Habían sido muy meticulosos al envolverla. Ni siquiera habían dejado un mechón de cabello o una uña al descubierto. Jude sobrevoló el cuerpo para estudiarlo. Eran casi complementarias: como cuerpo y esencia, separados eternamente; con la salvedad de que ella sí tenía un cuerpo al que regresar. Al menos, eso esperaba. Tenía la esperanza de que una vez realizado aquel estrafalario peregrinaje, y después de ver la reliquia de la pared, se le permitiera regresar a su piel tintada. A pesar de todo, algo seguía reteniéndola en aquel lugar. No eran ni la oscuridad ni las paredes, sino la sensación de que quedaba algún asunto pendiente. ¿Sería necesaria algún tipo de veneración por su parte? Y en ese caso, ¿qué tenía que hacer? Carecía de rodillas para prosternarse, y lo mismo se podría decir de sus labios para recitar hosannas. No podía inclinarse. No podía tocar la reliquia. ¿Qué más le quedaba? A menos que (y que Dios la ayudara) se metiera en esa cosa.
En el momento en que ese pensamiento tomó forma, supo que esa era la razón por la que había acabado en aquel lugar. Se había desprendido de su carne para entrar en esa prisionera del ladrillo, la cuerda y la putrefacción, en un cuerpo triplemente envuelto del que bien podría no salir nunca. Aquella idea le revolvía el estómago, pero no había llegado tan lejos para abandonar en ese momento tan solo porque aquel rito final la incomodara en demasía. Incluso si pudiera desafiar a las fuerzas que la habían llevado hasta allí y regresar a su casa y a su cuerpo en contra de la voluntad de esas fuerzas, ¿dejaría alguna vez de preguntarse a qué aventura le había dado la espalda? No era una cobarde: entraría en la reliquia y afrontaría las consecuencias.
Dicho y hecho. Su mente se lanzó hacia las cuerdas y se deslizó entre sus hebras para alcanzar el cuerpo. Había anticipado oscuridad, pero se encontró con luz en el interior; el contorno de las vísceras del cuerpo estaba claramente delineado por el brillo azulado que había llegado a reconocer como el color de todo aquel misterio. No había ni inmundicia ni corrupción. La fuente de la espiritualidad de aquel lugar, supuso, se parecía más a una catedral que a un tanatorio. No obstante, al igual que le ocurriría a una basílica, hacía mucho tiempo que su esencia estaba muerta. La sangre no corría por sus venas, el corazón no latía, los pulmones no inhalaban aire. Desplegó su mente sobre aquella anatomía inmóvil para comprobar sus dimensiones. La mujer muerta había sido voluminosa en vida, con caderas anchas y busto generoso. Sin embargo, el vendaje se había clavado en su plenitud, distorsionando las curvas de su cuerpo. Qué horribles últimos momentos habría pasado allí tendida, ciega en aquella inmundicia, mientras escuchaba cómo se erigía, ladrillo a ladrillo, su mausoleo. ¿Qué clase de crimen habría cometido para que se la condenara a semejante muerte?, se preguntó Jude. ¿Y quiénes habrían sido sus ejecutores, las personas que habían construido esa pared? ¿Habrían cantado mientras trabajaban? ¿Se habrían apagado sus voces a medida que colocaban los ladrillos? ¿O se habrían mantenido en silencio, avergonzados de su propia crueldad?
Había muchas cosas que hubiese querido saber, pero no iba a recibir ninguna respuesta. Terminó su viaje de la misma manera en que lo había empezado: con miedo y confusión. Ya era hora de salir de la momia y volver a casa. Deseó salir de aquel cuerpo azulado. Para su horror, no sucedió nada. Seguía atada a aquel lugar, prisionera dentro de otra prisionera. Que Dios la ayudara, ¿qué había hecho? Obligándose a no sucumbir a un ataque de pánico, concentró su mente en el problema y se imaginó la celda que había al otro lado de los vendajes, así como la pared que había atravesado sin esfuerzo alguno, los amantes y el pasillo que conducía a cielo abierto. Sin embargo, imaginarlo no fue suficiente. Había permitido que la abrumara la curiosidad y había desplegado su espíritu sobre el cadáver, y ahora este reclamaba el espíritu como propio.
Sintió que la inundaba la ira y dejó que se manifestara. Era una parte de ella tan reconocible como la nariz en su cara; necesitaba todo su ser, cada detalle, para darle fuerzas. Si hubiera tenido su propio cuerpo, se habría sonrojado en cuanto su corazón acompasara sus latidos al ritmo de su furia. Incluso le pareció escucharlo (el primer sonido del que fuera consciente desde que dejara la casa) latiendo desaforado. No era producto de su imaginación. Podía oírlo en el cuerpo que la rodeaba, en el temblor que recorrió el organismo que tanto tiempo llevaba inerte mientras su rabia lo devolvía a la vida. En la sala del trono de su cabeza, una mente dormida se despertó y se dio cuenta de la invasión.
