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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio (80 page)

BOOK: Imajica (Vol. 1): El Quinto Dominio
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Al no recibir respuesta, se puso en pie y abofeteó el rostro de su cautivo con tanta fuerza que el hombre cayó hacia atrás, junto con la silla en la que estaba atado. La criatura aferrada a su pecho se convulsionó en solidaridad con su huésped.

»¡No te he traído aquí para que duermas! —gritó el Autarca—. Quiero que compartas tu dolor conmigo.

Colocó las manos sobre la sanguijuela y empezó a arrancarla del pecho del hombre. El pánico de la criatura se extendió a su huésped y, al instante, el hombre comenzó a retorcerse; las cuerdas le hicieron sangre mientras luchaba por evitar que le quitaran la sanguijuela. Menos de una hora antes, cuando Abelove había sido convocado desde las sombras y mostrado al prisionero, este había suplicado que no se lo acercaran. En ese momento, una vez que hubo recuperado el habla de nuevo, suplicó con el doble de fervor que no lo separaran de él, y sus ruegos se convirtieron en gritos cuando los filamentos del parásito, que tenían garfios para evitar que los retirasen, fueron arrancados de los órganos que habían perforado. Tan pronto como llegaron a la superficie, comenzaron a sacudirse como látigos, tratando de regresar a su huésped o de encontrar uno nuevo. Pero el Autarca se mostró impasible ante el pánico de ambos amantes y los separó como si de la muerte se tratara: lanzó a Abelove al otro lado de la estancia y cogió el rostro del hombre entre los dedos pegajosos por la sangre de su amado.

»Ahora… —dijo—, ¿qué es lo que sientes?

—Devuélvemelo… por favor… devuélvemelo.

—¿Es como nacer? —dijo el Autarca.

—¡Lo que tú digas! ¡Sí! ¡Sí! ¡Pero devuélvemelo!

El Autarca se apartó del hombre y atravesó la habitación hasta el lugar donde había llevado a cabo la invocación. Se abrió camino a través de las espirales de tripas humanas que había dispuesto en el suelo como cebo, cogió el cuchillo que aún se encontraba sobre la sangre que había al lado de la cabeza con los ojos vendados, y regresó con lentitud a lugar donde yacía la víctima. Allí, cortó las ataduras del prisionero y se echó hacia atrás para contemplar el resto del espectáculo. A pesar de que estaba gravemente herido, de que sus pulmones perforados apenas eran capaces de coger aliento, el hombre clavó la vista en el objeto de su deseo y comenzó a arrastrarse hacia él. Sin inmutarse, el Autarca dejó que gateara, a sabiendas de que la distancia era demasiado grande y de que la escena acabaría en tragedia.

El amante no había recorrido más que un par de metros cuando se escuchó un golpe en la puerta.

—¡Largo! —gritó el Autarca, pero los golpes sonaron de nuevo, esa vez acompañados de la voz de Rosengarten.

—Quaisoir se ha ido, señor —dijo.

El Autarca contempló la desesperación del hombre que se arrastraba y la suya propia. A pesar de todas sus indulgencias, la mujer lo había abandonado por el Hombre de los Pesares.

—¡Adelante! —dijo.

Rosengarten entró y le dio su informe. Seidux estaba muerto, lo habían acuchillado y defenestrado. Los aposentos de Quaisoir estaban vacíos, su sirviente había desaparecido y su vestidor estaba patas arriba. Ya se había puesto en marcha la búsqueda de sus secuestradores.

—¿Secuestradores? —preguntó el Autarca—. No, Rosengarten. No hay secuestradores. Se ha ido por propia voluntad.

Ni una sola vez apartó la vista del amante mientras hablaba; el hombre ya había recorrido un tercio de la distancia que había entre la silla y su amado, pero se estaba debilitando con rapidez.

»Se acabó —dijo el Autarca—. Se ha ido a buscar a su Redentor, la muy zorra.

—Entonces, ¿sería mejor que mandara a las tropas a buscarla? —quiso saber Rosengarten—. La ciudad es peligrosa.

—También lo es ella cuando quiere. La mujer del Bastión le enseñó algunos trucos paganos.

