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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (38 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Dejaron las bestias atadas y se encaminaron hacia la aldea. El sonido de los lamentos les llegó antes de que se adentraran en el perímetro; los sollozos, que emergían desde la oscuridad del humo, le recordaron a Cortés el sonido que escuchó mientras estaba de vigilia en la colina. Supo que, de alguna manera, la destrucción que los rodeaba era consecuencia de aquel encuentro a ciegas. A pesar de que había logrado evitar el ojo del observador, este había advertido su presencia y eso había bastado para atraer la desgracia a Beatrix.

—Yo tengo la culpa… —dijo—. Que Dios me ayude, pero yo tengo la culpa.

Se volvió hacia el místico, que permanecía en medio de la calle con el rostro inexpresivo y pálido.

—Quédate aquí —le ordenó con amabilidad—. Voy a buscar a esa familia.

A pesar de que Pai no emitió respuesta alguna, Cortés dio por sentado que lo había comprendido y se encaminó hacia la casa de los Espléndido. Lo que había destruido Beatrix no era mero fuego. Algunas de las casas habían sido derrumbadas sin fuego alguno, y los setos que las rodeaban estaban arrancados de cuajo. No obstante, no había indicios de muertes, por lo que Cortés albergó la esperanza de que Coaxial Tasko hubiera convencido a los aldeanos de que se escondieran en las colinas antes de que los saqueadores de Beatrix hubieran salido de la noche. Aquella esperanza se hizo añicos cuando llegó al lugar donde se encontrara el hogar de los Espléndido. Al igual que los demás, estaba reducido a escombros; hasta entonces, el humo que brotaba de sus cimientos quemados había ocultado el horror que ahora se amontonaba delante de él. Las buenas gentes de Beatrix yacían apiladas en una pira sangrienta que se alzaba por encima de su cabeza. Había unos cuantos supervivientes junto a la pira que, entre sollozos, buscaban a sus seres queridos en el montón de cuerpos destrozados; algunos se aferraban a miembros que creían reconocer, otros se limitaban a arrodillarse en el polvo lleno de sangre para entonar un canto fúnebre.

Cortés rodeó la pila en busca de una cara conocida entre aquellos que lloraban por sus muertos. Uno de los parroquianos a los que había visto reírse durante el espectáculo acunaba a una esposa o una hermana, cuyo cuerpo yacía tan inerte como las marionetas con las que tanto había disfrutado. Otro, una mujer, escarbaba entre los cuerpos mientras gritaba el nombre de alguien. Hizo ademán de ayudarla, pero la mujer le gritó que se alejara. Cuando retrocedió, vio a Efrit. El muchacho estaba en el montón de cuerpos, con los ojos abiertos. Su boca, que había sido el vehículo de su irrefrenable entusiasmo, había sido golpeada por la culata de un rifle o una bota. En aquel instante Cortés deseó por encima de todo, incluso de su propia vida, tener delante al cabrón que le había hecho aquello. Sintió el aliento letal en su garganta, instándolo a mostrarse implacable.

Le dio la espalda al montón para buscar algún objetivo, aunque no fuera el propio asesino. Alguien con un arma o un uniforme, un hombre al que pudiera llamar «enemigo». No era capaz de recordar otra ocasión en la que se hubiera sentido de esa forma. Claro que jamás había poseído el poder que tenía ahora; o más bien, si creía las palabras de Pai, lo había tenido pero jamás lo supo. Y por más agonizantes que fueran aquellos horrores, su dolor se veía mitigado al saber que tenía la capacidad de limpiarse a sí mismo: que sus pulmones, su garganta y sus manos podrían deshacerse de la culpa con suma facilidad. Se alejó del monumento de cuerpos, dispuesto a convertirse en ejecutor a la primera oportunidad.

La calle serpenteaba y siguió sus curvas; al girar en una esquina se encontró con una de las máquinas de guerra de los invasores. Se detuvo en seco, a la espera de que la máquina posara sus ojos de acero en él. Era la portadora perfecta de la muerte: acorazada como un cangrejo, sus ruedas disponían de guadañas ensangrentadas y su torreta estaba equipada con armamento. Sin embargo, la muerte se había cruzado en el camino del asesino. El humo se elevaba desde la torreta y el conductor yacía donde el fuego lo había encontrado: mientras salía a gatas de debajo de la panza de la máquina. Una pequeña victoria, cierto, pero una que al menos demostraba que las máquinas tenían puntos débiles. Cuando llegara el momento, aquel conocimiento bien podría significar la diferencia entre la esperanza y la desesperación. Iba a darle la espalda a la máquina cuando escuchó que alguien lo llamaba, y Tasko apareció por detrás del armazón humeante. Sin duda tenía un aspecto miserable, con la cara empapada de sangre y la ropa llena de polvo.

—No tiene el don de la oportunidad, Zacharias —le dijo—. Se fue demasiado tarde y ahora vuelve también demasiado tarde.

—¿Por qué hicieron esto?

—El Autarca no necesita motivos.

