—Roxborough no entiende nada.
—Dice que estás obsesionado con las mujeres, así que eso al menos lo entiende. Vigilas a una chica que vive al otro lado de la calle, según dice…
—¿Y qué si lo hago?
—¿Cómo puedes entregarte a la Reconciliación si estás tan distraído?
—¿Estás intentando convencerme para que no desee a Judith?
—Creí que la magia era una religión para ti.
—Y también lo es ella.
—Una disciplina, un misterio sagrado.
—Una vez más, también lo es ella. —Se echó a reír—. La primera vez que la vi, fue como ver por vez primera otro mundo. Sabía que arriesgaría mi vida para estar dentro de su piel. Cuando estoy con ella, vuelvo a sentirme como un discípulo que se va deslizando hacia un milagro, paso a paso. Vacilante, excitado…
—¡Ya basta!
—¿De veras? ¿No quieres saber por qué necesito tanto estar dentro de ella?
Godolphin lo miró con tristeza.
—La verdad es que no —dijo—. Pero si no me lo dices, sólo voy a preguntármelo.
—Porque durante un corto espacio de tiempo, me olvidaré de quién soy. Todo lo pequeño y concreto saldrá de mi ser. Mis ambiciones. Mi historia. Todo. Seré un ser sin hacer. Y es entonces cuando más cerca estoy de la deidad.
—De alguna forma siempre te las arreglas para llevarlo todo al mismo sitio. A tu lujuria.
—Todo es Uno.
—No me gusta cómo hablas del Uno —dijo Godolphin—. ¡Te pareces a Roxborough con sus aforismos! «La simplicidad es fuerza» y todo lo demás.
—No es eso lo que quiero decir y lo sabes. Es sólo que las mujeres son donde todo empieza y me gusta… ¿Cómo podría decirlo? Me gusta acariciar la fuente con tanta frecuencia como sea posible.
—Crees que eres perfecto, ¿verdad? —dijo Godolphin.
—¿Por qué estás de un humor tan agrio? Mace una semana bebías cada una de mis palabras.
—No me gusta lo que estamos haciendo —respondió Godolphin—. Quiero a Judith para mí sólo.
—Y la tendrás. Y yo también. Ahí está el esplendor de todo esto.
—¿No habrá diferencias entre ellas?
—Ninguna. Serán idénticas. Hasta el último pliegue. Hasta la última pestaña.
—¿Entonces por qué debo quedarme yo con la copia?
—Ya sabes la respuesta. Porque la original me ama a mí, no a ti.
—Jamás debería haberte permitido posar tus ojos sobre ella.
—No podrías habernos mantenido separados. No te pongas tan triste. Voy a hacerte una Judith que te adorará a ti y a tus hijos, y a los hijos de tus hijos, hasta que el nombre de Godolphin desaparezca de la faz de la tierra. ¿Y qué tiene eso de malo?
Al mismo tiempo que hacía la pregunta, todas las velas salvo la que él sostenía se apagaron y el pasado quedó extinguido con ellas. De repente volvió a la casa vacía, una sirena de policía aullaba cerca. Volvió a salir al vestíbulo cuando el coche bajaba disparado por la calle Gamut y sus luces azules latían a través de las ventanas. Segundos más tarde, bramaba otro tras el primero. Aunque el estrépito de las sirenas se fue desvaneciendo y al fin desapareció, los relámpagos no. Sin embargo, fueron adquiriendo brillo, cambiando del azul al blanco y perdieron su regularidad. Bajo su fulgor, Cortés vio la casa una vez más devuelta a toda su antigua gloria. Pero ya no era un lugar de debates y risas. Había sollozos arriba y abajo y el olor animal del miedo en cada esquina. Los truenos sacudían el techo pero no había lluvia que calmara su cólera.
No quiero estar aquí, pensó. Los otros recuerdos lo habían divertido. Le había gustado el papel que había tenido en el proceso. Pero esta oscuridad era una cosa muy distinta. Estaba llena de muerte y él quería huir de allí.