—Espero que esa sentina haya ardido hasta los cimientos —dijo Rosengarten con un extraño fervor.

—Lo dudo —replicó el Autarca—. Tienen maneras de protegerse entre ellas.

—De mí no —se jactó Rosengarten.

—Sí, incluso de ti —le respondió el Autarca—. Incluso de mí. El poder de las mujeres no mengua, por mucho que lo intentemos. El Invisible trató de hacerlo, pero no tuvo éxito. Siempre hay algún rincón…

—Dé la orden —lo interrumpió el comandante— y bajaré ahora mismo. Colgaré a esas zorras en las calles.

—No, no lo entiendes —dijo el Autarca con un tono casi indiferente, pero más lleno de pesar precisamente por eso—. El rincón no está ahí fuera, está aquí. — Se señaló la cabeza—. Está en nuestras mentes. Sus misterios nos obsesionan, a pesar de que las apartamos de nuestra vista. Incluso a mí. Dios sabe que yo debería verme libre de ello. Yo no fui engendrado como el resto de vosotros. ¿Cómo puedo anhelar algo que jamás he tenido? Pero así es. —Suspiró—. Dios, cómo lo anhelo. —Miró a Rosengarten, que tenía una expresión de no entender nada—. Míralo

—El Autarca volvió a posar la vista en el cautivo—. Le quedan segundos de vida. Pero la sanguijuela le ha dado a probar algo que quiere recuperar.

—¿Qué le ha dado a probar?

—El útero, Rosengarten. Dijo que era como estar dentro del útero. Todos somos descastados. Da igual lo que construyamos, da igual dónde nos escondamos, siempre seremos descastados.

Mientras hablaba, el prisionero emitió un último gemido exhausto y se quedó quieto. El Autarca contempló el cadáver un rato; el único sonido que se escuchaba en la amplia habitación era el de los débiles movimientos de la sanguijuela sobre el suelo frío.

—Cierra las puertas y séllalas —dijo el Autarca, que se dio la vuelta para marcharse sin mirar a Rosengarten—. Voy a la Torre del Eje.

—Sí, señor.

—Ven a buscarme cuando haya luz. Estas noches son demasiado largas. Demasiado largas. Algunas veces me pregunto…

Pero lo que se preguntaba había desaparecido de su cabeza mucho antes de alcanzar sus labios y, cuando abandonó la tumba de los amantes, lo hizo en silencio.

Capítulo 36
1

L
os pensamientos de Cortés no habían derivado hacia Taylor con frecuencia mientras viajaba con Pai; pero, cuando en las calles al otro lado del palacio Nikaetomaas le preguntó por qué había ido a Imajica, empezó a hablarle de la muerte de Taylor, y solo cuando hubo acabado se refirió a Judith y a su intento de asesinato. En esos momentos, mientras atravesaba con Nikaetomaas los tranquilos jardines sumidos en la oscuridad camino del palacio, pensó de nuevo en su amigo, allí apoyado en la almohada durante sus últimos instantes, mientras flotaba y le encargaba a Cortés que resolviera los misterios que él mismo no había tenido tiempo de resolver.

—Tenía un amigo en el Quinto Dominio a quien le habría encantado este lugar —dijo Cortés—. Amaba la desolación.

