Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (61 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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—¿Te caíste a la Cuna? —le preguntó.

—Sí —contestó Cortés, que se acercó a la cama donde la niña estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas.

—¿Viste a la Dama de la Cuna? —inquirió.

—¿A quién? —Aping intentó hacerla callar, pero Cortés le hizo un gesto con la mano para impedírselo—. ¿Si vi a quién? —volvió a preguntar.

—Vive en el mar —respondió Hurra—. Sueño con ella, y también la oigo a veces, pero todavía no la he visto. Quiero verla.

—¿Sabes cómo se llama? —inquirió Cortés.

—Tishalullé —replicó Hurra, que pronunció las sílabas sin vacilación—. Es el sonido que hicieron las olas cuando nació —explicó—. Tishalullé.

—Es un nombre muy bonito.

—Yo también lo creo —dijo la niña con seriedad—. Más bonito que Hurra.

—Hurra también es muy bonito —replicó Cortés—. De donde yo procedo, «Hurra» es el sonido que hace la gente cuando es feliz.

La niña lo miró como si la idea de la felicidad le fuera totalmente extraña, algo que no sorprendió a Cortés en modo alguno. Ahora que veía a Aping en presencia de su hija, comprendía mejor la reacción paradójica que provocaba en el hombre. Tenía miedo de ella. Le preocupaban los efectos que pudieran tener los poderes ilegales de la niña sobre su reputación, eso estaba claro, pero además le recordaban que había un poder sobre el que él no tenía dominio alguno. Tal vez el hombre pintara una y otra vez el frágil rostro de Hurra como un perverso acto de devoción, aunque también como un exorcismo. Aquel don tampoco le hacía ningún favor a la pequeña. Sus sueños la condenaban a permanecer en aquella celda y la llenaban de oscuros anhelos. En lugar de verse ensalzada por ellos, no era más que su víctima.

Cortés hizo cuanto pudo por sonsacarle más información acerca de esa mujer, Tishalullé, pero o bien sabía muy poco o no estaba preparada para ofrecer más detalles en presencia de su padre. Cortés se inclinaba por lo segundo. No obstante, mientras salía de la habitación, la pequeña le preguntó en voz baja si volvería a visitarla, a lo que él respondió que sí.

Encontró a Pai en la celda que compartían, con un guardia en la puerta. El místico no tenía muy buen aspecto.

—La venganza de N'ashap —le dijo al tiempo que señalaba al guardia con la cabeza—. Creo que hemos extralimitado la duración de nuestra estancia.

Cortés le contó la conversación que había mantenido con Aping y el encuentro con Hurra.

»Así que la ley prohíbe la propiedad, ¿no? Ese es un fragmento de legislación que no había escuchado nunca.

—La forma en que hablaba acerca de la Dama de la Cuna…

—Posiblemente sea su madre.

—¿Por qué dices eso?

—Está asustada y quiere a su madre. ¿Quién puede culparla? ¿Y qué es una Dama de la Cuna sino una madre?

—No lo había visto desde esa perspectiva —comentó Cortés—. Había supuesto que sus palabras encerraban cierta verdad.

—Lo dudo mucho.

—¿Vamos a llevarla con nosotros o no?

—Tú decides, por supuesto, pero yo me opongo.

—Aping dijo que nos ayudaría si nos la llevamos.

—¿Y de qué nos serviría su ayuda si nos vemos retrasados por una niña? Recuerda, no vamos solos. También tenemos que llevarnos a Scopique, y se encuentra encerrado en una celda al igual que nosotros. N'ashap ha decretado un confinamiento general.

—Debe de estar languideciendo por ti.

La expresión de Pai se agrió.

—Estoy seguro de que nuestras descripciones van de camino a su cuartel general. Y cuando consiga una respuesta, va a ser un oethac muy feliz al saber que tiene a una pareja de forajidos bajo llave. En cuanto sepa quiénes somos, nos resultará imposible salir de aquí.