Volvió de nuevo el relámpago, de una horrible lividez. Bajo su luz vio a Lucius Cobbitt de pie en medio de las escaleras, agarrado a la barandilla como si se fuese a caer si no se sujetaba. Se había mordido la lengua o el labio, o ambos, y la sangre le resbalaba hasta la barbilla en hilillos provocados por la saliva con la que se había mezclado. Cuando Cortés subió las escaleras, olió excrementos. Al joven se le había soltado el vientre en los calzones. Al ver a Cortés, levantó los ojos.
—¿Cómo fracasó, maestro? —sollozó—. ¿Cómo?
Cortés se estremeció ya que la pregunta trajo un torrente de imágenes a su cabeza, imágenes más horrendas que todas las escenas que había presenciado en la Mácula. El fracaso de la Reconciliación había sido repentino y desastroso y había sorprendido a los maestros que representaban a los cinco Dominios en un momento tan delicado del oficio que no habían estado bien equipados para evitarlo. Los espíritus de los cinco ya se habían elevado de los círculos que ocupaban por toda Imajica y transportando los análogos de sus mundos habían convergido en el Ana, la zona inviolable que aparecía cada dos siglos en el corazón del In Ovo. Allí, durante un momento muy delicado, se podían hacer milagros, cuando los maestros, a salvo de los habitantes del In Ovo pero liberados y llenos de poder gracias a su estado inmaterial, se desprendían de sus semejanzas y permitían que la genialidad del Ana completara la fusión de los Dominios. Era un momento precario, pero ya llegaban a su conclusión cuando el círculo en el que estaba sentado el cuerpo físico del maestro Sartori, con las piedras que protegían el mundo exterior del flujo que permitía la entrada al In Ovo, se rompió. De todos los lugares potenciales donde el fracaso era posible durante las ceremonias, este era el menos probable: equivalente a un fracaso en la transubstanciación por falta de sal en el pan. Pero lo cierto es que fracasó y una vez que se abrió la brecha, no había forma de sellarla hasta que los maestros hubieran vuelto a sus cuerpos y hubieran reunido sus lances. Durante ese tiempo, los hambrientos inquilinos del In Ovo tuvieron el acceso libre al Quinto. Y no sólo al Quinto, sino también a la carne exultante de los propios maestros, que desalojaron el Ana en completo desorden y guiaron a los perros del In Ovo hasta sus cuerpos.
La vida de Sartori con toda seguridad se habría perdido junto con todas las demás si no hubiera intervenido Pai'oh'pah. Cuando el círculo se rompió, a Pai lo estaban sacando a la fuerza del Retiro tras una orden de Godolphin por dar voz a un murmullo profético de alarma e inquietar al público. Había recaído sobre Abelove y Lucius Cobbitt la responsabilidad de echarlo pero ninguno poseía la fuerza necesaria para sujetar al místico. La criatura se había liberado, había cruzado a toda velocidad el Retiro y se había lanzado al interior del círculo, donde los reunidos podían ver a su señor pero sólo como una llamarada de luz. El místico había aprendido bien a los pies de Sartori. Tenía defensas contra el flujo de poder que rugía en el círculo y había sacado al maestro ante las propias narices de los oviáceos que se aproximaban.
El resto de los reunidos, sin embargo, atrapados entre los gritos de advertencia del místico y los intentos de Roxborough para mantener el statu quo, seguían rodeando el círculo en completo desorden cuando aparecieron los oviáceos.
