El poder que lo había atrapado desapareció de súbito. Sin embargo, la criatura no tuvo tanta suerte. Con los brazos aún extendidos para atrapar el mundo que quizá sus ojos habían contemplado antes de desintegrarse junto a la cabeza, cayó al suelo y el líquido azul negruzco de sus entrañas se extendió sobre el mosaico. Pero aun así, ciego y con las entrañas abiertas, su cuerpo se negaba a morir. Seguía moviéndose de un lado a otro, como las víctimas del
grand mal.
Dowd pasó junto a ella y se acercó al lugar de partida con pasos precavidos, por temor a que aún quedaran reminiscencias del flujo; sin embargo, al no encontrar ninguna, sacó un arma del bolsillo interno de su chaqueta y, tras buscar un punto vulnerable en la masa informe que se revolvía junto a sus pies, disparó. Los movimientos del anulador se hicieron más lentos, hasta que acabaron por detenerse. Con un profundo suspiro, Dowd se alejó del cuerpo y regresó junto a Jude.
—No debería estar aquí —le dijo—. No debería haber contemplado esto.
—¿Por qué no? Sé adónde han ido.
—Vaya, ¿de verdad? —preguntó al tiempo que alzaba una ceja en un gesto burlón—. ¿Y dónde es, si puede saberse?
—A Imajica —le contestó, como si el nombre le resultara del todo familiar, por más que todavía le pareciera asombroso.
El hombre esbozó una leve sonrisa, aunque Jude no pudo asegurar si se debía a la aprobación o a una actitud sutilmente irónica. Dowd la observaba; parecía disfrutar con el escrutinio al que ella lo sometía, confundiéndolo, tal vez, con simple admiración.
—¿Y cómo es que sabe de la existencia de Imajica? —inquirió.
—¿Acaso no es del conocimiento de todo el mundo?
—Creo que usted sabe más que el resto —contestó—. Aunque no estoy muy seguro de cuánto más es eso.
Ella representaba un enigma para el hombre, sospechaba Jude, y mientras lo siguiera siendo podría encontrar una actitud amigable en él.
—¿Cree que lo han conseguido? —le preguntó ella.
—¿Quién sabe? El anulador puede haber arruinado su viaje al intentar acompañarlos. Tal vez no hayan llegado a Yzordderrex.
—Entonces, ¿dónde están?
—En el In Ovo, por supuesto. En algún lugar entre este Dominio y el Segundo.
—¿Y cómo regresarán?
—Muy sencillo —contestó—. No lo harán.
Así pues, esperaron. O, más bien, ella esperó mientras observaba cómo el sol desaparecía tras los árboles moteados por las bandadas de grajos para ser sustituido por las primeras estrellas que comenzaban a brillar en el cielo. Dowd se mantuvo ocupado con los cadáveres de los anuladores; los arrastró hasta el exterior de la capilla y, tras hacer una sencilla pira con madera seca, los quemó. No demostró la más mínima preocupación por el hecho de que ella lo estuviera observando todo. Tal vez quisiera darle una lección o lanzarle una advertencia. El hombre parecía haber asumido que ella formaba parte del mundo secreto del que procedían tanto él como los anuladores; un mundo que no estaba encorsetado por las leyes y las reglas de moralidad que ataban al resto del universo. Al ser testigo de lo ocurrido y hacerse pasar por una experta conocedora de los asuntos de Imajica, Jude se había convertido en cómplice. Ya no había marcha atrás. No podría regresar con sus amigos, no podría retomar la vida que había llevado hasta entonces. Ahora pertenecía a ese mundo secreto, en la misma medida en que ese mundo secreto le pertenecía a ella.
En realidad, no sería tan grave si Godolphin regresaba. Él podría ayudarla a encontrar el camino a través de todos los misterios. Si no lo hacía, las consecuencias serían menos apetitosas. El hecho de estar obligada a soportar la compañía de Dowd, por la simple razón de que ambos fueran un par de exiliados, le iba a resultar insoportable. Acabaría por marchitarse y morir. Pero claro, si Godolphin no regresaba a su vida, ¿qué más daba morir? Había recorrido el camino del éxtasis a la desesperación en tan solo una hora. ¿Era mucho pedir que el péndulo volviera a oscilar hacia el otro extremo antes de que acabara el día?
