—Lo siento —dijo la criatura—. No lo volveré a mencionar.
Y luego hizo otra vez lo que había hecho cuando Cortés lo había liberado: le cogió la mano y posó la frente en su palma.
—Estoy listo para morir por vos, Liberatore.
—Espero que eso no sea necesario.
Descansito levantó la cabeza.
—¿Entre nosotros? —dijo—. Yo también.
Hecho el juramento, la criatura volvió a reunir las hojas que había depositado en el suelo y se metió tapones de ellas por la nariz para detener el hedor. Pero Cortés le dijo que dejara las demás donde estaban. El aroma de la sabia era más dulce que el olor que impregnaría la casa si, o más bien cuando Sartori llegase. Al oír mencionar al enemigo, Descansito volvió a subirse al alféizar.
—¿Alguna señal? —le preguntó Cortés.
—No que yo vea.
—¿Pero qué sientes?
—Ah —dijo la criatura mientras miraba al cielo a través de la cubierta de hojas—. Hace una noche tan hermosa, Liberatore. Pero va a intentar estropearla.
—Creo que tienes razón. Quédate aquí un poco más, ¿quieres? Quiero dar una vuelta por la casa con Clem. Si ves algo…
—Me oirán en L'Himby —prometió Descan.
La bestia cumplió su palabra. Cortés todavía no había llegado al final de las escaleras cuando armó tal jaleo que hizo caer el polvo de las vigas. Cortés les gritó a Lunes y Clem que se aseguraran de que todas las puertas estaban cerradas con llave y corrió de nuevo escaleras arriba, llegó a la cima a tiempo de ver la puerta de la sala de meditación abierta de par en par y Descansito saliendo a toda velocidad de espaldas sin dejar de chillar. Fuera cual fuera la advertencia que la criatura estaba intentando lanzar, era incomprensible. Cortés no intentó interpretarla, se limitó a lanzarse hacia la habitación mientras cogía aliento y se preparaba para sacar de allí a los invasores de Sartori. La ventana estaba vacía cuando entró, pero el círculo no. Dentro del círculo de piedras empezaban a desenvolverse dos formas. Jamás había visto el fenómeno de ese paso desde esta perspectiva y se quedó tan horrorizado como maravillado. Había demasiadas superficies crudas en aquel proceso para que fuese una visión cómoda pero él estudió las formas con emoción creciente, seguro mucho antes de que terminaran de constituirse que una de las viajeras era Jude. La otra, cuando apareció, era una chica bizca de unos diecisiete años que cayó de rodillas sollozando de terror y alivio en el mismo momento en que recuperó el control de sus músculos. Incluso Jude, que a estas alturas ya había hecho el viaje cuatro veces, temblaba con violencia y habría caído al suelo al salir del círculo si no la hubiera sujetado Cortés.
—El In Ovo… —jadeó Jude—, casi nos coge…
Le habían abierto la pierna desde la rodilla al tobillo.
—… sentí dientes…
—Estás bien —le dijo Cortés—. Todavía tienes dos piernas. ¡Clem! ¡Clem!
El ángel ya estaba en la puerta con Lunes tras él.
—¿Tenemos algo para vendar esto?
—¡Por supuesto! Voy a…
—No —dijo Jude—. Llévame abajo. Este no es un suelo en el que se pueda sangrar.
Lunes se quedó consolando a Hoi-Polloi mientras Clem y Cortés llevaban a Jude a la puerta.
—Jamás había visto al In Ovo así —dijo Judith—. Es una locura…
—Sartori ha estado por allí —dijo Cortés—, buscándose un ejército.
—Desde luego los provocó bastante.
—Estábamos a punto de darte por perdida —dijo Clem.
Jude levantó la cabeza. Tenía la piel del color de la cera a causa del susto y su sonrisa era demasiado vacilante para ser alegre. Pero al menos sonreía.
—Jamás des por perdida a la mensajera —dijo—. Sobre todo si trae buenas noticias.
Faltaban tres horas y cuatro minutos para la medianoche y no había tiempo para largos intercambios pero Cortés quería alguna explicación (por breve que fuese) de lo que había llevado a Jude a Yzordderrex. Así que la pusieron cómoda en el salón, que los viajes en busca de tesoros de Lunes habían amueblado con almohadas, alimentos e incluso revistas y allí, mientras Clem le vendaba la pierna y el pie, Jude hizo lo que pudo por resumir todo lo que le había pasado desde que había dejado el Retiro.
No era un relato sencillo y hubo un par de ocasiones en las que intentó detallar escenas de Yzordderrex pero tuvo que rendirse y decir que no tenía palabras para describir lo que había presenciado y sentido. Cortés escuchó sin interrumpirla ni una sola vez, aunque su expresión se oscureció cuando Jude contó cómo había atravesado Urna Umagammagi los Dominios en busca del Sínodo para asegurarse de que sus motivos eran puros.
Cuando su amiga terminó, Cortés dijo:
—Yo también he estado en Yzordderrex. Ha cambiado bastante.
—Para mejor —dijo Jude.
—No me gustan las ruinas, por pintorescas que sean —respondió Cortés.