Para Jude, el momento en que aquella mente desconocida (aunque dulcemente familiar) rozó la suya fue un exquisito instante de conciencia compartida. Acto seguido, fue expulsada por la psique despierta. Oyó un grito de pánico a su espalda, un sonido proveniente de la mente más que de la garganta, que la siguió mientras salía de la celda, a través del muro, más allá de los amantes (sacados de su interludio por la suciedad que cayó sobre ellos) hacia el exterior y la lluvia, hacia una noche que ya no era azul, sino negra como la boca de un lobo. El alarido de terror de la mujer la acompañó todo el camino de regreso a su casa, donde, para su inmenso alivio, la esperaba su propio cuerpo en la habitación iluminada por velas. Se deslizó en él con facilidad y permaneció en el centro de la estancia durante un par de minutos, sollozando, hasta que comenzó a temblar de frío. Buscó un camisón y se lo puso; mientras lo hacía, se dio cuenta de que sus muñecas y codos ya no estaban manchados. Fue al cuarto de baño y se miró en el espejo. Su rostro también estaba limpio.
Sin dejar de temblar, volvió a la sala de estar para buscar la piedra azul. Había un agujero considerable allá donde el impacto había roto la escayola de la pared. La piedra en sí no había sufrido daños y se encontraba en el suelo, frente a la chimenea. No la recogió. Ya había tenido bastante de aquel delirio por una noche. Evitando su funesta mirada lo mejor que pudo, la cubrió con un cojín. Al día siguiente pensaría en algo para deshacerse de esa cosa. Esa noche necesitaba contarle a alguien lo que le había sucedido antes de que ella misma lo pusiera en duda. Alguien lo bastante loco como para no descartar de buenas a primeras su relato; alguien que ya tuviera cierta fe. Cortés, por supuesto.
H
acia la medianoche, el ruido del tráfico que llegaba hasta el estudio de Cortés había quedado reducido prácticamente al silencio. Cualquiera que tuviese planeado asistir a una fiesta esa noche ya habría llegado al lugar de la celebración. Todos estarían muy ocupados bebiendo, discutiendo o entregados al arte de la seducción, decididos, mientras celebraban, a obtener en el año venidero lo que el anterior les había negado. Feliz en su soledad, Cortés estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas; tenía una botella de
bourbon
entre ellas y estaba rodeado por los lienzos que se apoyaban sobre los muebles. La mayoría de ellos estaba en blanco, pero eso lo ayudaba a meditar, ya que el futuro también se presentaba así.
Llevaba sentado allí unas dos horas, rodeado por el vacío y sin dejar de beber de la botella, de modo que necesitaba vaciar la vejiga. Se levantó y fue al cuarto de baño, usando la luz del salón para no tener que enfrentarse a su propio reflejo. Mientras sacudía las últimas gotas en el inodoro, la luz se apagó. Se subió la cremallera y volvió al estudio. La lluvia azotaba los cristales, pero las farolas de la calle proporcionaban luz suficiente para ver que la puerta del descansillo de las escaleras estaba ligeramente abierta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
El silencio se adueñó de la habitación por un momento e, instantes después, distinguió una forma recortada contra la ventana y el olor de algo quemado y frío asaltó su nariz. ¡El hombre del silbido!
¡Dios mío, me ha encontrado!
El miedo lo hizo moverse con rapidez. Salió de su estado de estupor y corrió hacia la puerta. Habría conseguido atravesarla y bajar los escalones si no hubiera estado a punto de atropellar al perro que esperaba obedientemente al otro lado. Al verlo, el animal movió el rabo con alegría y así detuvo su huida. El tipo del silbido no era un amante de los perros. Entonces, ¿quién estaba en su salón? Se dio la vuelta y alargó el brazo para encender la luz, pero escuchó la inconfundible voz de Pai'oh'pah segundos antes de encontrar el interruptor.
—Por favor, no lo hagas. Prefiero la oscuridad.
El dedo de Cortés se alejó del interruptor y su corazón se aceleró, pero en esa ocasión por un motivo muy diferente al miedo.
—¿Pai? ¿Eres tú?
—Sí, soy yo —fue la respuesta—. He oído que querías verme, me lo ha dicho un amigo tuyo.
—Creía que estabas muerto.
—Estaba con los muertos. Con Theresa y los niños.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—Tú también perdiste a alguien —dijo Pai'oh'pah.
Parecía razonable que un interludio semejante tuviera lugar en la oscuridad: era preferible mantener entre sombras una conversación sobre la tumba y sobre los corderos que esta había reclamado.
»Estuve con los espíritus de mis hijos durante un tiempo. Tu amigo me encontró en ese lugar de lamentación, me habló y me dijo que querías volver a verme. Eso me sorprendió, Cortés.
—Tanto como a mí me sorprende que hablaras con Taylor —contestó Cortés, si bien no debía sorprenderle después de la charla que habían tenido—. ¿Es feliz? —le preguntó, consciente de que la pregunta podría parecer una frivolidad, pero necesitaba saberlo.
—Ningún espíritu es feliz —respondió Pai—. No hay liberación para ellos, ni en este Dominio ni en ningún otro. Frecuentan los portales con la esperanza de poder atravesarlos, pero no hay lugar alguno al que puedan marcharse.