—¿Estuvo aquí? —le preguntó Cortés.

La idea de que el Carnicero de Yzordderrex hubiera estado en Beatrix le aceleró el pulso.

No obstante, Tasko respondió:

—¿Quién sabe? Nadie le ha visto la cara. Tal vez estuviera aquí ayer contando a los niños y nadie se diera cuenta.

—¿Sabe dónde está mamá Espléndido?

—En algún lugar del montón.

—Dios…

—No hubiera sido una buena testigo. Estaba demasiado destrozada por el dolor. Solo dejan con vida a aquellos que puedan contar mejor la historia. Las atrocidades necesitan testigos, Zacharias. Gente que divulgue la palabra.

—¿Hicieron esto como advertencia? —inquirió Cortés.

Tasko negó con su enorme cabeza.

—No sé cómo funcionan sus mentes —respondió.

—Puede que tengamos que aprender para poder detenerlos.

—Preferiría morir a comprender a esos cerdos —replicó el hombre—. Si tiene ganas, vaya a Yzordderrex. Allí aprenderá lo que necesita.

—Quiero ayudar aquí —le dijo Cortés—. Debe haber algo que yo pueda hacer.

—Puede dejarnos llorar en paz.

Si había alguna despedida más radical, Cortés no la conocía. Intentó pronunciar alguna palabra de consuelo o disculpa, pero ante semejante devastación, el silencio era lo único que parecía adecuado. Inclinó la cabeza y dejó a Tasko la tarea de ser un testigo. Regresó calle arriba, más allá del montón de cadáveres, hasta el lugar en el que se encontraba Pai'oh'pah. El místico no se había movido ni un milímetro. Incluso cuando Cortés llegó a su altura y le dijo que debían ponerse en marcha, pasó bastante tiempo antes de que levantara la vista hacia él.

—No deberíamos haber vuelto —dijo.

—Esto volverá a suceder cada día que desperdiciemos…

—¿Crees que puedes detenerlo? —le preguntó Pai con un deje de sarcasmo.

—Atravesaremos las montañas en lugar de tomar el camino más largo. Así ahorraremos tres semanas.

—De verdad lo crees, ¿no es así? —inquirió Pai—. Crees con total seguridad que puedes detener esto.

—No moriremos —le dijo Cortés, que rodeó a Pai'oh'pah con los brazos—. No permitiré que eso ocurra. Vine aquí para comprender y eso es lo que pienso hacer.

—¿Cuánto más podrás soportar?

—Tanto como sea necesario.

—Tal vez te lo tenga que recordar.

—Lo recordaré —aseguró Cortés—. Después de esto, lo recordaré todo.

Capítulo 21
1

E
l Retiro de la propiedad Godolphin había sido construido en una época en la que estaba de moda la construcción de edificios inservibles, cuando los herederos de los ricos y poderosos, sin guerras que los distrajesen, se divertían malgastando las riquezas de las generaciones pasadas mediante la construcción de edificios cuya única función era la de inflar aún más sus propios egos. La mayoría de estas edificaciones ridículas, diseñadas sin tener en cuenta los principios básicos de la arquitectura, se convirtieron en polvo antes incluso que sus propios diseñadores. Unas cuantas, sin embargo, alcanzaron cierto prestigio (aun cuando fueran víctimas del abandono), ya fuese porque alguna persona relacionada con el edificio había vivido o muerto con cierto grado de notoriedad o por haber sido el escenario de algún tipo de drama. El Retiro se encuadraba en ambas categorías. Su arquitecto, Geoffrey Light, había muerto seis meses después de haber concluido su obra, ahogado por un vergajo en los páramos de West Riding en Yorkshire. Semejante atrocidad atrajo cierto grado de atención, al igual que la desaparición del patrón de Light, lord Joshua Godolphin, de la escena pública. El deterioro de la salud mental de Godolphin fue tema de conversación en la corte y en los cafés durante muchos años. Ya en el apogeo de su fama, había sido fuente de constantes cotilleos, sobre todo porque solía buscar la compañía de ciertos magos. Cagliostro, el Conde de Saint-Germain e, incluso, Casanova (que, según decían, era un taumaturgo sin igual) habían pasado temporadas en su propiedad, como también lo había hecho una infinidad de practicantes mucho menos conocidos.

Su Señoría no mostraba intención alguna de mantener en secreto esas oscuras investigaciones, aunque el trabajo que en realidad estaba desarrollando nunca llegó a oídos de los chismosos. Todos suponían que se relacionaba con esos charlatanes por el simple entretenimiento que le proporcionaban. Cualquiera que fuese el motivo, el hecho de que se retirara de la vida pública de un modo tan precipitado atrajo más atención sobre su último capricho: la capilla que Light había construido siguiendo sus instrucciones. Un año después del fallecimiento del ahogado arquitecto, salió a la luz un diario que supuestamente le había pertenecido y que contenía numerosas notas acerca de la construcción del Retiro. Fuera o no auténtico, la lectura resultó ser de lo más extraña. Los cimientos se habían dispuesto, según allí se decía, bajo la influencia de ciertas estrellas que se creían especialmente propicias; los albañiles, que habían sido contratados en decenas de ciudades diferentes, habían prometido guardar silencio con un juramento solemne. Las propias piedras habían sido bautizadas una por una con una mezcla de leche y olíbano; y, además, se había permitido que un cordero vagara en tres ocasiones por el edificio a medio construir, con el fin de emplazar tanto el altar como la pila bautismal en aquellos lugares donde el animal posara su inocente cabeza.