—En ese caso tendremos que escapar antes de que lo sepa. Agradezco a Dios que el teléfono no se haya impuesto en este Dominio.

—Quizá el Autarca lo prohibiera. Cuanto menos hable la gente, menos podrá conspirar. Se me ha ocurrido que tal vez pueda intentar un acercamiento a N'ashap. Estoy seguro de que podría convencerlo para que nos diera algo más de margen si consiguiera hablar con él un par de minutos.

—No le interesa la conversación, Pai —le dijo Cortés—. Lo que quiere es mantener tu boca ocupada con otros menesteres.

—¿Así que propones que nos abramos paso a la fuerza? —replicó Pai—. ¿Utilizar un pneuma contra los hombres de N'ashap?

Cortés se detuvo para considerar aquella opción a fondo.

—No creo que eso sea muy sensato —dijo al fin—. No mientras yo siga tan débil. Tal vez pudiéramos enfrentarnos a ellos en un par de días, pero todavía no.

—No tenemos tanto tiempo.

—Ya lo sé.

—Incluso si lo tuviéramos, nos convendría evitar un enfrentamiento cara a cara. Puede que las tropas de N'ashap sean más bien apáticas, pero son bastante numerosas.

—En ese caso, tal vez sí debieras entrevistarte con él e intentar ablandarlo un poco. Yo hablaré con Aping y alabaré sus cuadros de nuevo.

—¿Es bueno?

—Digámoslo de esta forma: en su faceta de artista ha conseguido ser un padre de lo más fantástico. Pero el tipo confía en mí, por eso de ser colegas artistas y todo ese rollo.

El místico se levantó y llamó al guardia, al que le pidió una entrevista personal con el capitán N'ashap. El hombre murmuró una obscenidad y dejó su puesto después de golpear los cerrojos de la puerta con la culata del rifle para asegurarse de que estaban en su sitio. El sonido hizo que Cortés se dirigiera hacia la ventana para contemplar el cielo abierto. El brillo del manto de nubes sugería que el sol se abriría camino entre ellas. El místico se unió a él y le rodeó el cuello con los brazos.

—¿En qué piensas? —le preguntó.

—¿Te acuerdas de la madre de Efrit, en Beatrix?

—Por supuesto.

—Me contó que había soñado que yo me sentaba a su mesa, aunque no estaba segura de si era un hombre o una mujer.

—Naturalmente, aquello te ofendió sobremanera.

—En otro tiempo lo hubiera hecho —le contestó—. Pero cuando ella lo dijo ya no era una cuestión tan importante. Tras pasar unas cuantas semanas contigo, me importa una mierda cuál sea mi sexo. ¿Te das cuenta de cómo me has corrompido?

—Ha sido un placer. ¿Tiene moraleja esta historia o solo se trataba de eso?

—No, hay más. La mujer comenzó a hablarme acerca de las Diosas, de eso me acuerdo. De cómo se habían tenido que esconder…

—¿Y crees que Hurra encontró a una?

—Vimos a sus adoradoras en las montañas, ¿no es cierto? ¿Por qué no una deidad? Tal vez Hurra empezara a soñar para buscar a su madre…

—… pero encontró a una Diosa en su lugar.

—Sí. Tishalullé, ahí fuera en la Cuna, a la espera de alzarse.

—Te gusta la idea, ¿verdad?

—¿De diosas ocultas? Sí, claro. Tal vez se trate solo del cazador de mujeres que hay en mí. O quizá es que soy como Hurra y estoy la espera de alguien que no puedo recordar, deseando ver algún rostro que venga a por mí y me lleve lejos.

—Yo estoy aquí —dijo Pai, que besó la nuca de Cortés—. Puedo ser cualquier rostro que desees.

—¿Incluso el de una diosa?

—… bueno…

El sonido de los cerrojos al descorrerse los acalló. El guardia había regresado y les comunicó que el capitán N'ashap había consentido en recibir al místico.