—¿Por qué?
—Esa pregunta ha sido formulada durante generaciones, Cortés. Y se ha quedado sin respuesta. Cuando era niño me enseñaron que, antes de que el Invisible penetrara en el Primer Dominio, había un lugar allí donde recibían a todos los espíritus. En aquella época, mi gente vivía en ese Dominio y vigilaba ese lugar, pero el Invisible expulsó tanto a mi pueblo como a los espíritus.
—¿Y los espíritus no tienen ahora un lugar adonde ir?
—Exacto. Su número aumenta, a la par que su sufrimiento.
Pensó en Taylor, tumbado en su lecho de muerte, soñando con la liberación del último vuelo hacia lo Absoluto. Y, en lugar de eso, si creía lo que le contaba Pai, su espíritu había acabado en un lugar lleno de almas perdidas a las que se les negaba tanto la carne como la revelación. ¿Qué precio tenía la comprensión en esos momentos, cuando el final de todo era el limbo?
—¿Quién es ese Invisible? —preguntó Cortés.
—Hapexamendios, el Dios de Imajica.
—¿También es un dios de este mundo?
—Lo fue en una ocasión. Pero abandonó el Quinto Dominio, atravesó los otros mundos y arrojó a la basura a sus divinidades hasta que alcanzó la Esfera de los Espíritus. Una vez allí, cubrió ese Dominio con un velo…
—Y se convirtió en el Invisible.
—Eso fue lo que me enseñaron.
La formalidad y la simpleza del relato de Pai'oh'pah conferían veracidad a la historia; pero, a pesar de toda su elegancia, no dejaba de ser un cuento sobre dioses y otros mundos que quedaba muy lejos de esa habitación oscura y de la fría lluvia que se deslizaba por los cristales.
—¿Cómo puedo saber si todo esto es cierto? —preguntó Cortés.
—No lo sabrás, a menos que lo veas con tus propios ojos —contestó Pai'oh'pah. Su voz había adquirido un tono sensual. Hablaba del mismo modo en que lo haría un seductor.
—¿Y cómo lo hago?
—Hazme preguntas directas y yo intentaré responderlas. No puedo contestar preguntas tan ambiguas.
—De acuerdo, contéstame a esto: ¿puedes llevarme a los Dominios?
—Puedo hacerlo.
—Quiero seguir los pasos de Hapexamendios. ¿Puedo?
—Podemos intentarlo.
—Quiero ver al Invisible, Pai'oh'pah. Quiero saber por qué Taylor y tus hijos están en el Purgatorio. Quiero entender por qué están sufriendo.
En esa última ocasión, no se formuló pregunta alguna, por lo que no obtuvo más respuesta que la respiración agitada de Pai.
»¿Puedes hacerlo ahora? —preguntó Cortés.
—Si eso es lo que deseas…
—Es lo que deseo, Pai. Demuéstrame que lo que has dicho es cierto, o déjame de una vez y para siempre.
Faltaban dieciocho minutos para las doce de la noche cuando Jude se metió en su coche, dispuesta a ir a casa de Cortés. El trayecto no entrañó dificultad alguna ya que apenas había tráfico, y en varias ocasiones estuvo tentada de saltarse algún que otro semáforo; pero la policía estaba especialmente atenta en noches como esa y cualquier infracción los habría sacado de su escondite. Aunque no había ni gota de alcohol en su organismo, no estaba muy segura de estar libre de otras influencias extrañas. Por tanto, condujo con tanto cuidado como si fuera pleno día y tardó quince minutos en llegar al estudio. Cuando lo hizo, se encontró con que las luces estaban apagadas. ¿Habría decidido Cortés olvidar las penas entregándose a una noche alocada?, se preguntó. ¿O estaría ya dormido? Si se trataba de esto último, las noticias que traía bien se merecían que lo despertara.
—Hay ciertas cosas que debes entender antes de que nos marchemos —le advirtió Pai al tiempo que unía las muñecas de ambos, la derecha de uno con la izquierda del otro, con la ayuda de un cinturón—. No es un viaje agradable, Cortés. Este Dominio, el Quinto, no está reconciliado, lo que significa que entrar al Cuarto supone un riesgo. No es como cruzar un puente. Atravesarlo requiere un poder considerable. Y si algo sale mal, las consecuencias serán inmediatas.
—¿Qué es lo peor que puede suceder?
—Entre los Dominios reconciliados y el Quinto hay un lugar llamado el In Ovo. Es un lugar etéreo en el que son retenidos los seres que se han aventurado a dejar sus mundos. Algunos de ellos son inocentes y están allí por accidente. Sin embargo, otros fueron enviados allí en cumplimiento de una sentencia y son letales. Espero que podamos pasar a través del In Ovo antes de que alguno de ellos perciba siquiera nuestra presencia. Pero si nos separásemos…
—Ya me hago una idea. Será mejor que aprietes ese nudo. Podría aflojarse.
Pai se afanó en la tarea mientras Cortés intentaba ayudarlo en la oscuridad.
»Supongamos que conseguimos atravesar el In Ovo —dijo Cortés—, ¿qué hay al otro lado?