El frío era un añadido más a sus miserias y, puesto que no tenía otra fuente de calor, se acercó a la pira, preparándose para retroceder en caso de que el hedor o la imagen fueran demasiado ofensivos. Había esperado que oliera igual que la carne quemada, pero el humo resultaba casi aromático y las formas que el fuego rodeaba eran irreconocibles. Dowd le ofreció un cigarrillo que ella aceptó y encendió con una ramita que había saltado del borde de la pira.
—¿Qué tipo de seres eran? —le preguntó mientras observaba los restos.
—¿No ha oído hablar de los anuladores? —preguntó él a su vez—. Son las más ínfimas de las criaturas. Yo mismo los traje del In Ovo, y eso que no soy ningún maestro. Eso debería darle una idea de lo pardillos que son.
—Cuando olisqueó el viento…
—Sí, fue enternecedor, ¿no es cierto? —dijo Dowd—. Olió Yzordderrex.
—Quizá naciera allí.
—Es muy posible. He oído decir que proceden del deseo colectivo, pero no es cierto. Son hijos de la venganza. Nacen de aquellas mujeres que se abren camino por sí solas.
—¿Y abrirse camino en solitario está mal?
—Para las de tu sexo no solo está mal: está absolutamente prohibido.
—Entonces, si una mujer infringe la ley, ¿la dejan embarazada como venganza?
—Exacto. No se puede abortar a un anulador, ya ve. Son estúpidos, pero luchan hasta en el vientre de sus madres. Y matar a una criatura que ha nacido de sus entrañas va en contra del código de una mujer. Por eso, con el fin de librarse de ellos, pagan a alguien que los arroje al In Ovo. Son capaces de sobrevivir allí mucho más que cualquier otra criatura. Se alimentan de cualquier cosa que encuentran, incluso de sus semejantes. Y, a la larga, si tienen suerte, alguien los invoca y acaban en este Dominio.
Le quedaban muchas cosas que aprender, pensó Jude. Tal vez debería cultivar la amistad de Dowd, por poco encanto que este tuviese. El hombre parecía disfrutar cada vez que alardeaba de sus conocimientos y, cuanto más conociera acerca de ese otro mundo, más preparada estaría cuando llegase el momento de cruzar el portal hacia Yzordderrex. Estaba a punto de preguntar a Dowd acerca de esa ciudad cuando una bocanada de viento procedente de la capilla arrojó una nube de chispas entre ellos.
—Ya vuelven —dijo ella, y comenzó a andar hacia el edificio.
—Tenga cuidado —le aconsejó Dowd—. Puede que no sean ellos.
La advertencia cayó en saco roto. Jude corrió hasta la puerta y la alcanzó al tiempo que la olorosa brisa veraniega desaparecía. El interior de la capilla estaba envuelto en las sombras, pero pudo distinguir una figura en el centro del mosaico. Se tambaleó hacia ella, con la respiración entrecortada. La luz del fuego lo iluminó en cuanto estuvo a dos metros de Jude. Era Oscar Godolphin, que taponaba con la mano la hemorragia que tenía en la nariz.
—Ese cabrón… —dijo.
—¿Dónde está?
—Muerto —contestó sin más—. Tuve que hacerlo, Judith. Estaba loco. Dios sabe qué podría haber dicho, o hecho… —Le tendió el brazo a Jude—. ¿Me ayudas? Estuvo a punto de romperme la nariz, joder.
—Yo lo ayudaré —dijo Dowd con actitud celosa.
Pasó junto a Jude al tiempo que se sacaba un pañuelo del bolsillo para colocarlo sobre la nariz de Oscar. Este lo apartó de un empellón.
—Sobreviviré —dijo Godolphin—. Vámonos a casa.
Habían salido de la capilla y Oscar estaba contemplando el fuego.
—Los anuladores —explicó Dowd.
Oscar miró a Judith de soslayo.
