Cortés se subió al alféizar, desde cuya percha había planeado su itinerario con tanta frecuencia, e intentó quitarse de la cabeza todo pensamiento que le inspirara la deserción de Jude. Sin embargo, esta no era la mejor habitación para intentar olvidarla. Después de todo, era el útero en el que la habían creado. Era muy probable que las tablas todavía ocultaran motas de la arena que había marcado su círculo y manchas, incrustadas en el grano, de los licores con los que había ungido su desnudez. Por mucho que intentara evitar que lo invadieran los pensamientos, uno llevaba de forma inevitable a otro. La imaginaba desnuda, veía sus manos sobre ella, resbaladiza a causa de los aceites. Luego sus besos. Y su cuerpo. Y antes de que hubiera pasado un minuto, estaba sentado en el alféizar con una erección hociqueándole la ropa interior.
¡Tenía que ser aquella precisamente la mañana que lo atormentara aquella distracción! Las seducciones de la carne no tenían lugar en la tarea que tenía por delante. Habían convertido en una tragedia la última Reconciliación y no permitiría que lo alejaran de su sagrado camino ni un sólo paso. Bajó la vista y se contempló la entrepierna, asqueado consigo mismo. —Córtatela —aconsejó Descansito.
Si pudiera haberlo llevado a cabo sin convertirse en un inválido, lo habría hecho en ese mismo instante, y con mucho gusto. No sentía nada salvo desprecio por lo que se izaba entre sus piernas. Era un idiota impulsivo y quería deshacerse de él. —Puedo controlarlo —respondió Cortés.
—Famosas últimas palabras —dijo la criatura.
Un mirlo había entrado en el árbol y allí cantaba muy contento. Cortés lo contempló un momento, luego sus ojos atravesaron las ramas y se clavaron en el cielo de un bruñido color azul. Sus pensamientos se abstrajeron mientras lo estudiaba y para cuando oyó que Clem subía las escaleras con algo de comer y beber, había pasado el espasmo de carnalidad y recibía a sus ángeles con la frente más fría.
—Así que ahora tenemos que esperar —le dijo a Clem.
—¿A qué?
—A que vuelva Jude.
—¿Y si no vuelve?
—Lo hará —respondió Cortés—. Aquí fue donde nació. Es su hogar, aunque piense que ojalá no lo fuera. Al final tendrá que encontrar el camino de vuelta. Y si ha conspirado contra nosotros, Clem, si está trabajando con el enemigo, entonces te juro que dibujaré un círculo aquí mismo —señaló las tablas del suelo—, y la desharé tan bien que será como si nunca hubiera respirado.
A
quellas aguas que desafiaban a las leyes de la naturaleza fueron compasivas. Aunque llevaron a Jude por todo el palacio a una velocidad considerable y vagaron por pasillos cuyo paso ya había despojado de tapices y muebles, trataron a su carga con cuidado. No la lanzaron contra los muros ni las columnas, sino que la transportaron en un barco de espuma que ni vacilaba ni se hundía sino que se apresuraba, tripulado a distancia, hacia su destino. Un lugar que apenas se podía poner en duda. El misterio que se ocultaba en el corazón del laberinto del Autarca había sido siempre la Torre del Eje y, aunque ella había sido testigo del comienzo de la perdición de la torre, era ese, con toda seguridad, su lugar de desembarco. Plegarias y peticiones habían acudido allí durante toda una era, atraídas por la autoridad del Eje. Fuera cual fuera la fuerza que lo había sustituido, la que llamaba a estas aguas había colocado su trono sobre los escombros del señor caído.
Y ahora tenía pruebas de ello, cuando las aguas la sacaron de los vacíos corredores y la metieron en las inmediaciones aún más severas de la torre, allí se ralentizaron para depositarla en un estanque tan repleto de detritos que era casi sólido. De entre estos restos se alzaba una escalera, Jude se levantó de los escombros y se echó sobre los escalones más bajos, mareada pero también entusiasmada. Las aguas continuaban apiñándose alrededor de la escalera, como una ardiente marea viva, y ese claro deseo de subir aquel tramo era contagioso. La joven se puso en pie después de unos minutos y comenzó a ascender.