Y la desolación estaba allí, en cada patio. Se habían plantado jardines en muchos de ellos, pero los habían dejado crecer a su libre albedrío. Este libre albedrío se había hecho fuerte y la naturaleza se había rendido en aquel lugar: las plantas se retorcían sobre sí mismas tras haber crecido un poco, para luego retroceder hacia la tierra con un color ceniciento. La apariencia era la misma una vez en el interior; allí recorrieron intrincadas galerías, en las que las capas de polvo eran tan gruesas como la tierra de los jardines muertos, que los llevaron hasta las habitaciones y las estancias destinadas a unos invitados que habían exhalado su último aliento décadas atrás. Casi todas las paredes, bien en las estancias o bien en los pasillos, estaban decoradas: algunas con tapices, muchas otras con enormes frescos. Aunque a Cortés le resultaban familiares algunas escenas gracias a sus viajes (Patashoqua bajo un cielo verde y dorado, con una flota de globos que se alzaba desde la llanura más allá de sus murallas, o un festival en los templos de L'Himby), comenzó a alimentarla sospecha de que las mejores escenas representaban la Tierra, en concreto, Inglaterra. Sin duda, el arte pastoral era universal—mente conocido, y los pastores cortejaban a las ninfas en los Dominios reconciliados de la misma manera que se describía en los sonetos del Quinto; no obstante, había detalles en aquellas escenas que eran, sin discusión alguna, ingleses: los vencejos que se lanzaban en picado desde los cálidos cielos de verano; el ganado que abrevaba en los arroyos mientras sus cuidadores dormían; el chapitel de Salisbury, que sobresalía por encima de un grupo de robles; las torres y cúpulas distantes de Londres, avistadas desde una ladera en la que coqueteaban varias criadas y sus pretendientes; incluso había una reproducción de lo que parecía ser Stonehenge, reubicado con fines dramáticos en una colina para que se recortara contra unas oscuras nubes de tormenta.

—Inglaterra —comentó Cortés a medida que avanzaban—. Alguien de este lugar tiene muy presente a Inglaterra.

A pesar de que pasaron junto a estos cuadros demasiado deprisa para estudiarlos con detenimiento, se dio cuenta de que ninguno estaba firmado. Los artistas que habían esbozado Inglaterra, y que habían regresado para describirla con tanto cariño, se contentaban, al parecer, con permanecer en el anonimato.

—Creo que deberíamos comenzar la subida —sugirió Nikaetomaas cuando, por azar, su recorrido los llevó al pie de una escalinata gigantesca—. Cuanto más subamos, más oportunidades tendremos de comprender la distribución.

El ascenso duró cinco tramos de escaleras (más pasillos desiertos se abrían en cada planta), pero al final acabaron en un tejado desde el que pudieron atisbar la enormidad del laberinto en el que se hallaban perdidos. Torres con un tamaño dos o tres veces mayor que el de la que acababan de escalar quedaban suspendidas sobre ellos; mientras que, más abajo, los patios se extendían en todas las direcciones. Algunos de ellos se veían cruzados por batallones, pero en su mayor parte estaban tan desiertos como el resto de los pasillos y habitaciones. Tras ellos se alzaban los muros del palacio y, pasados los muros, la ciudad cubierta de humo. El sonido de sus convulsiones resultaba apagado por la distancia.

Adormecidos por la lejanía de semejante ascenso, tanto Cortés como Nikaetomaas se vieron sorprendidos por una conmoción que surgió mucho más cerca. Casi agradecidos por percibir señales de vida en el mausoleo, aunque provinieran del enemigo, emprendieron la búsqueda de los causantes del alboroto y se lanzaron escaleras abajo para cruzar un puente encerrado entre dos torres.

—¡Las capuchas! —urgió Nikaetomaas, que volvió a esconder su cola de caballo bajo la camisa y se cubrió la cabeza con la áspera capucha. Cortés la imitó, a pesar de que dudaba de que les sirviera de mucha ayuda si los descubrían.

Alguien impartía órdenes en la galería que se extendía por delante de ellos, y Cortés tiró de Nikaetomaas hacia un escondite para poder escuchar. El oficial arengaba a sus hombres y prometía la paga de un mes a todo aquel que abatiera a un eurhetemec. Alguien preguntó cuántos había, a lo que el oficial respondió que los informes hablaban de seis, pero que él no lo creía, ya que habían masacrado al menos a diez veces esa cantidad. En cualquier caso, siguió explicando, no importaba su número, ya fueran seis, sesenta o seiscientos, puesto que estaban en desventaja numérica y atrapados. No escaparían con vida. Después de decir eso, dividió su contingente y les ordenó que dispararan a todo aquello que se moviera.