—¿Te ha obligado a mirarlo mientras hacía la pira? —le preguntó—. Lo siento mucho. —Devolvió la vista a Dowd, sin ocultar su irritación—. Ese no es modo de tratar a una dama —lo reprendió—. Tendremos que hacerlo mejor en el futuro.
—¿Qué quiere decir?
—Se viene a vivir con nosotros. ¿Verdad, Judith?
Ella dudó un instante, tan fugaz que fue casi vergonzoso, antes de contestar.
Satisfecho con la respuesta, Oscar siguió contemplando la pira.
—Vuelve mañana —escuchó Jude que ordenaba a Dowd—. Esparce las cenizas y entierra los huesos. Tengo un pequeño libro de oraciones que me dio Pecador. En él encontraremos algo apropiado para la ocasión.
Mientras hablaba, Judith se dedicó a observar las tinieblas que envolvían la capilla e intentó imaginarse el camino que unía el lugar donde se encontraba en esos momentos con la ciudad del otro lado, el lugar del que partiera esa brisa tan seductora. Algún día iría a esa ciudad. Había perdido a un marido en el intento, pero, desde la nueva perspectiva en la que se encontraba, la pérdida resultaba insignificante. Sus sentimientos habían alcanzado un orden nuevo, cimentado en el mismo instante en que viera a Oscar Godolphin. No sabía con certeza qué importancia adquiriría el hombre en su vida, pero tal vez pudiese persuadirlo de que la dejara acompañarlo al otro lado, algún día, muy pronto.
Ansiosa como estaba por recrear en su imaginación los misterios que yacían tras el velo del Quinto Dominio, la mente de Jude jamás habría podido conjurar la realidad de semejante travesía, a pesar de toda su pasión. Movida por las pocas pistas que Dowd le había proporcionado, se imaginaba el In Ovo como una especie de tierra baldía donde los anuladores colgaban como hombres ahogados en unas profundas zanjas que llegaban hasta el fondo del mar, mientras que unas criaturas que jamás verían el sol se arrastraban hacia ella, su camino iluminado por su propia y verdosa luminiscencia. Pero los habitantes del In Ovo excedían cualquier tipo de rareza que pudiera encontrarse en las profundidades del océano. Tenían formas y apetitos que jamás habían sido expuestos en libro alguno. Llevaban siglos consumidos por la ira y la frustración.
Y las escenas que Judith se había imaginado al otro lado de esa prisión también eran muy diferentes a las que podría encontrarse en realidad. Si hubiera viajado en el Expreso de Yzordderrex, no habría llegado al centro de una ciudad veraniega, sino a un sótano enmohecido donde se alineaban los alijos de amuletos y petrificaciones de Pecador. Para poder llegar al aire libre, Judith habría tenido que subir las escaleras y atravesar la casa. Una vez en la calle, habría visto satisfechas algunas de sus expectativas. El aire era cálido y lleno de aromas pungentes, y el cielo era brillante. Pero la luz que provenía de encima de su cabeza no era la de un sol, sino la de un cometa que paseaba su gloria por el cielo del Segundo Dominio. Si hubiera podido contemplarlo en aquel preciso instante para luego volver a fijar su mirada en el suelo la calle, habría visto que el cometa se reflejaba en un charco de sangre. Allí había finalizado la pelea entre Oscar y Charlie, y allí había quedado abandonado el hermano perdedor.
De todos modos, Charlie no había permanecido mucho rato en ese lugar. Las noticias de que un hombre ataviado con extrañas vestiduras yacía tirado en la cuneta se habían extendido con rapidez y, antes de que la última gota de sangre hubiera abandonado su cuerpo, tres individuos jamás vistos en aquel kesparate habían aparecido para reclamarlo. Eran carestes, a juzgar por sus tatuajes, y si Jude hubiese estado observándolo todo desde la entrada de la casa de Pecador, le habría enternecido contemplar la reverencia con la que los tres individuos trataban su carga mientras se lo llevaban; las sonrisas que le dedicaban a ese rostro amoratado, a esa cabeza que se inclinaba hacia un lado; las lágrimas que uno de ellos derramaba. También habría percibido (aunque, tal vez, dada la conmoción que había en la calle bien podría no haberse dado cuenta) que, aunque el hombre derrotado yacía inmóvil en los brazos de sus portadores, con los ojos cerrados y los miembros lasos a ambos lados de su cuerpo hasta que se los cruzaron encima del pecho, ese pecho no estaba del todo inmóvil.