Como no podía ser de otro modo, todos estos detalles no tardaron en ser corrompidos por las innumerables repeticiones que sufrió la historia, de la misma manera que el edificio acabó adquiriendo un carácter satánico. Se llegó a decir que se había usado la sangre de varios niños para ungir el altar y que la tumba de un perro rabioso había marcado el emplazamiento de este. Era bastante improbable que lord Godolphin, encerrado tras los altos muros de su santuario, llegara a enterarse de semejantes rumores hasta que, un mes de septiembre dos años después de su retiro, los habitantes de Yoke (el pueblo más cercano a la propiedad), que necesitaban un chivo expiatorio al que culpar de las malas cosechas y a quienes habían enardecido desde el pulpito de la parroquia con un pasaje de Ezequiel, se tomaron la tarde del domingo para organizar una cruzada en contra del trabajo del Diablo y saltaron los muros de la propiedad con el fin de echar abajo el Retiro. No encontraron ni una sola de las blasfemias prometidas: ni cruces invertidas ni altares cubiertos con sangre virginal. No obstante, ya que habían traspasado sin permiso los límites de la propiedad, y debido a la frustración, se dispusieron a inflingir todo el daño posible, hasta que, finalmente, prendieron un fardo de heno en el centro del gran mosaico. Lo único que consiguieron las llamas fue teñir de negro el lugar, y así fue cómo el Retiro se ganó el apelativo que recibiría a partir de entonces: la Capilla Negra… o el Pecado de Godolphin.

2

Si Jude no hubiera tenido idea alguna acerca de la historia de Yoke, podría haber buscado reminiscencias de esta en el pueblo mientras lo atravesaba en coche. Tendría que haber mirado con atención, pero los signos estaban ahí. Se podían contar con los dedos de la mano las casas que no tenían una cruz grabada en la piedra central del arco de entrada o la marca de una herradura sobre el umbral. Si hubiera tenido tiempo para demorarse en el cementerio, habría descubierto apelaciones a Dios inscritas en las lápidas para que mantuviese apartado al Diablo de los vivos al tiempo que acogía las almas de los muertos en su Regazo; y, en el tablón situado junto a las puertas de la iglesia, habría visto un cartel que anunciaba el sermón del próximo domingo: «El Cordero en nuestras vidas», como si así pudieran desvanecer cualquier pensamiento acerca del macho cabrío de los infiernos.

Sin embargo, no vio ninguna de estas señales. Su atención se dividía entre el hombre que iba a su lado y la carretera, y también, de tanto en tanto, en alguna que otra palabra de consuelo dirigida al perro que los acompañaba en el asiento trasero. Llevar a Estabrook para que la guiara hasta ese lugar había sido una inspiración repentina, aunque la idea no carecía de cierta lógica: ella le proporcionaría libertad durante un día, lo sacaría de la rancia y sofocante atmósfera de la clínica para que pudiera disfrutar del aire de enero. Esperaba que, una vez que salieran de allí, el hombre le hablara con más libertad de su familia y, en especial, de su hermano Oscar. ¿Y qué mejor lugar para preguntar de forma inocente acerca de los Godolphin y su historia que los terrenos de la casa que habían construido los antepasados de Charlie?

La propiedad quedaba más o menos a un kilómetro del pueblo, al final de un camino privado que conducía a una verja cubierta, aun en esa época del año, por un ejército verde de arbustos y enredaderas. Las puertas en sí habían desaparecido mucho tiempo atrás y en su lugar se había alzado una protección mucho menos elegante contra los intrusos; tablones y planchas onduladas de hierro, cubierto todo por un amasijo de alambre de púas. No obstante, las tormentas de principios de diciembre habían echado abajo parte de la barricada; por lo que, en cuanto aparcó el coche y se acercaron a la puerta de entrada (con
Piel
a la cabeza, saltando y ladrando alegremente), resultó evidente que tendrían el acceso garantizado siempre y cuando estuvieran dispuestos a apartar zarzas y ortigas.

—Qué panorama más triste —comentó ella—. Debió de ser un lugar magnífico.

—Yo siempre lo he visto así —contestó Estabrook.

—¿Despejo el camino? —sugirió ella al tiempo que cogía una rama caída y le quitaba las ramitas más pequeñas para apartar las zarzas.

—No, déjame a mí —se ofreció Charlie, y le quitó el palo de la mano para comenzar a abrirse camino entre las ortigas sin compasión alguna.

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