Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (31 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—Dímelo mientras bajamos —dijo Cortés, ansioso por contemplar a los desconocidos de abajo más de cerca.

—Como quieras. —Comenzaron el descenso—. Soy un místico; mi nombre es Pai'oh'pah. Eso ya lo sabes. Pero no conoces mi género.

—Puedo hacerme una idea —señaló Cortés.

—¿Ah, sí? —dijo Pai con una sonrisa—. ¿Y qué es lo que crees?

—Eres andrógino. ¿Me equivoco?

—En parte es cierto.

—Pero tienes talento para el ilusionismo. Pude comprobarlo en Nueva York.

—No me gusta la palabra «ilusionismo». Me hace parecer un farsante, y no lo soy.

—¿Entonces qué?

—En Nueva York tú deseabas a Judith, y eso fue lo que viste. Fue tu invención, no la mía.

—Pero tú me seguiste el juego.

—Porque quería estar contigo.

—¿Y ahora estás haciendo lo mismo?

—No te estoy engañando, si es a eso a lo que te refieres. Lo que ves es lo que soy para ti.

—¿Y para las demás personas?

—Puede que sea algo diferente. Un hombre, en algunas ocasiones. Una mujer en otras.

—¿Podrías ser blanco?

—Puedo conseguirlo durante un breve instante, poco más. Pero si hubiera tratado de meterme en tu cama a la luz del día, te habrías dado cuenta de que no era Judith. O si hubieses estado enamorado de una niña, o de un perro…, no podría haber adoptado esa forma, salvo si… —la criatura miró alrededor de Cortés— me encontrara en circunstancias muy particulares.

Cortés luchó contra esa idea; las cuestiones biológicas, filosóficas y libidinosas le llenaban la cabeza. Se detuvo un momento y se giró hacia Pai.

—Déjame decirte lo que veo —dijo—. Solo para que lo sepas.

—Está bien.

—Si pasara a tu lado por la calle creo que pensaría que eres una mujer… — Ladeó la cabeza—, aunque puede que no. Supongo que dependería de la luz y de lo deprisa que caminaras. —Se echó a reír—. Vaya, mierda —dijo—. Cuanto más te miro, más cosas veo; y cuantas más cosas veo…

—… menos comprendes.

—Exacto. No eres un hombre, eso está bastante claro. Pero… —Sacudió la cabeza—. ¿Te estoy viendo tal y como eres en realidad? Me refiero a si esta es la versión original.

—Por supuesto que no. Hay distintas y extrañas versiones en nuestro interior. Ya lo sabes.

—No, hasta ahora no lo sabía.

—No podemos ir demasiado desnudos por el mundo; desilusionaríamos a los demás.

—Pero tú eres así…

—Por el momento.

—Por si te sirve de algo, me gusta —dijo Cortés—. No sé qué te diría si te viera por la calle, pero giraría la cabeza. ¿Qué te parece?

—¿Qué más podría pedir?

—¿Me encontraré a otros como tú?

—A algunos, quizá —respondió Pai—. Pero los místicos no son comunes. El nacimiento de uno es motivo de grandes celebraciones por parte de mi gente.

—¿Quién es tu gente?

—Los eurhetemec.

—¿Estarán ahí? —preguntó Cortés mientras señalaba el campamento de abajo.

—Lo dudo. Pero seguro que hay alguno en Yzordderrex. Tienen un kesparate allí.

—¿Qué es un kesparate?

—Un distrito. Mi gente tiene una ciudad dentro de la ciudad. O, al menos, así era en otro tiempo. Han pasado doscientos veintiún años desde la última vez que estuve allí.

—¡Dios mío! Pero, ¿cuántos años tienes?

—Unos ciento diez más. Sé que suena un poco raro, pero el tiempo obra muy despacio en la carne tocada por los lances.

—¿Los lances?

—Los hechizos mágicos. Lances, lacras, ecos. Obran sus milagros incluso en una puta como yo.

