Cuando llegara ese día (y llegaría pronto) él se vería obligado a tomar una decisión importante. ¿Debería buscar santuario aquí, en Gran Bretaña, o quizá abandonar la isla por un país al que no lo hubiera llevado ninguna de sus vidas? De una cosa estaba seguro, no volvería al Cuarto, ni a ningún otro Dominio más allá. Aunque era cierto que jamás había visto Patashoqua, sólo había un alma con quien él quisiera verla y esa alma se había ido.
Aquellos tiempos no fueron menos extraños ni menos arduos para Jude. Había decidido abandonar la compañía de la calle Gamut sin casi pensarlo aunque esperaba volver en algún momento. Pero cuanto más tiempo pasaba lejos de allí, más difícil se le hacía volver. No se había dado cuenta, hasta que Sartori desapareció, de cuánto lo lloraría. Fuera cual fuera la fuente de sus sentimientos, Jude no se arrepentía de nada. Todo lo que sentía era la pérdida. Noche tras noche se despertaba en el pequeño piso que ella y Hoi-Polloi habían alquilado juntas (el otro piso estaba demasiado lleno de recuerdos) bañada en lágrimas por culpa del mismo y terrible sueño. Ella trepaba por aquellas malditas escaleras de la calle Gamut, intentaba llegar hasta Sartori, que ardía en el piso de arriba, pero a pesar de todo su esfuerzo no conseguía avanzar ni un sólo paso. Y siempre con las mismas palabras en los labios cuando Hoi-Polloi la despertaba.
—Quédate conmigo. Quédate conmigo.
Aunque su amante se había ido para siempre y ella tendría que terminar por acostumbrarse a esa idea, le había dejado un recuerdo vivo y a medida que llegaban los meses de otoño, comenzó a hacer sentir su presencia con bastante claridad, sus patadas la mantenían despierta cuando no lo hacían las pesadillas. A Jude no le gustaba el aspecto que tenía en el espejo, el estómago convertido en una cúpula lustrosa, los pechos hinchados y sensibles, pero allí estaba Hoi-Polloi para darle consuelo y compañía siempre que la necesitaba. La muchacha era todo lo que Jude hubiera podido pedir durante aquellos meses: leal, práctica e impaciente por aprender. Aunque al principio las costumbres del Quinto eran un misterio para ella, pronto se familiarizó con sus excentricidades y hasta les cogió cariño. Pero esa no era una situación que pudiera continuar de forma indefinida. Si se quedaban en el Quinto y Jude tenía el niño allí, ¿qué podía prometerle? Que se criara y educara en un Dominio que quizá algún día lejano llegara a apreciar los milagros que acogía en su seno pero que mientras tanto haría caso omiso o rechazaría todas las extraordinarias cualidades con las se bendijera a su pequeño.
A mediados de octubre había tornado una decisión. Abandonaría el Quinto, con o sin Hoi-Polloi y encontraría algún país en Imajica donde a su hijo, ya fuera un ser profético, melancólico o sólo aquejado de priapismo, le permitieran crecer y prosperar. Pero para hacer ese viaje, por supuesto, tendría que volver a la calle Gamut o a sus inmediaciones y, si bien aquella no era una perspectiva especialmente atractiva, era mejor hacerlo pronto, antes de que muchas más noches sin dormir se cobraran su precio y ella se sintiera demasiado débil. Compartió sus planes con Hoi-Polloi, que se declaró encantada de ir allí donde Jude quisiera llevarla. Hicieron los preparativos de inmediato y cuatro días más tarde abandonaron el piso por última vez con una pequeña colección de objetos valiosos que podrían empeñar cuando llegaran al Cuarto.
La tarde era fría y la luna, cuando se alzó, tenía una aureola de bruma. Bajo su luz, las vías públicas que rodeaban la calle Gamut habían adquirido un tono irisado con los primeros grabados de una helada. A petición de Jude, fueron primero a Shiverick Square para que pudiera presentarle sus respetos por última vez a Sartori. Tanto su tumba como las de los oviáceos habían quedado bien disimuladas gracias a los esfuerzos de Lunes y Clem y le costó un buen rato encontrar el lugar donde lo habían enterrado. Pero lo halló y pasó allí veinte minutos mientras Hoi-Polloi esperaba junto al enrejado. Aunque había aparecidos en las calles cercanas, Jude sabía que su amante jamás se uniría a sus filas. Él no había nacido, lo habían hecho y le habían robado lo que le había dado vida. La única existencia que tenía tras su fallecimiento era en su memoria y en el niño. Pero Jude no lloró por eso, ni siquiera por su ausencia. Había hecho todo lo que había podido, había llorado y le había rogado que se quedara. Sin embargo, sí que le dijo a la tierra que amaba aquello sobre lo que la habían amontonado y le encargó que le diera a Sartori consuelo en su sueño sin quimeras.