Las entidades fueron rápidas. En un momento determinado el Retiro era un puente hacia lo trascendental y al siguiente un matadero. Aturdido por su súbita caída en desgracia, el maestro sólo había visto fragmentos de la masacre pero se le habían quedado grabados a fuego en la retina y Cortés los recordaba ahora con todos sus espeluznantes detalles: Abelove, revolviéndose por el suelo aterrorizado mientras un oviáceo del tamaño de un toro derribado pero con el aspecto de algo que apenas ha llegado a nacer abría el buche sin dientes y lo arrastraba hacia sus mandíbulas con unas lenguas largas como látigos; McGann, que perdía el brazo entre las garras de un animal oscuro y lustroso que se ondulaba al correr, su amigo había conseguido soltarse, su sangre convertida en una fuente de color escarlata, mientras carne más fresca distraía a la criatura; y Flores (pobre Flores, que había llegado a la calle Gamut el día anterior con una carta de presentación de Casanova), atrapado entre dos bestias cuyos cráneos eran tan planos como palas y cuya piel traslúcida había permitido a Sartori ver la agonía de su víctima cuando la cabeza bajó por la garganta de una mientras las piernas las devoraba la otra.
Pero fue la muerte de la hermana de Roxborough la que Cortés recordaba con el horror más profundo, sobre todo porque aquel hombre había hecho todo lo posible para evitar que viniera e incluso se había humillado ante el maestro para rogarle que hablara con la mujer y la convenciera de que no asistiera. Había tenido esa charla pero había hecho a sabiendas de la advertencia una seducción (casi literal, de hecho) y la joven había venido a ver la Reconciliación tanto para encontrarse con los ojos del hombre que la había cortejado con sus consejos como por la ceremonia en sí. Había pagado el precio más terrible. Habían luchado por ella como si fuera un hueso entre lobos hambrientos, había chillado una plegaria para que la muerte la liberara mientras un trío de oviáceos le sacaba las entrañas y chapoteaba en su cráneo abierto. Para cuando el maestro, con la ayuda de Pai'oh'pah, hubo alzado los lances suficientes para empujar de nuevo a las entidades al centro del círculo, la joven estaba muriendo entre sus propias entrañas, sacudiéndose como un pez medio despedazado por un anzuelo.
Sólo más tarde se enteró el maestro de las atrocidades que habían ocurrido en los otros círculos. Era la misma historia que en el Quinto: los oviáceos habían aparecido en medio de los inocentes y se había producido una carnicería que sólo se había detenido cuando uno de los ayudantes del maestro los había hecho retroceder. Con la excepción de Sartori, todos los demás maestros habían perecido.
—Sería mejor si yo hubiera muerto como los otros —le dijo a Lucius.
El muchacho intentó convencerlo de lo contrario pero las lágrimas lo abrumaron. Hubo otra voz, sin embargo, que se elevó desde el pie de las escaleras, ronca por el dolor pero fuerte.
—¡Sartori! ¡Sartori!
Se dio la vuelta. Joshua estaba allí, en el vestíbulo, su elegante abrigo de color azul pálido cubierto de sangre. Igual que las manos. Igual que la cara.
—¿Qué va a pasar? —le gritó—. ¡Esta tormenta! ¡Va a destrozar el mundo!
—No, Joshua.
—¡No me mientas! ¡Jamás ha habido una tormenta como esta! ¡Nunca!
—Contrólate…
—Jesucristo nuestro Señor, perdónanos nuestros pecados.
—Eso no va a ayudar, Joshua.
Godolphin tenía un crucifijo en la mano y se lo llevó a los labios.
—¡Basura sin Dios! ¿Eres un demonio? ¿Es eso? ¿Te enviaron para que te quedaras con nuestras almas? —Las lágrimas bañaban su rostro perturbado—. ¿De qué infierno has salido?
—Del mismo que tú. Del infierno humano.
—Debería haber escuchado a Roxborough. ¡Él lo sabía! No dejaba de decir, una y otra vez, que tenías algún plan y no le creí, no quise creerle, porque Judith te amaba y ¿cómo podía algo tan puro amar algo impío? Pero también te ocultaste de ella, ¿verdad? ¡Pobre y dulce Judith! ¿Cómo conseguiste que te amara? ¿Cómo lo hiciste?