—Si ves a Aping —le dijo Cortés cuando se iba—, ¿le dirás que me encantaría sentarme con él para hablar de pintura?

—Lo haré.

Cuando se fueron, Cortés regresó junto a la ventana. Las nubes habían redoblado sus defensas contra los soles y la Cuna yacía una vez más en calma y vacía bajo su manto. Volvió a pronunciar el nombre que Hurra había compartido con él, la palabra que había sido formada a partir del sonido de una ola rompiente.

—Tishalullé.

El mar permaneció en calma. Las Diosas no acudían cuando las invocaban. Al menos, no cuando lo hacía él.

Estaba intentando calcular el tiempo que Pai llevaba fuera (y decidiendo si había pasado una hora o más), cuando Aping apareció en la puerta de la celda y despidió al guardia mientras hablaban.

—¿Desde cuándo están bajo arresto? —le preguntó a Cortés.

—Desde esta mañana.

—¿Pero por qué? Según entendí al capitán, tanto usted como el místico eran invitados, en cierto sentido.

—Y lo éramos.

Las facciones de Aping se crisparon por la ansiedad.

—Si son prisioneros —dijo con rigidez—, eso lo cambia todo.

—¿Se refiere a que ya no podremos charlar sobre pintura?

—Me refiero a que no se irán.

—¿Y qué pasa con su hija?

—Ahora eso es irrelevante.

—La dejará languidecer, ¿no es así? ¿La dejará morir?

—No morirá.

—Pues yo creo que sí.

Aping le dio la espalda al culpable de la tentación que sentía.

—La ley es la ley —declaró.

—Entiendo —replicó Cortés en voz baja—. Supongo que incluso los artistas tenemos que inclinarnos ante ese amo.

—Sé lo que intenta hacer —le dijo Aping—. No crea que no me doy cuenta.

—Es una niña, Aping.

—Sí, lo sé. Pero tendré que encargarme de ella lo mejor que pueda.

—¿Por qué no le pregunta si ha visto su propia muerte?

—¡Dios mío! —gimió Aping, angustiado. Comenzó a sacudir la cabeza—. ¿Por qué me tiene que suceder esto a mí?

—No tiene por qué. Puede salvarla.

—No es tan sencillo —replicó Aping, que le dirigió a Cortés una mirada hostil—. Tengo un deber que cumplir.

Se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones para frotarse la boca de uno a otro lado, como si le quedara algún resquicio de culpabilidad en ella y tuviera miedo de que se le escapara.

—Tengo que pensar —le dijo al tiempo que retrocedía hasta la puerta—. Parecía tan sencillo… Pero ahora… Tengo que pensar.

El guardia volvía a estar en su puesto cuando la puerta se abrió, por lo que Cortés se vio obligado a dejar marchar al sargento sin haber tenido la oportunidad de abordar el tema de Scopique.

No obstante, la frustración aumentó con el regreso de Pai. N'ashap había hecho esperar al místico durante dos horas y al final decidió no concederle la entrevista prometida.

—Lo oí, aunque no tuve oportunidad de verlo —explicó Pai—. Parecía tener una buena borrachera.

—Así que ninguno de los dos tuvo suerte. No creo que Aping vaya a ayudarnos. Si tiene que elegir entre su hija y su deber, elegirá lo último.

—Así que estamos atrapados aquí. —Hasta que se nos ocurra otro plan.

—Mierda.

2

La noche cayó sin que los soles volvieran a aparecer; el único sonido que se escuchaba en el edificio era el de los guardias que recorrían los pasillos en su tarea de llevar la comida a las celdas, tras lo cual cerraban de un golpe las puertas y echaban la llave hasta el amanecer. No se alzó ni una sola voz para protestar por el hecho de que los privilegios de la tarde (las tabas, los recitales de versos de Quexos y el
Numbubo
de Malbaker, obras que muchos conocían de memoria) hubieran sido cancelados. Hubo una tendencia generalizada a mantenerse fuera de la vista, como si cada hombre en su celda se preparara para renunciar a cualquier consuelo, incluso al de rezar en voz alta, con el fin de evitar ser detectado.

