había visto en persona alguna en toda su vida.

Theresa los dejó con el fin de que trataran sus asuntos, y se retiró para sentarse a un lado de la cuna. En parte como muestra de deferencia hacia los durmientes, y en parte debido a su reparo a decir en alto lo que tenía en mente, Estabrook comenzó a hablar entre susurros.

—¿Le ha dicho Chant por qué estoy aquí?

—Por supuesto —dijo Pai—. Quiere que alguien muera. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de su camisa vaquera y le ofreció uno a Estabrook, que declinó la oferta con un gesto de la cabeza—. Esa es la razón por la que está aquí, ¿no?

—Sí —replicó Estabrook—. Pero…

Me mira y piensa que no soy el adecuado para hacerlo —lo interrumpió Pai. Se llevó el cigarrillo a los labios—. Sea honesto.

—No es usted exactamente como me lo imaginaba —contestó Estabrook.

—Bien, eso es bueno — dijo Pai mientras encendía el cigarrillo—. Si hubiera sido lo que usted imaginaba, parecería un asesino y usted diría que resultaba demasiado obvio.

—Tal vez.

—Si no quiere contratarme, no pasa nada. Estoy seguro de que Chant puede encontrarle a otra persona. Si quiere contratarme, entonces será mejor que me diga qué es lo que necesita.

Estabrook observó cómo el humo se elevaba hasta los ojos grises del asesino y, antes de que pudiera evitarlo, estaba contándole su historia; las reglas que había trazado para aquel encuentro quedaron olvidadas. En lugar de interrogar al hombre con todo detalle, de ocultar su propia biografía para que el otro tuviese los menos datos posibles sobre su persona, vomitó su tragedia con todos y cada uno de los poco halagüeños detalles. En varias ocasiones estuvo a punto de detenerse, pero se sentía tan bien librándose de esa carga que dejó que su lengua desafiara su buen juicio. El otro hombre no interrumpió su letanía ni una vez, y Estabrook recordó que había alguien más vivo en el mundo esa noche, aparte de él mismo y su confesor, solo cuando unos golpes en la puerta, que anunciaban el regreso de Chant, detuvieron el flujo de sus palabras. Y, para entonces, el cuento había terminado.

Pai abrió la puerta, pero no dejó entrar a Chant.

—Caminaremos hasta el coche cuando hayamos terminado —le dijo al conductor—. No tardaremos mucho. —A continuación, cerró la puerta y regresó a la mesa—. ¿Quiere otro trago? —preguntó.

Estabrook declinó la oferta, pero aceptó un cigarrillo y continuaron con la charla; Pai le hizo preguntas detalladas sobre el paradero y los movimientos de Judith, y Estabrook le proporcionó las respuestas en tono monocorde. A la postre, el tema del pago. Diez mil libras, a pagar en dos veces: la primera mitad, al aceptar el encargo; la segunda, después de haberlo llevado a cabo.

—Chant tiene el dinero —dijo Estabrook.

—¿Nos ponemos en marcha, entonces?

Antes de salir de la caravana, Estabrook echó un vistazo a la cuna.

—Tiene unos hijos preciosos —dijo mientras salían al frío de la noche.

—No son míos —replicó Pai—. Su padre murió hará un año estas Navidades.

—Una tragedia —dijo Estabrook.

—Fue rápido —añadió Pai, que miró de reojo a Estabrook y confirmó con la mirada la sospecha de que él era quien había convertido a los niños en huérfanos—. ¿Está seguro de que quiere que la mujer acabe muerta? —dijo Pai—. Las dudas son malas en negocios como este. Si existe la más mínima duda en su interior…

—No hay ninguna —señaló Estabrook—. Vine aquí para encontrar a un hombre que matara a mi esposa. Usted es ese hombre.

—Aún la ama, ¿verdad? —preguntó Pai una vez que estuvieron fuera y de camino al coche.

—Por supuesto que la amo —confirmó Estabrook—. Por eso la quiero muerta.

—No existe la resurrección, señor Estabrook. Al menos, no para usted.

—No soy yo quien va a morir —respondió Charlie.

—Yo creo que sí —fue la respuesta. Estaban junto a la fogata, ahora desocupada—. Un hombre que mata aquello que ama muere también un poco. De eso no hay duda, ¿verdad?

—Si muero, pues muero —contestó Estabrook—. Siempre que ella lo haga primero. Me gustaría que fuera lo más rápido posible.

—Ha dicho que ella está en Nueva York. ¿Quiere que la siga hasta allí?

—¿Conoce la ciudad?

—Sí.

—Entonces hágalo allí y que sea rápido. Me encargaré de que Chant le proporcione dinero extra para pagar el vuelo. Y eso es todo. No volveremos a vernos de nuevo.

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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