Jude lo miró con una expresión de extrañeza en los ojos pero no dijo nada.
—¿Estamos a salvo aquí? —dijo Hoi-Polloi sin dirigirse a nadie en concreto—. Está tan oscuro.
—Pues claro que estamos a salvo —dijo Lunes mientras rodeaba con un brazo los hombros de la muchacha—. Tenemos todo el puto sitio sellado. No va a entrar, ¿a que no, jefe?
—¿Quién? —preguntó Jude.
—Sartori —dijo Lunes.
—¿Está en las inmediaciones?
El silencio de Cortés fue respuesta suficiente.
—¿Y tú crees que unas cuantas cerraduras van a impedir que entre?
—¿Y no es así? —dijo Hoi-Polloi.
—No si quiere entrar —dijo Jude.
—No querrá —respondió Cortés—. Cuando empiece la Reconciliación, un flujo de poder va a atravesar esta casa… el poder de mi Padre.
La idea le pareció tan desagradable a Jude como Cortés supuso que le parecería a Sartori, pero la respuesta de la mujer fue más sutil que el asco.
—Es tu hermano —le recordó a Cortés—. No estés tan seguro de que no vaya a querer saborear lo que hay aquí dentro. Y si es así, entrará y lo cogerá.
Cortés la miró detenidamente.
—¿Y ahora hablamos del poder, o de ti?
Jude se tomó un momento antes de responder. Luego dijo.
—Las dos cosas.
Cortés se encogió de hombros.
—Si eso ocurre, tomarás una decisión —dijo—. No es la primera vez que lo haces y ya te has equivocado antes. Quizá sea hora de que tengas un poco de fe, Jude. —Cortés se puso en pie—. Comparte lo que el resto de nosotros ya sabemos —dijo.
—¿Y qué es?
—Que dentro de unas horas nos encontraremos en un lugar legendario.
Lunes dijo en voz baja.
—Eso.
Y Cortés sonrió.
—Cuidaos aquí abajo, todos —dijo y se dirigió a la puerta.
Jude estiró el brazo para coger a Clem y con su ayuda se puso en pie de un tirón. Para cuando llegó a la puerta, Cortés ya estaba en las escaleras.
Ella no lo llamó. Él se limitó a detenerse durante un momento y, sin volverse, dijo:
—No quiero saberlo.
Luego continuó su ascenso y por la inclinación de sus hombros y el peso de su pasos, Jude supo que a pesar de toda su profética charla, existía un pequeño gusano de duda en él, como lo había en ella y aquel hombre temía que si se daba la vuelta y la veía, el gusano engordaría con esa mirada y terminaría por asfixiarlo.
El aroma de la sabia lo esperaba en el umbral, y, como había esperado, enmascaraba el olor más acre que subía de las calles oscurecidas. A parte de eso, su habitación, en la que había pasado el rato, reído y debatido los enigmas del cosmos, no le ofrecía ningún consuelo. Le pareció de repente un lugar demasiado anquilosado, demasiado repleto de lances y ecos para su propio bien: el último lugar de la tierra para llevar a cabo este oficio. ¿Pero no había sido él el que había regañado a Jude, hace sólo unos momentos, por no tener suficiente fe? No había demasiado poder en la geografía. Todo estaba enraizado en la fe que tenía el maestro en lo milagroso y en la voluntad que surgía de esa fe.
Para prepararse para la tarea que tenía por delante, se desvistió. Una vez desnudo, cruzó el espacio que lo separaba de la repisa de la chimenea con la intención de recoger las velas y colocarlas alrededor del círculo. Pero la visión de aquellas llamas que parpadeaban en buen orden lo hizo pensar en mostrar su devoción y cayó de rodillas delante de la chimenea vacía para rezar. El Padrenuestro acudió a sus labios sin esfuerzo y lo recitó en voz alta. Lo que sentía jamás había sido tan adecuado para aquel momento, por supuesto. Pero después de esta noche, sería una pieza de museo, una reliquia de un tiempo en el que el Reino del Señor no había venido y no se había hecho su voluntad así en la Tierra como en el Cielo.
Algo le tocó la nuca y detuvo de golpe el rezo. Cortés abrió los ojos, levantó la cabeza y se volvió. La habitación estaba vacía pero la nuca todavía le cosquilleaba allí donde lo habían tocado. No era un recuerdo, lo sabía. Era algo más delicado que eso, un recordatorio del otro premio que esperaba al final del trabajo de esta noche. No la gloria ni la gratitud de los Dominios sino Pai'oh'pah. Levantó los ojos hacia la pared manchada que había sobre la repisa de la chimenea y por un momento creyó ver allí el rostro del místico, que cambiaba con cada parpadeo de la luz de las velas. Atanasio había dicho que el amor que sentía por el místico era profano. Entonces no lo había creído y ahora tampoco. La resolución que había en él como Reconciliador y el deseo que sentía de reencontrarlo, todo formaba parte del mismo plan.
