Cortés quedó asombrado al descubrir que Atanasio tenía cierto ingenio y se encontró con que empezaba a agradarle aquel hombre a medida que charlaban. Quizá pudieran sacar algo de su mutua compañía, después de todo, aunque cualquier tregua carecería de valor si no se abordaba el tema de la Mácula y todo lo que había ocurrido allí.
—Te debo una explicación —dijo.
—¿Sí?
—Por lo que ocurrió en las tiendas. Perdiste a mucha de tu gente y fue por mi causa.
—No sé cómo podrías haberlo manejado de otra forma —dijo Atanasio—. Ninguno de nosotros sabíamos con qué fuerzas estábamos tratando.
—No estoy seguro de saberlo ahora tampoco.
El rostro de Atanasio adquirió una expresión adusta.
—Pai'oh'pah se tomó muchas molestias para volver a perseguirte —dijo.
—No era una persecución.
—Fuera lo que fuera, hizo falta voluntad para hacerlo. El místico debía de saber cuáles serían las consecuencias, para sí mismo y para mi gente.
—Detestaba hacer daño.
—¿Entonces qué era tan importante para que causara tanto?
—Quería asegurarse de que yo entendía lo que debía hacer.
—No es razón suficiente —dijo Atanasio.
—Es la única que tengo —respondió Cortés, obvió la otra parte del mensaje de Pai, la parte que hablaba de Sartori. Atanasio no tenía respuestas para tales acertijos, así que, ¿para qué iba a afligirlo con ellos?
—Creo que está pasando algo que no entendemos —dijo Atanasio—. ¿Has visto las aguas?
—Sí.
—¿No te inquietan? A mí sí. Aquí hay otros poderes además de nosotros, Cortés. Quizá deberíamos estar buscándolos, aceptando sus consejos.
—¿A qué te refieres con poderes? ¿Otros maestros?
—No. Me refiero a la Santa Madre. Creo que es posible que esté aquí, en Yzordderrex.
—Pero no estás seguro.
—Algo está moviendo las aguas.
—Si estuviera aquí, ¿acaso no lo sabrías? Eras uno de sus sumos sacerdotes.
—Nunca fui nada de eso. Rendíamos culto en la Mácula porque allí se cometió un crimen. Se llevaron a una mujer de ese punto, al Primero.
Floccus Dado le había contado a Cortés esa historia mientras cruzaban el desierto en coche pero en aquel momento había tantas otras cosas que lo afligían y emocionaban que se había olvidado del cuento: el de su madre, por supuesto.
—Se llamaba Celestine, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la he conocido. Sigue viva, ha vuelto al Quinto.
El otro hombre entrecerró los ojos como si quisiera agudizar la mirada y aguijonear aquello si era una mentira. Pero unos segundos después esbozó una sonrisa diminuta.
—Así que has tenido tratos con mujeres sagradas —dijo—. Todavía hay esperanza para ti.
—Tú también puedes conocerla, cuando termine todo esto.
—Me gustaría mucho.
—Pero por ahora, tenemos que mantener el rumbo. No puede haber desviaciones. ¿Lo entiendes? Podemos ir a buscar a la Santa Madre cuando hayamos terminado con la Reconciliación, pero no antes.
—Me siento tan desnudo, maldita sea —dijo Atanasio.
—Como todos. Es inevitable. Pero hay algo más inevitable todavía.
—¿Y qué es?
— La integridad de las cosas —dijo Cortés—. Las cosas reparadas. Las cosas curadas. Eso es más cierto que el pecado, la muerte o la oscuridad.
—Bien dicho —respondió Atanasio—. ¿Quién te enseñó eso?
—Deberías saberlo. Fuiste tú el que me casaste con aquella criatura.
—Ah. —Atanasio sonrió—. ¿Entonces me permites recordarte por qué se casa un hombre? Para poder ser un ente íntegro, gracias a una mujer.
—Este hombre no —dijo Cortés.
—¿No era el místico una mujer para ti?
—A veces…
—¿Y cuando no lo era?
—No era ni hombre ni mujer. Era mi bendición.
A Atanasio pareció desconcertarle aquello profundamente.
—A mí eso me parece profano —comentó.
Cortés nunca había pensado en el lazo que había entre él y el místico en esos términos y tampoco agradeció ahora la carga de dudas. Pai había sido su maestro, su amigo y su amante, un defensor desinteresado de la Reconciliación desde el principio. No podía creer que su Padre hubiera sancionado aquel enlace si no hubiera sido sagrado.
—Creo que deberíamos dejar el tema —le dijo a Atanasio—, o volveremos a tirarnos a la yugular del otro y yo, por lo menos, no es lo que quiero.
—Yo tampoco —respondió Atanasio—. No lo discutiremos más. Dime, ¿ahora adónde vas?
—A la Mácula.
—¿Y quién representa allí al Sínodo?
—Chicka Jackeen.
—¡Ah! Así que lo has elegido a él, ¿no?
—¿Lo conoces?
—No muy bien. Sé que llegó a la Mácula mucho antes que yo. De hecho, no creo que nadie sepa de verdad cuánto tiempo lleva allí. Es un tipo extraño.