—¡Venga ya! —exclamó Cortés.

—Claro que sí. Eso es otra cosa que deberías saber sobre mí. Me dijeron, hace mucho tiempo, que debía pasar mi vida como puta o como asesino, y eso es lo que he hecho.

—Puede que hasta ahora sí. Pero ya se acabó.

—¿Y qué seré a partir de ahora?

—Mi amigo —dijo Cortés sin vacilar.

El místico sonrió.

—Gracias por eso.

La ronda de preguntas terminó ahí, y juntos descendieron colina abajo.

—No muestres demasiado interés por nada —le advirtió Pai cuando se aproximaron al borde de aquella conurbación improvisada—. Finge que ves este tipo de cosas todos los días.

—Eso va a resultar un poco difícil —predijo Cortés.

Como así fue. Caminar a través de los estrechos espacios que separaban las chabolas era como atravesar una zona en la que el propio aire tenía cometidos evolutivos y respirar significaba, por tanto, cambiar. Un centenar de ojos diferentes los observaban a través de puertas y ventanas; un centenar de extremidades de formas distintas trajinaba con las tareas del día (cocinar, acunar, trasplantar, confabular, encender hogueras, pactar tratos y hacer el amor), y todas se vislumbraban durante un instante tan breve que, después de un rato, Cortés se obligó a apartar la mirada y a contemplar el sendero embarrado sobre el que caminaban con el fin de evitar sobrecargar su mente con tal profusión cíe imágenes. También había olores: fragantes, empalagosos, amargos y dulces; y sonidos que lograron que le estallara la cabeza y se le revolvieran las tripas.

No había experimentado nada en toda su existencia hasta la fecha, ni dormido ni despierto, que lo hubiera preparado para aquello. Había estudiado las obras cumbre de los grandes pintores (había pintado un Goya pasable en una ocasión y, en otra, había vendido un Ensor por una pequeña fortuna), pero la diferencia entre la pintura y la realidad era muy grande, un abismo cuya medida no había podido, por definición, conocer hasta ese momento, cuando lo rodeaba la otra mitad de la ecuación. Aquel no era un lugar inventado, y sus habitantes no eran criaturas resultantes de algún experimento. Era completamente independiente de cualquier tipo de referencia: un lugar en y por él mismo.

Cuando levantó la vista de nuevo, desafiando el asalto de lo desconocido, agradeció que Pai y él estuviesen en ese momento en un barrio ocupado por seres de apariencia más humana, aunque también allí había sorpresas. Lo que había parecido un niño de tres piernas se colocó de un salto en mitad de su camino solo para mirar hacia atrás con un rostro tan reseco como un cadáver en el desierto; su tercera pierna era un rabo. Una mujer sentada en un portal, cuyo compañero le trenzaba el cabello, se colocó mejor la ropa cuando Cortés miró en su dirección, pero no con la suficiente rapidez como para ocultar el hecho de que un segundo consorte, con la piel de un arenque y un ojo que ocupaba toda la superficie de su cráneo, estaba arrodillado frente a ella mientras escribía jeroglíficos en su vientre con la afilada palma de su mano. Cortés escuchó un montón de idiomas diferentes, aunque el inglés parecía ser la lengua más utilizada, si bien con un acento muy marcado o degenerado por la anatomía labial del hablante. Algunos parecían cantar su entonación; otros, vomitarla.

Sin embargo, la voz que los llamó desde una de las transitadas callejuelas que había a su derecha podría haberse escuchado en cualquier calle de Londres: un vociferador de acento cerrado y pomposo que les exigió que se detuvieran donde estaban. Los dos giraron la cabeza hacia él. La multitud se había dividido para permitir que quien había hablado y su comitiva de tres seguidores pudieran pasar sin dificultad.

—Hazte el tonto —murmuró Pai mientras el tipo de acento fuerte, una gárgola con sobrepeso, calvo salvo por un ridículo mechón de caracolillos grasientos, se aproximaba.