—N'ashap debe de ser peligroso cuando está borracho —dijo Pai como posible explicación al crispado silencio.

—Tal vez tenga predilección por las ejecuciones a medianoche.

—Me atrevería a apostar sobre quién es el primero de su lista.

—Ojalá estuviera más fuerte. Si vienen a por nosotros, pelearemos, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —contestó Pai—. Pero hasta ese momento, ¿por qué no duermes un poco?

—Debes de estar bromeando.

—Al menos deja de pasearte de un lado a otro.

—Nunca antes me habían encerrado. Me provoca claustrofobia.

—Con un pneuma ya estarías fuera de aquí —le recordó Pai.

—Quizá sea eso lo que debamos hacer.

—Si nos presionan. Pero todavía no lo han hecho. Por el amor de Dios, túmbate.

Cortés lo obedeció a regañadientes y, pese a que las inseguridades se tumbaron junto a él para susurrarle al oído, su cuerpo estaba más interesado en descansar que en prestarles atención, por lo que se durmió con rapidez.

Pai lo despertó con un murmullo:

—Tienes una visita.

Cortés se sentó. La luz de la celda estaba apagada y, de no haber sido por el olor de la pintura al óleo, no hubiera reconocido la identidad del hombre que estaba en la puerta.

—Zacharias. Necesito su ayuda.

—¿Qué sucede?

—Hurra está… Creo que se está volviendo loca. Tiene que venir. —Hablaba en susurros y le temblaba la voz, al igual que la mano que colocó sobre el brazo de Cortés—. Creo que se está muriendo —le dijo.

—Si yo voy, Pai viene conmigo.

—No, no puedo asumir ese riesgo.

—Y yo no puedo asumir el riesgo de dejar a mi amigo aquí —replicó Cortés.

—Y yo no puedo asumir el riesgo de que me descubran. Si no hay nadie en la celda cuando el guardia haga la ronda…

—Tiene razón —asintió Pai—. Ve y ayuda a la pequeña.

—¿Te parece inteligente?

—La compasión siempre lo es.

—De acuerdo, pero mantente despierto. Aún no hemos rezado nuestras oraciones. Y necesitamos de nuestros alientos para hacerlo.

—Entendido.

Cortés se deslizó al pasillo junto a Aping, que dio un respingo con cada uno de los sonidos que provocó la llave al cerrar la puerta. Al igual que Cortés. La mera idea de dejar a Pai solo en la celda lo ponía enfermo. Pero, al parecer, no tenían otra opción.

—Tal vez necesitemos la ayuda de un doctor —le dijo Cortés mientras avanzaban por los pasillos en penumbra—. Le sugiero que saque a Scopique de su celda.

—¿Es un doctor?

—Desde luego que sí.

—Pero ella pregunta por usted —replicó Aping—. No sé por qué. Se despertó sollozando y pidiéndome que fuera a buscarlo. ¡Está tan fría!

Con la ayuda de Aping, que sabía a qué hora se patrullaba por cada planta y pasillo, alcanzaron la celda de Hurra sin toparse con ningún guardia. La niña no yacía en su cama, como había esperado Cortés, sino que estaba acurrucada en el suelo, con la cabeza y las manos apoyadas contra una de las paredes. Una vela ardía en un cuenco en el centro de la celda, pero la calidez de la luz no alcanzaba su rostro. A pesar de que alzó la mirada cuando los vio entrar, no se apartó de la pared, por lo que Cortés se acercó adonde la niña se agazapaba y se colocó junto a ella. Su cuerpo se estremecía con continuos temblores, si bien tenía el flequillo pegado a la frente por el sudor.

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