A pesar de que el tiempo empeoraba día a día, cosa que hacía que Cortés añorara un mes de enero en Inglaterra, la buena suerte no los abandonó del todo. Llevaban cinco días viajando por las cumbres nevadas cuando, en un momento de calma entre dos ráfagas de viento, Cortés oyó un repicar de campanas; al seguir el sonido, descubrieron a media docena de montañeses que cuidaban de un rebaño de unas cien primas de las cabras terrestres, aunque estas eran mucho más peludas y moradas como los crocos. Ninguno de los montañeses hablaba inglés y solo uno de ellos, un hombre llamado Kuthuss, que lucía una barba tan desgreñada y morada como sus bestias (lo que llevó a Cortés a preguntarse qué tipo de matrimonios de conveniencia se realizaban en aquellas solitarias montañas), poseía unas pocas palabras en su vocabulario que Pai pudiera entender. Y lo que le dijo no era bueno. Los pastores bajaban sus rebaños del Paso Alto antes de tiempo porque la nieve había cubierto los pastos de los que las bestias podrían haberse alimentado durante otros veinte días si el clima hubiera sido normal. Según repitió en varias ocasiones, aquella no era una estación como las demás. Nunca antes la nieve había llegado tan pronto ni había caído de forma tan copiosa; él nunca había vivido vientos tan fuertes. En resumen, les advertía que no intentaran seguir por esa ruta. Sería un suicidio si lo hacían. Pai y Cortés debatieron esa advertencia. El viaje ya duraba más de lo previsto. Si retrocedían para viajar por debajo de la cota de nieve, por muy tentados que se sintieran ante la posibilidad de una temperatura relativamente cálida y comida fresca, perderían más tiempo todavía. Días que podrían conllevar una miríada de horrores: cien aldeas destruidas, como Beatrix, e innumerables vidas perdidas.
—¿Recuerdas lo que dije cuando dejamos Beatrix? —preguntó Cortés.
—Para serte sincero, no, no me acuerdo.
—Dije que no moriríamos y lo dije en serio. Encontraremos la forma de cruzar.
—No creo que me guste esa convicción mesiánica —respondió Pai—. La gente con buenas intenciones también muere, Cortés. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que suelen ser los primeros en hacerlo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no vas a venir conmigo?
—Ya te dije que donde tú fueras, allí iría yo. Pero las buenas intenciones no tienen nada que hacer contra el frío.
—¿Cuánto dinero tenemos?
—No mucho.
—¿Lo suficiente para comprarles a esta gente algunas pieles de cabra? ¿Tal vez algo de carne?
A continuación, se produjo una compleja conversación en tres idiomas: Pai traducía las palabras de Cortés a la lengua que Kuthuss entendía, y este, a su vez, traducía para sus compañeros pastores. Pronto se alcanzó un acuerdo. Los pastores parecieron contentos con la idea de conseguir dinero en efectivo. No obstante, en vez de darles sus propios abrigos, dos de ellos se dedicaron a matar y despellejar a cuatros de sus animales. Acto seguido, cocinaron la carne y la compartieron con el grupo. Tenía demasiada grasa y estaba casi cruda, pero ni Cortés ni Pai la rechazaron; bajaron la carne con un brebaje que preparaban a partir de nieve hervida, hojas secas y unas gotas de licor que, según entendió Pai, Kuthuss había llamado «meado de cabra». A pesar de todo, lo bebieron. Era fuerte y, tras un sorbo —bajaba como el vodka—, Cortés señaló que si tomar aquel brebaje lo convertía en bebedor de meado, que así fuera.