Aunque no había luces ardiendo en la cima, había iluminación suficiente derramándose escaleras abajo para recibirla y, al igual que la luz de las fuentes, era prismática, lo que sugería que había más aguas delante de ella, aguas que habían llegado al palacio por otras rutas. Antes de que hubiera subido siquiera media escalera aparecieron dos mujeres y se la quedaron mirando. Las dos iban vestidas con sencillas combinaciones de color hueso y la más gorda de las dos, una mujer de proporciones colosales, se la desabrochó para desnudar sus pechos para el bebé que estaba amamantando. Tenía un aspecto casi tan infantil como el del pequeño que tenía a su cargo, el cabello ralo, el rostro, como los senos, pesado y de un color rosa, como de almendra de azúcar. La mujer que estaba a su lado era mayor y más delgada, con la piel notablemente más oscura que la de su compañera, el cabello gris trenzado y caído sobre los hombros como una cogulla. Llevaba guantes, y gafas, y contempló a Jude con una indiferencia casi magistral.
—Otra alma salvada de la inundación —dijo.
Jude había dejado de subir. Aunque ninguna de las dos mujeres había hecho señal de prohibirle la entrada, quería entrar en este lugar milagroso como invitada, no como intrusa.
—¿Soy bienvenida?
—Por supuesto —dijo la madre—. ¿Has venido a ver a las Diosas?
—Sí.
—¿Vienes entonces del Bastión?
Antes de que Jude pudiera contestar, su compañera le proporcionó la respuesta.
—¡Pues claro que no! ¡Mírala!
—Pero la trajeron las aguas.
—Las aguas traen a cualquier mujer que se atreva. Nos trajeron a nosotras, ¿no?
—¿Hay muchas otras? —preguntó Jude.
—Cientos —fue la respuesta—. Quizá miles a estas alturas.
Jude no se sorprendió. Si alguien como ella, una extraña en los Dominios, había terminado por sospechar que las Diosas seguían existiendo, cuánta más esperanza debían de haber tenido las mujeres que vivían aquí; ellas habían vivido con las leyendas de Tishalullé y Jokalaylau.
Cuando Jude llegó a lo alto de las escaleras, la mujer de las gafas se presentó.
—Soy Lotti Yap.
—Yo soy Judith.
—Es un placer verte, Judith —dijo la otra mujer—. Yo soy Paramarola. Y este chavalín —bajó los ojos para mirar al bebé— es Billo.
—¿Tuyo? —preguntó Jude.
—¿Y dónde habría encontrado yo un hombre que me diera una cosita como esta? —dijo Paramarola.
—Llevamos nueve años en el Anexo —explicó Lotti Yap—. Somos huéspedes del Autarca.
—Que se le pudra el espino y se le marchiten las moras —añadió Paramarola.
—¿Y de dónde has venido tú? —preguntó Lotti.
—Del Quinto —dijo Jude.
Que en este momento, sin embargo, no prestaba toda su atención a las mujeres. Había reclamado su interés una ventana que se encontraba al otro lado del pasillo salpicado de charcos que tenían tras ellas, o más bien, el paisaje que se contemplaba desde allí. Jude se acercó al alféizar, perpleja y asombrada, y se asomó a un espectáculo extraordinario. El torrente había despejado un círculo de un kilómetro de anchura o más en el centro del palacio, había barrido muros, columnas y tejados y había ahogado los escombros. Todo lo que quedaba, elevándose de las aguas, eran islas de roca allí donde antes estaban las torres más altas, y de vez en cuando una esquina de uno de los inmensos anfiteatros del palacio, conservado como si pretendiera burlarse de las altivas pretensiones de su arquitecto. Pero ni siquiera estos fragmentos permanecerían allí mucho tiempo más, sospechaba Jude, Las aguas rodeaban esta inmensa cuenca sin violencia, pero sólo con su peso pronto harían derrumbarse estos últimos restos de la obra maestra de Sartori.