Charles Estabrook, al que habían dado por muerto en medio de la inmundicia de Yzordderrex, abandonó las calles de la ciudad con suficiente salud en su cuerpo como para que lo consideraran un perdedor, pero no un cadáver.
L
os días que siguieron a la segunda partida de Pai y Cortés de Beatrix parecieron acortarse a medida que ascendían, lo que apoyaba la sospecha de que las noches en la cordillera del Jokalaylau eran más largas que en las llanuras. Era imposible comprobar esa teoría, ya que sus dos medidores temporales (la barba de Cortés y las tripas de Pai) se hacían menos fiables a medida que subían. La primera porque Cortés dejó de afeitarse; la segunda, porque el hambre de los viajeros, y por tanto su necesidad de defecar, decrecía a medida que iban ascendiendo. En lugar de contribuir a aumentar el apetito, el aire enrarecido se convirtió en sustento, y así viajaron hora tras hora sin acordarse ni una sola vez de sus necesidades físicas. Claro que contaban con la compañía del otro para evitar olvidarse por completo de sus cuerpos y de su objetivo, si bien los lanudos lomos de las bestias que montaban eran mucho más efectivos en ese sentido. Cada vez que los doekis tenían hambre, los animales se paraban sin más y les resultaba imposible azuzarlos u obligarlos a que se movieran del arbusto o la maleza que estuvieran comiendo, hasta que se saciaban. Al principio, esto supuso una molestia; los jinetes lanzaban maldiciones al tiempo que desmontaban, ya que sabían que tenían una hora por delante hasta que las bestias terminaran de pastar. Sin embargo, conforme pasaron los días y el aire se hizo menos respirable, llegaron a depender del ritmo del tracto intestinal de los doekis y tomaron por costumbre aprovechar sus paradas para alimentarse ellos también.
Pronto se hizo evidente que los cálculos de Pai acerca de la duración de su viaje habían sido más que optimistas. La única parte de las predicciones del místico que había confirmado la experiencia era la referente a la dureza del camino. Incluso antes de alcanzar la cota de nieve, tanto los jinetes como sus monturas mostraban ya síntomas de cansancio; además, el sendero se hacía cada vez menos visible a medida que la tierra blanda se congelaba poco a poco, y quedaban así ocultas las huellas de aquellos que los precedieran. Ante la perspectiva de campos nevados y glaciares que se extendía delante de ellos, permitieron que los doekis descansaran un día entero y animaron a las bestias para que se cebaran con lo que podrían ser las últimas briznas de pasto disponibles hasta que alcanzaran el otro extremo de la cordillera.
Cortés llamó
Chester
a su montura, en honor al querido Klein, con quien compartía cierto encanto meditabundo. No obstante, Pai se negó a ponerle nombre a la otra bestia, ya que alegó que traía mala suerte comerse cualquier cosa que tuviese nombre, y las circunstancias bien podrían obligarlos a comerse a un doeki antes de llegar a la frontera del Tercer Dominio. Aparte de ese pequeño desacuerdo, mantuvieron una conversación sin sobresaltos una vez que reemprendieron la marcha, y se guardaron de discutir los sucesos acaecidos en Beatrix o su importancia. El frío pronto se hizo persistente; los abrigos que les habían dado apenas resultaban una defensa adecuada contra el azote del viento, que les arrojaba paredes de nieve en polvo tan densa que, en ocasiones, se desviaban del camino. Cuando eso sucedía, Pai sacaba la brújula (que parecía más una carta astrológica a los ojos inexpertos de Cortés) y corregía su rumbo en consecuencia. Solo en una ocasión expresó Cortés su esperanza de que el místico supiera lo que hacía, comentario que le valió una mirada tan desdeñosa por sus quejas que no volvió a pronunciar una palabra al respecto a partir de ese momento.