Al día siguiente, tras recibir las pieles, la carne y varias botellas del brebaje de los pastores, además de una sartén y un par de vasos, pronunciaron sus despedidas incomprensibles y se marcharon. El tiempo empeoró poco después y, de nuevo, se vieron perdidos en mitad de una región agreste cubierta de nieve. Sin embargo, sus ánimos se habían reforzado con el encuentro, por lo que consiguieron avanzar a buen paso durante los siguientes dos días y medio; hasta que, con las primeras luces del atardecer del tercer día, el animal que montaba Cortés comenzó a mostrar indicios de agotamiento: era incapaz de mantener la cabeza en alto y sus pezuñas apenas podían librarse de la nieve que atravesaban.
—Creo que será mejor que lo dejemos descansar —dijo Cortés.
Encontraron una abertura entre dos peñascos tan grandes que casi se podían considerar colinas, y allí encendieron un fuego para calentar un poco del licor de los pastores. Había sido este, más que la carne, lo que los había ayudado a continuar durante las jornadas más agotadoras del viaje hasta ese momento; no obstante, a pesar de que intentaban racionarlo, ya casi habían agotado sus escasas reservas. Mientras bebían, hablaron de lo que los esperaba. Las predicciones de Kuthuss se estaban revelando como verdaderas. El tiempo empeoraba por momentos, y las probabilidades de encontrarse con otro ser vivo allí arriba, en caso de encontrarse en problemas, eran inexistentes. Pai se tomó un segundo para recordarle a Cortés su creencia de que no iban a morir; ya lloviera, tronara o la voz del mismísimo Hapexamendios bajara por la montaña.
—Lo dije en serio —replicó Cortés—. Pero puedo seguir preocupándome, ¿no? —Acercó las manos al fuego—. ¿Queda más meado en la botella?
—Me temo que no.
—Ya verás, cuando volvamos por aquí… —Pai compuso una expresión irónica—, lo haremos. Cuando volvamos por este camino conseguiremos la receta. Así podremos prepararlo allá en la Tierra.
Habían dejado a los doekis un poco apartados y, en ese momento, oyeron un sonido apagado.
—
¡Chester!
—gritó Cortés antes de dirigirse hacia las bestias.
El animal estaba tendido de costado, con el flanco hinchado. Manaba sangre de su hocico; sangre que derretía la nieve sobre la que caía.
—Joder,
Chester,
no te mueras —suplicó Cortés.
Sin embargo, tan pronto como colocó lo que esperaba que fuera una mano consoladora sobre el flanco del doeki, este desvió sus brillantes ojos castaños hacia él, exhaló un último gemido y dejó de respirar.
—Acabamos de perder el cincuenta por ciento de nuestro medio de transporte —le dijo a Pai.
—Míralo por el lado positivo: acabamos de conseguir carne para una semana.
Cortés volvió a mirar al animal y deseó haber seguido el consejo de Pai de no ponerle nombre a la bestia. Ahora, cada vez que chupara sus huesos pensaría en Klein.
—¿Te encargas tú o debería hacerlo yo? —le preguntó—. Supongo que debo hacerlo yo. Ya que le puse un nombre, también debo despellejarlo.
El místico no discutió, solo sugirió que debería alejar al otro animal para que no viera el espectáculo, por si acaso perdía la voluntad de vivir al ver que su camarada era destripado. Cortés estuvo de acuerdo, y mantuvo la vista fija en ellos mientras Pai alejaba a la nerviosa criatura. Empuñando el cuchillo que les habían dado al partir de Beatrix, comenzó su carnicería particular. Al momento, descubrió que ni el cuchillo ni él mismo estaban a la altura de su cometido. El pellejo del doeki era grueso; su grasa, elástica; y su carne, dura. Tras una hora de cortes y desgarros, solo había conseguido retirar la piel de la parte superior de los cuartos traseros y de un pequeño trozo de su flanco. Estaba cubierto de la sangre del animal y sudaba debajo de su abrigo de piel.
—¿Quieres que siga yo? —le propuso Pai.
—No —respondió Cortés, malhumorado—, puedo hacerlo yo. —Y continuó el trabajo con la misma ineptitud; si bien la hoja ya temblaba y los músculos que la blandían estaban cada vez más cansados.