En el centro de este pequeño mar había una isla más grande que el resto, las orillas inferiores formadas por los aposentos medio derruidos que se apiñaban alrededor de la Torre del Eje, sus rocas eran los escombros de la mitad superior de la torre mezcladas con trozos inmensos de su inquilino y las alturas eran los restos de la torre en sí, una pirámide de cascotes irregular pero reluciente en la que parecía arder un fuego blanco. Al mirar la transformación que habían forjado estas aguas, que habían erosionado en cuestión de días, de horas quizá, lo que al Autarca le había llevado décadas diseñar y construir, Jude se maravilló de haber llegado a este lugar intacta. El poder que se había encontrado en un principio en forma de inocente aunque voluntarioso arroyo, se revelaba aquí como una abrumadora fuerza de cambio.
—¿Estabais aquí cuando ocurrió esto? —le preguntó a Lotti Yap.
—Sólo vimos el final —respondió la otra—. Pero déjame decirte que fue toda una visión. Ver caerse las torres…
—Temimos por nuestras vidas —dijo Paramarola.
—Habla por ti —respondió Lotti—. Las aguas no nos liberaron sólo para ahogarnos. Éramos prisioneras en el Anexo, sabes. Entonces el suelo se agrietó y las aguas se limitaron a subir burbujeando y arrastraron las paredes.
—Sabíamos que vendrían las Diosas, ¿a que sí? —dijo Paramarola—. Siempre tuvimos fe en ello.
—¿Así que nunca creísteis que estuvieran muertas?
—Pues claro que no. Enterradas vivas, quizá. Dormidas. Incluso locas. Pero nunca muertas.
—Lo que dice es cierto —comentó Lotti—. Sabíamos que llegaría este día.
—Por desgracia, quizá sea una victoria corta —dijo Jude.
—¿Por qué dices eso? —respondió Lotti—. El Autarca se ha ido.
—Sí, pero su Padre no.
—¿Su Padre? —dijo Paramarola—. Pensé que era bastardo.
—¿Y quién es su padre, entonces? —dijo Lotti.
—Hapexamendios.
Paramarola se echó a reír al oír eso pero Lotti Yap le dio un codazo en las bien protegidas costillas.
—No es un chiste, Rola.
—Tiene que serlo —protestó la otra.
—¿Ves reírse a esta mujer? —Luego se dirigió a Jude—: ¿Tienes alguna prueba de eso?
—No, no la tengo.
—¿Entonces de dónde has sacado semejante idea?
Jude había supuesto que sería difícil convencer a la gente de los orígenes de Sartori pero había sido optimista y había presumido que cuando llegara el momento la poseería una repentina lucidez. En lugar de eso sintió una oleada de frustración. Si se veía obligada a desentrañar toda la lamentable historia de su implicación con el autarca Sartori ante cada alma que se interponía entre ella y las
Diosas, lo peor les caería encima antes de que hubiera llegado a la mitad del camino. Y entonces, la inspiración.
—El Eje es la prueba —dijo.
—¿Y cómo es eso? —dijo Lotti, que ahora estudiaba con una intensidad nueva a esta mujer que había traído el torrente.
—Jamás habría podido trasladar el Eje sin la colaboración de su Padre.
—Pero el Eje no pertenece al Invisible —dijo Paramarola—. Nunca fue de Él.
Jude las miró confundida.
—Lo que dice Rola es cierto —le dijo Lotti—. Es posible que lo haya utilizado para controlar a unos cuantos hombres débiles, pero el Eje no fue nunca Suyo.
—¿De quién entonces?
—Urna Umagammagi estaba dentro.