—Si eso fuera un impedimento, los dos nos quedaríamos sin trabajo — comentó Cortés.
—Muy cierto.
Y con eso, Cortés le deseó a Atanasio lo mejor y se separaron (con cortesía pero no con cariño), Cortés abandonó Yzordderrex con el pensamiento y lo dirigió al desierto que esperaba más allá. Al instante, el interior doméstico parpadeó y fue sustituido segundos más tarde por el inmenso muro de la Mácula, que se elevaba entre una niebla en la que deseaba con todas sus fuerzas que lo estuviera aguardando el último miembro de su Sínodo.
Los arroyos seguían convergiendo a medida que las dos mujeres ascendían, hasta que se encontraron caminando al lado de una corriente que pronto sería demasiado ancha para saltarla y demasiado violenta para vadearla. No había diques que contuvieran estas aguas, sólo las hondonadas y las alcantarillas de las calles, pero la misma intencionalidad que las atraía colina arriba limitaba su extensión lateral. De ese modo, el río no derrochaba sus energías sino que trepaba como un animal cuya piel creciera a un ritmo prodigioso para hospedar el poder que adquiría cada vez que asimilaba a otro de su especie. A estas alturas ya no quedaba ninguna duda sobre su destino. Sólo había una estructura en la cima más alta de la ciudad (el palacio del Autarca) y a menos que se abriera un abismo en la calle que se tragara las aguas antes de que llegaran a las puertas, sería allí donde las llevaría su estela.
Jude tenía recuerdos mezclados del palacio. Algunos, como la Torre del Eje y la cámara de abajo, donde se depositaban las plegarias, eran aterradores. Otros eran de un dulce erotismo, como las horas que había pasado dormitando en la cama de Quaisoir mientras Concupiscencia cantaba y el amante al que había creído demasiado perfecto para ser real la cubría de besos. Este había desaparecido, claro está, pero ella volvía al laberinto que él había construido, ahora recuperado para algún nuevo propósito, no sólo con su aroma en su piel (hueles a coito, le había dicho Celestine) sino con el fruto de esa cópula en su útero. No cabía duda de que eso había frustrado todas sus esperanzas de compartir conocimientos con Celestine. Incluso después del menosprecio de Tay y del intento de conciliación de Clem, la mujer había procurado tratar a Jude como si fuese una paria. Y si ella, a quien la divinidad sólo había rozado, había olido a Sartori en la piel de Jude, con toda seguridad Tishalullé olería lo mismo y sabría también que el niño estaba allí. Si la desafiaban, Jude había decidido decir la verdad. Tenía razones para hacer todo lo que había hecho y no presentaría falsas excusas sino que se acercaría a los altares de estas Diosas con humildad y respeto por sí misma en igual medida.
Las puertas estaban ya a la vista y el río se precipitaba hacia ellas, su torrente un rugido de aguas rápidas. El asalto de las aguas o bien algún ataque previo había arrancado ambas puertas de sus goznes y el agua atravesaba la brecha en una cascada extática.
—¿Cómo pasamos? —gritó Hoi-Polloi por encima del estrépito.
—No es tan profundo —dijo Jude—. Podremos vadearlo si vamos juntas. Venga. Dame la mano.
Sin darle a la chica tiempo para discutir o retirarse, Jude cogió a Hoi-Polloi con firmeza por la muñeca y se metió en el río. Como había dicho, no era muy profundo. Su superficie espumosa sólo les llegaba a la mitad de los muslos. Pero tenía una fuerza considerable y se vieron obligadas a proceder con extremo cuidado. Jude no veía el suelo por el que las llevaba a ambas, el agua estaba demasiado revuelta, pero sentía a través de las suelas de los zapatos que el río estaba socavando el pavimento, erosionando en cuestión de minutos lo que el paso de los soldados, esclavos y penitentes no había grabado en dos siglos. Y esta erosión no era lo único que amenazaba su equilibrio. La carga que llevaba el río de limosnas, peticiones y basura era ahora muy pesada, reunida como estaba en cinco o seis lugares diferentes de los kesparates inferiores. Planchas de madera les golpeaban las corvas y las espinillas; ribetes de tela les envolvían las rodillas. Pero Jude siguió pisando con seguridad y avanzó con paso firme hasta que atravesaron las puertas; de vez en cuando miraba por encima del hombro para tranquilizar a Hoi-Polloi con una mirada o una sonrisa, quería transmitirle que, aunque sin duda era incómodo, el riesgo no era grande.