Esperó un tiempo decente antes de levantarse y regresar al fuego donde se sentaba Pai, que tenía la vista fija en las llamas. Contrariado por su derrota, arrojó el cuchillo en la nieve que se derretía junto al fuego.
—Me rindo —le dijo—. Es todo tuyo.
Un poco reticente, Pai recogió el cuchillo, lo afiló contra las rocas y comenzó con la tarea. Cortés no miró. Asqueado a causa de la sangre que le había caído encima, decidió enfrentarse al frío y lavarse. Encontró un lugar un poco alejado del fuego, donde la superficie del terreno era regular, se quitó el abrigo y la camisa y se arrodilló para lavarse con nieve. Su piel se erizó por el frío, pero satisfizo cierta tendencia a la automortificación al poner a prueba tanto su determinación como su cuerpo; cuando terminó de lavarse las manos y la cara, se restregó la nieve por el pecho y el estómago, a pesar de que las secreciones del doeki no se habían adherido a esos lugares. El viento había cesado de soplar hacía poco y el cielo que se veía entre las rocas era más dorado que verde. Sintió la necesidad perentoria de verse libre bajo su luz, por lo que, sin volver a ponerse el abrigo, trepó por las rocas para hacer precisamente eso. Las manos se le quedaron insensibles y la subida fue más difícil de lo que había previsto, pero el paisaje que se abría por encima y por debajo de él cuando llegó a la cumbre bien había valido el esfuerzo. No era de extrañar que Hapexamendios hubiera parado en aquel lugar en su camino hacia su lugar de descanso. Incluso los dioses debían de verse inspirados por semejante esplendor. Los picos de la cordillera del Jokalaylau se perdían, al parecer en una procesión infinita, más allá del horizonte; sus blancas cimas nevadas estaban teñidas por una delgada capa de oro debido al cielo contra el que se recortaban. El silencio no podía ser más extremo.
Aquel punto estratégico servía tanto a fines prácticos como para disfrutar de unas buenas vistas. El Paso Alto se veía a la perfección. Además, a lo lejos hacia la derecha, se divisaba una escena lo bastante sorprendente como para que Cortés obligara al místico a dejar su trabajo y a subir también. A unos dos kilómetros de la roca yacía un glaciar de brillante superficie. Sin embargo, no fue el espectáculo de su congelada magnitud lo que atrajo la atención de Cortés, sino la presencia de varias formas más oscuras dentro del hielo.
—¿Quieres que nos acerquemos para descubrir lo que son? —le preguntó el místico, al tiempo que se limpiaba la sangre de las manos en la nieve.
—Creo que deberíamos hacerlo —respondió Cortés—. Si estamos siguiendo los pasos del Invisible, deberíamos preocuparnos por ver lo que Él vio.
—O lo que Él provocó —apostilló Pai.
Descendieron y Cortés se volvió a poner la camisa y el abrigo. Las ropas estaban calientes, puesto que las había dejado junto al fuego, y agradeció esa comodidad; sin embargo, también apestaban a su propio sudor y al de los animales de cuyos lomos habían sido arrancados; casi deseó poder ir desnudo en lugar de sentir el peso de otra piel.
—¿Terminaste de despellejarlo? —le preguntó Cortés a Pai mientras continuaban la marcha a pie, ya que preferían eso a malgastar las energías del medio de transporte que les quedaba.
—He hecho lo que he podido —replicó Pai—, pero de modo tosco. No soy un carnicero.
—¿Y eres cocinero? —le preguntó Cortés.
—En realidad, no. ¿Por qué lo preguntas?
—Es que he estado pensado mucho en la comida, nada más. ¿Sabes?, creo que después de este viaje no volveré a probar la carne. ¡Esa grasa! ¡Y los tendones! Se me revuelve el estómago solo de pensarlo.
—Tienes un paladar sensible.