—¿Eso es lo único que se te ocurre?
—¡Dímelo! ¿Cómo?
Apenas coherente a causa de la furia, Godolphin comenzó a subir las escaleras hacia el seductor.
Cortés sintió que se llevaba la mano a la boca. Godolphin se detuvo. Conocía bien su poder.
—¿No hemos derramado suficiente sangre esta noche? —dijo el maestro.
—Tú, no yo —respondió Godolphin. Señaló a Cortés con un dedo, el crucifijo le colgaba del puño—. No tendrás paz después de esto —dijo—. Roxborough ya está hablando de una purga y yo voy a darle cada guinea que necesite para partirte la espalda. ¡Tú y todas tus obras están malditas!
—¿Incluso Judith?
—No quiero volver a ver a esa criatura.
—Pero es tuya, Joshua —dijo el maestro sin cambiar el tono, descendía las escaleras sin dejar de hablar—. Es tuya para siempre jamás. No envejecerá. No morirá. Le pertenece a la familia Godolphin hasta que el sol se apague.
—Entonces la mataré.
—¿Y harás que caiga su alma inocente sobre tu conciencia manchada?
—¡Ella no tiene alma!
—Te prometí una Judith idéntica hasta la última pestaña y eso es lo que es. Una religión. Una disciplina. Un misterio sagrado. ¿Te acuerdas?
Godolphin enterró el rostro en las manos.
—Es la única alma inocente que queda entre nosotros, Joshua. Consérvala. Ámala como nunca has amado a ningún ser vivo porque ella es nuestra única victoria. —Cogió las manos de Godolphin y le descubrió la cara—. No te avergüences de nuestra ambición —dijo—. Y no creas a nadie que te diga que fue cosa del Diablo. Hicimos lo que hicimos por amor.
—¿Qué? —dijo Godolphin—. ¿Hacerla a ella o la Reconciliación?
—Todo es Uno —respondió—. Cree eso, al menos.
Godolphin recuperó sus manos de entre los dedos del maestro.
—Nunca más volveré a creer en nada —dijo y tras volverle la espalda, comenzó su agotado descenso.
De pie en las escaleras, mientras contemplaba cómo desaparecía el recuerdo, Cortés se despidió por segunda vez. Nunca había vuelto a ver a Godolphin después de aquella noche. Unas semanas más tarde, el hombre se había retirado a su finca, se había encerrado allí y había vivido en silenciosa automortificación hasta que la desesperación había hecho explotar su dolorido corazón.
—Fue culpa mía —dijo el muchacho en las escaleras, detrás de él.
Cortés había olvidado que Lucius seguía allí, mirando y escuchando. Se volvió de nuevo hacia el niño.
—No —dijo—. No has de culparte de nada.
Lucius se había limpiado la sangre de la barbilla pero era incapaz de controlar los temblores. Le castañeteaban los dientes entre las palabras que le salían dando traspiés.
—Hice todo lo que vos me ordenasteis hacer —dijo—. Lo juro, lo juro. Pero debo haberme saltado algunas palabras de los ritos o… no sé… quizá haya mezclado las piedras.
—¿De qué estás hablando?
—Las piedras que me disteis, para sustituir las defectuosas.
—Yo no te di ninguna piedra, Lucius.
—Pero, maestro, lo hicisteis. Dos piedras, que debían ir en el círculo. Me dijisteis que enterrara las que cogía, en el escalón de fuera. ¿No lo recordáis?
Al escuchar la muchacho, Cortés entendió por fin por qué había fracasado la Reconciliación. Su otro yo (nacido en la habitación superior de esta misma casa), había utilizado a Lucius como agente y lo había enviado para sustituir una parte del círculo con piedras que se parecían a las originales (llevaban la falsificación en la sangre); sabía que no preservarían la integridad del círculo cuando la ceremonia alcanzara su momento culminante.