Tres de los soldados se encaminaron hacia el lugar donde Nikaetomaas y Cortés se escondían. Tan pronto como pasaron de largo, Nikaetomaas salió de las sombras y derribó a dos de ellos con un par de golpes. El tercero se giró para defenderse, pero Cortés, que carecía del tamaño y la fuerza que tan buen resultado le daban a Nikaetomaas, utilizó la inercia y se lanzó contra el hombre con tanta fuerza que los dos acabaron en el suelo. El soldado levantó el fusil contra la cabeza de Cortés, pero Nikaetomaas agarró la mano que sostenía el arma e izó al hombre hasta que ambos quedaron cara a cara, con el cañón apuntando al tejado y los dedos que rodeaban el gatillo demasiado magullados para disparar. En aquel momento, Nikaetomaas le quitó el casco al soldado con la mano libre y lo miró a los ojos.

—¿Dónde está el Autarca?

Al soldado, aterrado y dolorido en exceso, le resultó imposible fingir ignorancia.

—En la Torre del Eje —contestó.

—¿Y eso está…?

—La torre más alta —gimió, al tiempo que forcejeaba para librar el brazo del que colgaba, por el que corría la sangre.

—Llévanos allí —ordenó Nikaetomaas—. Por favor.

Con los dientes apretados, el hombre asintió con la cabeza y ella lo liberó. El arma se escurrió de entre sus dedos destrozados cuando el tipo cayó al suelo. Nikaetomaas lo instó a que se levantara haciéndole un gesto con un dedo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Yark Lazarevich —respondió mientras acunaba la mano herida en el hueco de su brazo.

—Pues bien, Yark Lazarevich, si intentas pedir ayuda, o yo creo conveniente interpretar cualquier movimiento por tu parte como un intento de ello, te reventaré los sesos tan deprisa que estarán en Patashoqua antes de que tengas tiempo de mearte encima. ¿Queda claro?

—Clarísimo.

—¿Tienes hijos?

—Sí, tengo dos.

—Pues imagínatelos huérfanos y compórtate bien. ¿Alguna pregunta?

—No, solo quiero decir que la torre queda bastante lejos de aquí. No me gustaría que creyerais que intento extraviaros.

—Que sea rápido, entonces —replicó ella.

Lazarevich se lo tomó al pie de la letra. Los guió de vuelta por el puente hacia las escaleras, mientras les explicaba que la ruta más rápida hacia la torre era a través del Cesscordium, que se encontraba dos pisos más abajo.

Apenas habrían bajado una docena de escalones cuando se escucharon disparos a sus espaldas y apareció uno de los camaradas de Lazarevich, gritando al tiempo que disparaba para dar la alarma. Si no hubiera perdido el equilibrio podría haberle metido una bala a Nikaetomaas o a Cortés, pero ambos se alejaron por las escaleras antes de que el soldado alcanzara siquiera el primer escalón. Lazarevich no dejaba de refunfuñar que aquello no tenía nada que ver con él, que amaba a sus hijos y que lo único que quería era volver a verlos.

De la galería inferior les llegó el sonido de los pasos y de los gritos que respondían a la alarma de más arriba. Nikaetomaas masculló una andanada de maldiciones que no podrían haber sido más explícitas de haberlas entendido Cortés; después intentó agarrar a Lazarevich, que echó a correr escaleras abajo antes de que pudiera atraparlo y se encontró con sus compañeros al final. La persecución de Nikaetomaas la había hecho adelantarse a Cortés, poniéndose en la línea de luego de los soldados. Estos no dudaron. Cuatro cañones abrieron fuego y cuatro balas impactaron en su objetivo. Su constitución no la ayudó en nada. Cayó allí mismo, su cuerpo rodó escaleras abajo y fue a parar a pocos escalones del final. Mientras la veía caer, a Cortés se le ocurrieron tres cosas: la primera, que mataría a aquellos hijos de puta por lo que habían hecho; la segunda, que el sigilo ya no servía de nada; y la tercera, que si hacía que el tejado se derrumbara sobre aquellos asesinos y se extendía el rumor de que había otro poder en el palacio además del que ostentaba el Autarca, aquello lo beneficiaría. Lamentaba las muertes que había provocado en la calle Lujuria, pero no lamentaría aquellas. Lo único que tenía que hacer era apartar la tela de su cara con la mano antes de que las balas comenzaran a silbar. Se acercaban más soldados al lugar desde diferentes puntos.
Vamos,
pensó al tiempo que levantaba las manos para fingir su rendición cuando los otros se acercaban.
Vamos,
uníos
a la fiesta.

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