—No me digas… Mataría por un plato de profiteroles bañados con crema de chocolate. —Se rió—. ¿Pero tú me oyes? La gloria de la cordillera del Jokalaylau se extiende ante nosotros y yo no puedo dejar de pensar en profiteroles. — Después, con total seriedad, preguntó—: ¿Tienen chocolate en Yzordderrex?
—A estas alturas, estoy seguro de que sí. Pero mi gente come cosas sencillas, así que nunca desarrollé una adicción al azúcar. Al pescado, en cambio…
—¿Pescado? —preguntó Cortés—. No me gusta.
—Ya cambiarás de opinión cuando lleguemos a Yzordderrex. Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto… —La charla de místico se convirtió en una sonrisa—. Ahora me parezco a ti. Creo que los dos estamos hartos de la carne de doeki.
—Sigue —lo instó Cortés—, quiero ver cómo babeas.
—Hay restaurantes a lo largo de todo el puerto en los que el pescado es tan fresco que todavía salta cuando lo meten en la cocina.
—¿Y eso es una recomendación?
—No hay nada comparable al pescado fresco —replicó Pai—. Si las capturas son buenas, puedes elegir entre cuarenta o cincuenta platos distintos. Desde jepas diminutas hasta squeffah de mi tamaño, o más grandes incluso.
—¿Hay algo que yo pudiera reconocer?
—Unas cuantas especies. Así que, ¿para qué recorrer esta distancia para comerte un filete de merluza cuando podrías conseguir un squeffah? O mejor aún, me acabo de acordar de otro plato que debes probar. Es otro tipo de pescado, ugichee, casi tan pequeño como un jepa, pero que vive dentro del estómago de otro pez.
—Eso parece suicida.
—Calla, que hay más. Este segundo pescado suele acabar siendo tragado de una pieza por un arenque llamado «coliácico». Son muy feos, pero su carne se derrite como la mantequilla, así que, si tienes suerte, te preparan a la parrilla los tres pescados juntos, tal y como fueron capturados…
—¿Uno dentro de otro?
—Cabeza y cola, todo el paquete.
—Eso es asqueroso.
—Y si tienes mucha suerte…
—Pai…
—… y el ugichee resulta ser una hembra, cuando atravieses las tres capas de pescado te encontrarás…
—… con que su estómago está lleno de caviar.
—Lo has adivinado. ¿No te suena tentador?
—Creo que me quedaré con mi
mousse
de chocolate y mi helado.
—¿Cómo es que no estás gordo?
—Vanessa solía decirme que tenía el paladar de un niño, la libido de un adolescente y la… bueno, puedes imaginarte lo que sigue. Lo elimino todo haciendo el amor. O al menos, antes lo hacía.
Ya estaban cerca del extremo del glaciar, por lo que su charla acerca de pescados y chocolate cesó y fue reemplazada por un silencio sombrío cuando la identidad de las figuras encerradas en el hielo se hizo patente. Eran cuerpos humanos, al menos una docena. A su alrededor, atrapados en el hielo, se encontraba una serie de despojos: fragmentos de piedra azul, unos cuencos enormes de metal batido y restos de vestimentas en las que aún brillaba la sangre. Cortés se encaramó al glaciar y caminó por él hasta que estuvo justo encima de los cuerpos. Algunos estaban enterrados demasiado profundamente como para verlos bien, pero aquellos que su encontraban más cerca de la superficie, con los rostros alzados y las extremidades en petrificadas poses de desesperación, eran casi demasiado visibles. Todos eran mujeres: la más joven apenas si había salido de la niñez, mientras que la mayor era una vieja bruja desnuda de enormes pechos que había muerto con los ojos abiertos, por lo que su mirada quedaría conservada durante un milenio. Allí había tenido lugar algún tipo de masacre, o tal vez en la cumbre de la montaña, tras lo cual habían arrojado las pruebas a aquel río cuando todavía fluía. Según parecía, no había tardado mucho en congelarse alrededor de las víctimas y sus pertenencias.