Vestía con elegancia, con unas brillantes botas negras hasta la rodilla y una chaqueta amarillo canario profusamente bordada, según lo que Cortés imaginaba que sería la moda del momento en Patashoqua. Lo seguía un hombre vestido de un modo mucho menos llamativo; este llevaba un ojo cubierto con un parche hecho de plumas de la cola de un pájaro escarlata, como si quisiera rememorar con ese color el momento de su mutilación. Sobre los hombros llevaba a una mujer vestida de negro, cuya piel estaba formada por escamas plateadas y que portaba un bastón en sus diminutas manos, con el que daba golpecitos en la cabeza de su montura para instarle a que acelerara el paso. Un poco más atrás, se encontraba el más extraño de los cuatro.

—Un
nullianac
—escuchó murmurar a Pai.

No necesitaba preguntar si eran buenas o malas noticias. La criatura en sí misma era su mejor estandarte y anunciaba peligro. Su cabeza se asemejaba a unas manos en actitud orante, con los pulgares hacia el frente y coronados con unos ojos de langosta; el hueco entre las palmas era lo bastante ancho como para que se viese el cielo a través de él, pero de forma intermitente, ya que unos arcos de energía saltaban de un lado a otro a intervalos. Era, sin duda, la criatura más espantosa que Cortés hubiera visto jamás. Si Pai no le hubiera sugerido que obedeciesen la orden y se detuvieran, Cortés habría echado correr en aquel mismo instante, antes de que el nullianac se acercara un paso más a ellos.

El hombre de acento marcado se había detenido y en aquel momento se dirigió de nuevo a ellos:

—¿Qué es lo que os trae a Vanaeph? —quiso saber.

—Solo estamos de paso —respondió Pai; a Cortes le pareció que semejante respuesta no era muy imaginativa.

—¿Quiénes sois? —exigió saber el hombre.

—¿Quiénes sois vosotros? —contraatacó Cortés.

La montura del parche en el ojo resopló y consiguió que le dieran un golpe en la cabeza por su comportamiento.

—Loitus Hammeryock —replicó el tipo.

—Me llamo Zacharias —dijo Cortés—, y este es…

—Casanova —intervino Pai, cuyo comentario mereció una mirada interrogante de Cortés.

—¡Bestial! —dijo la mujer—. ¿Hablas glosa?

—Por supuesto que hablo glosa —contestó Cortés.

—Ten cuidado —susurró Pai a su lado.

—¡Bien! ¡Bien! —continuó la mujer, y procedió a decirles (en una lengua que era dos cuartas partes inglés, o una variante al menos, una cuarta parte latín y la parte restante algún dialecto del Cuarto Dominio que consistía en chasqueos de la lengua y castañeteos de los dientes) que todos los extranjeros de aquella ciudad, Neo Vanaeph, tenían que registrar sus orígenes e intenciones antes de que se les concediera la entrada e, incluso, el permiso para partir. A pesar de su ruinosa apariencia, Vanaeph no era una pocilga sin leyes, al parecer, sino un municipio con un estricto control policial, y aquella mujer (que se presentó a sí misma como la pontífice Farrow entre aquel frenesí de términos) era una de las autoridades principales del lugar.

Una vez que hubo acabado, Cortés dirigió una mirada confundida a Pai. Aquello se complicaba por momentos. Del discurso de la pontífice se deducía, sin lugar a dudas, una amenaza de ejecución inminente si no respondían a sus preguntas a su plena satisfacción. El verdugo de aquella comitiva no era difícil de localizar: el de la cabeza orante, el nullianac, que esperaba en la retaguardia a la espera de órdenes.

—Así pues —dijo Hammeryock—, necesitamos algún tipo de identificación.

—No tengo ninguna —informó Cortés.

—¿Y tú? —le preguntó al místico, que también negó con la cabeza.