El río no perdió velocidad una vez dentro de los muros del palacio sino que pareció encontrar un ímpetu nuevo, lanzaba la espuma incluso a más altura ahora que ascendía por los patios. Los rayos del cometa caían aquí en mayor abundancia que en los kesparates inferiores y su luz, al chocar contra el agua, lanzaba filigranas plateadas contra la entristecida piedra. Distraída por la belleza de aquella imagen, Jude perdió por un momento pie al salir de las verjas y, a pesar de un grito de advertencia, volvió a caer al río y se llevó a Hoi-Polloi con ella. Aunque no corrían el peligro de ahogarse, el agua tenía ímpetu suficiente para arrastrarlas y a Hoi-Polloi, que era con mucho la más ligera de las dos, se la llevó el agua por delante de Jude a cierta velocidad. Intentaron volver a levantarse pero las derrotaron los remolinos y las contracorrientes que generaba el entusiasmo del río y sólo por casualidad pudo Hoi-Polloi (lanzada contra una presa de detritos que estaba asfixiando parte de la corriente) utilizar la masa acumulada en el río para detenerse y ponerse de rodillas con gran esfuerzo. El agua rompía contra ella con una fuerza considerable entretanto, la voluntad de llevársela no había disminuido pero la joven la desafió y para cuando el río llevó a Jude hasta allí, Hoi-Polloi ya se estaba levantando.
—¡Dame la mano! —chilló, devolviéndole así la invitación que Jude había sido la primera en hacer cuando se habían metido en la corriente.
Jude estiró la mano y se giró en medio del agua para alcanzar los dedos de Hoi-Polloi. Pero el río tenía otras ideas. Cuando tenían las manos a unos centímetros y estaban a punto de unirse, las aguas conspiraron para darle la vuelta y secuestrarla; la aferraban con tal fuerza que por un momento le quitaron la respiración. Ni siquiera fue capaz de gritar una palabra de consuelo, el torrente la levantó y se la llevó, cruzó con ella un arco monolítico y desapareció de la vista de Hoi-Polloi.
A pesar de lo violentas que eran las aguas, que la lanzaban de un sitio a otro mientras se precipitaban entre claustros y columnatas, Jude no les tenía miedo; más bien lo contrario. La excitación era contagiosa. Ahora formaba parte del propósito de las aguas, aunque ellas no lo supieran y se alegraba de que la fueran a entregar a quien las habían emplazado, que sin duda era también su fuente. Sólo el final de este viaje sabía si quien las había convocado (ya fuera Tishalullé, Jokalaylau o alguna otra Diosa que pudiera residir hoy aquí) decidiría que ella era una peticionaria o sólo un trozo de basura más.
Si Yzordderrex se había convertido en un lugar de detalles gloriosos (cada color cantaba, cada burbuja de sus aguas era cristalina), la Mácula se había entregado a la ambigüedad. No había ni un soplo de viento que agitase la pesada bruma que colgaba sobre las tiendas caídas y los muertos, envueltos en sudarios pero sin enterrar, que yacían entre sus pliegues; y el cometa tampoco tenía fuego suficiente para perforar una niebla más alta, cuya tela convertía su luz en algo oscuro y gris. A la izquierda de donde se encontraba la proyección de Cortés, el anillo de Vírgenes donde se habían refugiado Atanasio y sus discípulos era visible entre las tinieblas. Pero el hombre que había venido a buscar no residía allí, ni tampoco había ninguna señal de él a la derecha, aunque allí la niebla era tan densa que ocultaba todo lo que se encontraba fuera de un radio de unos ocho o diez metros. Con todo, se internó en la calina; no sentía ningún deseo de llamar a Chicka Jackeen, aunque su voz hubiera tenido fuerza suficiente. Había una conjura de supresión en aquel paisaje y a Cortés no le apetecía desafiarla. Así que avanzó en silencio, su cuerpo apenas desplazaba la bruma y sus pies dejaban poca o ninguna huella en el suelo. Aquí se sentía más como un fantasma que en cualquiera de los otros lugares de encuentro. Era un paisaje para ese tipo de almas: calladas pero perseguidas.
No tuvo que caminar a ciegas durante mucho tiempo. La bruma empezó a aclararse después de un rato y entre sus jirones vio a Chicka Jackeen. Había extraído una silla y una mesa pequeña de entre los restos y estaba sentado de espaldas al gran muro del Primer Dominio. Cortés vio que hacía un solitario y hablaba para sí con gesto furioso. Estamos todos chiflados, pensó Cortés cuando lo sorprendió así. Ácaro Bronco medio colgado de la mostaza; Scopique convertido en un pirómano aficionado; Atanasio haciendo bocadillos sacramentales con las manos perforadas, y, por último, Chicka Jackeen parloteando sólo como un mono neurótico. Chiflados todos y cada uno. Y, de todos ellos él, Cortés, era con toda probabilidad el más chiflado: amante de una criatura que desafiaba a todas las definiciones de género, artífice de un hombre que había destruido naciones. La única cordura que había en su vida (y ardía como una luz blanca y despejada) era la que procedía de Dios: la sencilla determinación de un Reconciliador.
—¿Jackeen?
El hombre levantó la vista de sus cartas con una expresión un tanto culpable.
—Oh, maestro. Estáis aquí.
—¿No me digas que no me estabas esperando?
—No tan pronto. ¿Es hora de que vayamos al Ana?
—Aún no. He venido para asegurarme de que estabas listo.
—Lo estoy, maestro. De veras.
—¿Ganabas?
—Estaba jugando conmigo mismo.