Luego abandonó la tumba y juntas, Hoi-Polloi y ella, fueron a buscar el lugar de paso que las llevaría al Cuarto. Allí sería de día, un día lleno de luz y ella se haría llamar por otro nombre.
Había mucho ruido en el número 28 aquella noche, la causa una celebración en honor del irlandés, al que habían soltado aquella tarde de la cárcel después de cumplir una condena de tres meses por hurto y que había llegado a la puerta (con Carol, Benedict y varias cajas de güisqui robado) para brindar por su puesta en libertad. A estas alturas, la casa ya era como la cueva del tesoro (repleta de regalos que le habían hecho al maestro los excursionistas de Ácaro Bronco) y no parecían tener final las bromas ebrias que estos artefactos, muchos de ellos absolutos enigmas, inspiraban. Cortés se sentía tan ocurrente como el irlandés, si no más. Después de tantas semanas de abstinencia, la notable cantidad de güisqui que había absorbido hacía que le diera vueltas la cabeza y se había resistido a los intentos de Clem de involucrarlo en una conversación seria, a pesar de la insistencia de este último que el asunto era urgente. Sólo después de mucho suplicarle, accedió a seguir a Clem a un lugar más tranquilo de la casa, donde sus ángeles le dijeron que Judith se encontraba en las inmediaciones. La noticia lo despejó un poco.
—¿Va a venir aquí? —preguntó.
—No creo —dijo Clem mientras se pasaba la lengua por los labios como si sintiera en ellos el sabor de la mujer—. Pero está cerca.
A Cortés no le hizo falta que le dijeran nada más. Con Lunes a remolque, salió a la calle. No había ni una sola criatura viva a la vista. Sólo los aparecidos, tan apáticos como siempre, su falta de alegría mucho más aparente a causa del ruido de jarana que salía de la casa.
—No la veo —le dijo Cortés a Clem, que los había seguido hasta la entrada—. ¿Estás seguro de que está aquí?
Fue Tay el que respondió.
—¿Crees que no sabría cuándo está Judy cerca? Pues claro que estoy seguro.
—¿En qué dirección? —quiso saber Lunes.
Y Clem otra vez, advirtiéndole:
—Quizá no quiera vernos.
—Bueno, pues yo sí que la quiero ver a ella —respondió Cortés—. Una copa al menos, por los viejos tiempos. ¿En qué dirección, Tay?
Los ángeles señalaron y Cortés se alejó calle abajo, con Lunes, botella en mano, pisándole los talones.
La niebla que llevaba al Cuarto parecía tentadora: una ola lenta de bruma pálida que giraba y giraba sobre sí misma pero nunca se rompía. Antes de entrar con Hoi-Polloi, Jude se tomó unos momentos para levantar los ojos. Allí arriba estaba la Osa Mayor. No la volvería a ver. Luego dijo:
—Se acabaron las despedidas.
Y juntas, las dos chicas dieron un paso y entraron en la bruma.
En ese mismo momento Jude oyó el sonido de pasos que corrían por el callejón que tenían detrás y a Cortés, que la llamaba. Había sido consciente de la posibilidad de que detectaran su presencia y había instruido a su compañera y a sí misma en la mejor forma de responder. No se volvió ninguna de las dos. Se limitaron a apresurar el paso y continuaron atravesando la bruma. Esta se espesó mientras andaban pero después de una docena de pasos, la luz del sol empezó a filtrarse desde el otro lado y el frío húmedo de la niebla dio lugar a un aire más cálido. Cortés la llamó una vez más pero había cierta conmoción delante y esta casi ahogó su llamada.
De vuelta en el Quinto, Cortés se detuvo de golpe al borde de la niebla. Se había jurado que jamás volvería a abandonar el Dominio pero el alcohol que corría por su sistema había debilitado su resolución. Le picaban los pies por entrar en la niebla e ir a buscarla.
—Bueno, jefe —dijo Lunes—. ¿Vamos a entrar o no?
—¿Te importa mucho, en cualquier caso?
—Pues sí, resulta que sí.
—Todavía te gustaría ponerle las manos encima a Hoi-Polloi, ¿eh?
—Sueño con ella, jefe. Chicas bizcas, cada noche.
—Ah, bueno —dijo Cortés—. Si vamos a perseguir sueños, entonces creo que esa es una buena razón para entrar.
—¿Sí?
—De hecho, es la única razón.
Agarró la botella de Lunes y le dio un buen trago.
—Allá vamos —dijo, y juntos se hundieron en la niebla, corrieron por un suelo que se ablandaba e iluminaba a su paso, las losas se convertían en arena y la noche en día.