La plegaria había huido de su lengua. No importa, pensó; ahora soy su ejecutor. Se levantó, cogió una de las velas de la repisa y, con una sonrisa, entró en los perímetros del círculo, no como simple viajero sino como maestro, listo para utilizar su motor con un fin milagroso.
Echada en los cojines del salón de abajo, Jude sintió que comenzaban a fluir las energías. Le dolían en el pecho y en el vientre, como una leve dispepsia. Se frotó el estómago con la esperanza de aliviar la incomodidad pero no le sirvió de mucho así que se puso en pie y salió cojeando, dejando que Lunes entretuviera a Hoi-Polloi con su parloteo y su destreza. Le había dado por dibujar en las paredes con el humo de una de las velas y luego resaltaba las marcas con las tizas. Hoi-Polloi estaba muy impresionada y sus carcajadas, las primeras que Jude le había oído jamás a la muchacha, la siguieron hasta el vestíbulo, donde encontró a Clem haciendo guardia al lado de la puerta principal, cerrada con llave.
Se miraron fijamente a la luz de las velas durante varios segundos antes de que ella dijera:
—¿Tú también lo sientes?
—Pues sí. No muy agradable, ¿verdad?
—Creí que era sólo yo —dijo Jude.
—¿Por qué sólo tú?
—No sé, una especie de castigo…
—Todavía crees que tiene algún plan secreto, ¿no es así?
—No —dijo Jude alzando los ojos hacia las escaleras—. Creo que está haciendo lo que cree que es mejor. De hecho, lo sé. Urna Umagammagi se metió en su cabeza…
—Dios, no le gustó nada.
—La Diosa hizo un buen informe, le gustara a él o no.
—¿Entonces?
—Entonces sigue habiendo una conspiración en alguna parte.
—¿Sartori?
—No. Es algo que tiene que ver con su Padre y esta puñetera Reconciliación. —Hizo una mueca cuando la incomodidad que sentía en el vientre se hizo más aguda—. No le tengo miedo a Sartori. Es lo que está pasando en esta casa… —Jude rechinó los dientes cuando otra oleada de dolor le atravesó el sistema— lo que no me inspira ninguna confianza.
Volvió la vista para mirar a Clem y supo que, como siempre, aquel hombre escucharía como un amigo cariñoso pero que no podía esperar que la apoyase. Él y Tay eran los ángeles de la Reconciliación y si los presionaba para que decidieran entre su bienestar y el del oficio de aquella noche, la que perdería sería ella.
El sonido de la risa de Hoi-Polloi se escuchó otra vez, no tan ligera corno antes, sino con un trasfondo travieso que Jude sabía que era sexual. Le dio la espalda al sonido y a Clem y su mirada descansó en la puerta de la única habitación de esta casa en la que nunca había entrado. Estaba un poco entreabierta y vio que había velas ardiendo dentro. De toda la compañía que podía buscar ahora que necesitaba consuelo, la de Celestine era la menos prometedora, pero se le habían cerrado el resto de las vías. Se acercó a la puerta y la empujó para abrirla. El colchón estaba vacío y la vela que había al lado estaba casi consumida. La habitación era demasiado grande para que pudiera iluminarla una llama tan irregular, tuvo que estudiar la oscuridad hasta encontrar a su ocupante. Celestine se encontraba de pie, apoyada en la pared contraria.
—Me sorprende que hayas vuelto —le dijo.
Jude había escuchado a muchos oradores exquisitos desde la última vez que había oído a Celestine pero seguía habiendo algo extraordinario en la forma que aquella mujer tenía de mezclar las voces: una corría bajo la otra, como si la parte de ella que había tocado la divinidad no hubiera terminado nunca de casarse con un yo más vil.
—¿Por qué te sorprende?
—Porque pensé que te quedarías con las Diosas.
—Estuve tentada —respondió Jude.
—Pero al final tuviste que volver. Por él.
—Era una simple mensajera, eso es todo. Ahora no tengo ningún derecho sobre Cortés.
—No me refería a Cortés.
—Ya veo.
—Me refería…
—Sé a quién te referías.
—¿Es que no soportas que se pronuncie su nombre?
Celestine había estado contemplando la llama de la vela pero ahora levantó los ojos y miró a Jude.
—¿Qué vas a hacer cuando esté muerto? —le preguntó—. Va a morir, ¿te das cuenta de eso? Tiene que hacerlo. Cortés querrá ser magnánimo, como se supone que deben ser los vencedores; querrá perdonar todos los pecados de su hermano. Pero serán demasiados los que exijan su cabeza.
Hasta ahora Jude no había contemplado la posibilidad de la desaparición de Sartori. Ni siquiera en la torre, sabiendo como sabía que Cortés había ido en busca de su hermano con la intención de detener el mal que hacía, ni siquiera entonces creyó que moriría. Pero lo que Celestine decía era cierto, sin lugar a dudas. Eran incontables los que reclamaban su cabeza, tanto en el mundo secular como en el divino. Incluso aunque Cortés estuviese dispuesto a perdonar, Jokalaylau no lo estaría, y tampoco el Invisible.
—Sois muy parecidos, sabes, él y tú —dijo Celestine—. Ambos copias de un original más hermoso.