—Espías —siseó la pontífice.

—No, solo somos… turistas —dijo Cortés.

—¿Turistas? —repitió Hammeryock.

—Hemos venido a ver los monumentos de Patashoqua. —Se giró hacia Pai en busca de apoyo—. Sean cuales sean.

—Las tumbas del Vehemente Loki Lobb… —dijo Pai, que sin duda recitaba las glorias que Patashoqua tenía para ofrecer—, y Merrow Ti' Ti'.

Aquello sonó como música en los oídos de Cortés. Fingió una radiante sonrisa de entusiasmo.

—¡Merrow Ti' Ti'! —exclamó—. ¡Desde luego! No me perdería Merrow Ti' Ti' ni por todo el té de China.

—¿China? —preguntó Hammeryock.

—¿He dicho China?

—Eso has hecho.

—Quinto Dominio —murmuró la pontífice—. Espías del Quinto Dominio.

—Debo oponerme enérgicamente a semejante acusación —dijo Pai'oh'pah.

—Y lo mismo —dijo una voz a las espaldas del acusado— debo hacer yo.

Tanto Pai como Cortés se giraron para ver a un individuo escabroso y con barba, vestido con lo que podría describirse (siendo magnánimo) como poco menos que harapos y que guardaba el equilibrio sobre una pierna mientras se quitaba la mierda incrustada en el talón de su otro zapato con un palo.

»Es la hipocresía lo que me revuelve el estómago, Hammeryock —dijo, con una expresión que traslucía su naturaleza engañosa—. Vosotros dos pontificáis — continuó, sin dejar de observar a los dos objetivos de sus juegos de palabras mientras hablaba— acerca de mantener las calles libres de los indeseables, ¡pero no hacéis nada con las cagadas de perro!

—Esto no es asunto tuyo, Acaro Bronco —dijo Hammeryock.

—Vaya, claro que lo es. Estos son amigos míos y los insultáis con vuestras calumnias e insinuaciones.

—¿Amigos has dicho? —murmuró la pontífice.

—Sí, señora. Amigos. Algunos de nosotros todavía conocemos la diferencia entre una conversación y una diatriba. Tengo amigos con los que charlo e intercambio ideas. ¿Recuerda lo que son las ideas? Es lo que hace que la vida merezca la pena.

Hammeryock no podía ocultar su incomodidad al escuchar cómo se dirigían a su señora, pero quienquiera que fuera el tal Acaro Bronco, ostentaba la suficiente autoridad para silenciar cualquier objeción ulterior.

—Queridos míos —les dijo a Cortés y a Pai—, ¿partimos ya para mi casa?

Como gesto de despedida, lanzó el palo en dirección a Hammeryock; el objeto aterrizó en el barro que había entre las piernas del hombre.

—Limpia esto, Loitus —dijo Acaro Bronco—. No queremos que el Autarca se resbale en la mierda, ¿verdad?

A continuación, las dos comitivas siguieron caminos diferentes; Acaro condujo a Pai y a Cortés fuera del laberinto.

—Querríamos agradecerle lo que ha hecho por nosotros —dijo Cortés.

—¿El qué? —le preguntó el hombre mientras apartaba de una patada a una cabra que se había colocado en su camino.

—Que nos haya sacado de ese lío —replicó Cortés—. Ahora podemos seguir con nuestro camino.

—Pero tenéis que venir conmigo —dijo Acaro Bronco.

—No hay ninguna necesidad.

—¿Necesidad? ¡Es lo más necesario del mundo! ¿Acaso no tengo razón? —le preguntó a Pai—. ¿Es o no es necesario?

—A decir verdad, nos beneficiaríamos bastante de tus instintos —dijo Pai—. Aquí somos extranjeros. Los dos. —El místico hablaba con un curioso estilo artificioso, como si quisiera decir algo más pero no pudiera—. Necesitamos que nos reeduquen —dijo.

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