—¿Y esa quién es?
—La hermana de Tishalullé y Jokalaylau. Media hermana de las hijas del Delta.
—¿Había una Diosa en el Eje?
—Sí.
—¿Y el Autarca no lo sabía?
—Eso es. La Diosa se escondió allí para huir de Hapexamendios cuando Este pasó por Imajica. Jokalaylau fue a la nieve y se perdió allí. Tishalullé…
—… a la Cuna de Chzercemit —dijo Jude.
—Así fue —dijo Lotti, claramente impresionada.
—Y Urna Umagammagi se ocultó en roca sólida —continuó Paramarola, que contaba el cuento como si se dirigiese a un niño—, pensando que el Dios pasaría por aquel lugar sin verla. Pero el Dios eligió al Eje como centro de Imajica y colocó su poder sobre él, encerrándola a Ella en el interior.
Esa tenía que ser la ironía definitiva, pensó Jude. El arquitecto de Yzordderrex había construido su fortaleza, su imperio entero en realidad, alrededor de una Diosa encarcelada. Y tampoco le pasó desapercibido el paralelismo con Celestine. Al parecer Roxborough había estado siguiendo sin saberlo una lúgubre tradición cuando había encerrado a Celestine bajo su casa.
—¿Dónde están ahora las Diosas? —le preguntó Jude a Lotti.
—En la isla. A todas se nos permitirá acudir a su presencia en su momento, y a todas nos bendecirán. Pero llevará días.
—Yo no tengo días —dijo Jude—. ¿Cómo llego a la isla?
—Se te llamará cuando te llegue la hora.
—Pues tendrá que ser ahora —dijo Jude— o no será nunca. —Miró a derecha e izquierda del pasillo—. Gracias por la información —dijo—. Quizá os vuelva a ver.
Tras escoger el camino de la derecha, Jude hizo amago de irse pero Lotti la cogió por la manga.
—No lo entiendes, Judith —dijo—. Las Diosas han venido para ponernos a salvo. Aquí nada puede hacernos daño. Ni siquiera el Invisible.
—Espero que eso sea verdad —dijo Jude—. Desde el fondo de mi corazón, espero que sea verdad. Pero tengo que advertirlas, por si no lo es.
—Entonces será mejor que vayamos contigo —dijo Lotti—. De otro modo jamás las encontrarás.
—Espera —dijo Paramarola—. ¿Deberíamos hacerlo? Esta mujer podría ser peligrosa.
—¿Y no lo somos todas? —respondió Lotti—. Precisamente por eso nos encerraron, ¿te acuerdas?
Si el ambiente de las calles en el exterior del palacio había sugerido una especie de carnaval post-apocalíptico (las aguas que bailaban, los niños que jugaban, el aire de pavana), esa sensación era cien veces más fuerte en los pasillos que rodeaban el borde de la cuenca que había limpiado el torrente. Aquí también había niños y su risa era más musical que nunca. Ninguno tenía más de cinco años, pero había tantos niños como niñas entre la muchedumbre. Convertían los pasillos en patios de juegos y su estrépito rebotaba en paredes que no habían oído tanta alegría desde que las habían levantado. También había agua, por supuesto. Cada centímetro de suelo estaba bendecido por un charco, un riachuelo o un arroyo, cada arco tenía una cortina líquida que caía como una cascada de su dovela, cada aposento lo refrescaban burbujeantes manantiales y fuentes que rozaban el techo. Y en cada tintineante hilo de agua, había la misma presencia que Jude había sentido en la marea que la había traído hasta aquí arriba: el agua como vida, repleta hasta la última gota del propósito de las Diosas. Por encima de su cabeza, el cometa subía hasta lo más alto y atravesaba con sus rayos blancos y rectos cualquier ranura que pudiera encontrar, convertía el charco más humilde en un estanque de oráculos y trenzaba su luz con el chorro de cada surtidor.