Vieron a las mujeres por un breve instante, allí delante, siluetas grises contra el cielo azul pavo real, luego las perdieron de nuevo cuando intentaron darles caza. El fulgor del día creció, sin embargo, y también el sonido de las voces, que se elevó hasta convertirse en el estrépito de una multitud alborotada cuando salieron del lugar de paso. Había compradores, vendedores y rateros por todos lados, y, desapareciendo entre la muchedumbre, las mujeres. Las siguieron con renovado fervor pero la marea de gente conspiraba para alejarlos de sus presas y después de media hora de vana persecución, que por fin los devolvió a la niebla y la algarabía comercial que la rodeaba, tuvieron que admitir que los habían vencido.
Cortés empezaba a irritarse; la cabeza ya no le zumbaba, le dolía.
—Se han ido —dijo—. Será mejor dejarlo.
—Mierda.
—Las personas vienen y se van. No puedes permitirte el lujo de encariñarte con nadie.
—Demasiado tarde —dijo Lunes muy afligido—. Ya lo estoy.
Cortés entrecerró los ojos y miró la niebla con los labios fruncidos. Al otro lado los esperaba un frío mes de octubre.
—Mira —dijo después de un momento—. Vamos a pasarnos por Vanaeph, a ver si encontramos a Ácaro Bronco. Quizá pueda ayudarnos.
Lunes le lanzó una sonrisa radiante.
—Eres un héroe, jefe. Tú primero.
Cortés se puso de puntillas e intentó orientarse.
—El problema es que no tengo ni puñetera idea de dónde está Vanaeph —dijo.
Abordó al transeúnte más cercano que encontró y le preguntó cómo llegar al Monte. El tipo se lo señaló por encima de las cabezas de la multitud y luego dejó que el jefe y su muchacho se abrieran camino como pudieran hasta el borde del mercado, desde donde pudieron ver no Vanaeph sino la ciudad amurallada que se interponía entre ellos y el Monte de Ola Bayak. Reapareció la sonrisa en el rostro de Lunes, más amplia que nunca y en sus labios el nombre que con tanta frecuencia había pronunciado como un encantamiento.
—¿Patashoqua?
—Sí.
—La pintamos en el muro juntos, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo.
—¿Cómo es por dentro?
Cortés contemplaba la botella que tenía en la mano y se preguntaba si ese regocijo tan peculiar que sentía iba a pasar con el dolor de cabeza que lo acompañaba.
—¿Jefe?
—¿Qué?
—He dicho que cómo es por dentro.
—No lo sé. Nunca he estado allí.
—Bueno, ¿y no deberíamos ir?
Cortés le largo la botella a Lunes y suspiró, un suspiro fácil y perezoso que terminó en sonrisa.
—Sí, amigo mío —dijo—. Creo que quizá debiéramos ir.
Y así empezó la última peregrinación del maestro Sartori (también llamado John
Furia
Zacharias, o Cortés, el Reconciliador de los Dominios) por toda Imajica.
Su intención no había sido en absoluto que fuera un peregrinaje pero tras haberle prometido a Lunes que encontrarían a la mujer de sus sueños, no tenía valor para abandonar al muchacho y volver al Quinto. Comenzaron su búsqueda, como es lógico, en Patashoqua, que, en estos tiempos era más próspera que nunca ya que su proximidad al Dominio recién reconciliado creaba oportunidades de negocio todos los días. Después de casi un año preguntándose cómo sería la ciudad, fue inevitable que Cortés se sintiera un tanto decepcionado una vez que se encontró dentro de sus murallas, pero el entusiasmo de Lunes era todo un espectáculo en sí y un conmovedor recordatorio de su propio asombro el día que Pai y él habían llegado al Cuarto.
Incapaces de localizar a las mujeres en la ciudad, continuaron hasta Vanaeph con la esperanza de encontrar a Ácaro Bronco, que estaba de viaje, les dijeron, pero un individuo muy perspicaz afirmó que había visto a dos mujeres que encajaban con la descripción de Jude y Hoi-Polloi haciendo dedo al borde de la autopista. Una hora después, Cortés y Lunes hacían lo mismo y así daba comienzo de verdad la persecución que iba a llevarlos por todos los Dominios.
Para el maestro aquel viaje fue muy diferente de todos los que lo habían precedido. La primera vez que había hecho esta expedición, había viajado sin saber quién era y sin llegar a comprender la importancia de las personas que conocía y los lugares que veía. La segunda vez había sido un fantasma que volaba a la velocidad del pensamiento entre los miembros del Sínodo, el asunto que lo ocupaba era demasiado urgente para permitirle apreciar la miríada de maravillas que atravesaba. Pero ahora, por fin, tenía tanto el tiempo como el entendimiento necesario para encontrarle sentido a esta peregrinación y, si bien había comenzado el viaje de mala gana, pronto empezó a disfrutarlo tanto como su compañero.
Se había corrido la voz de los cambios ocurridos en Yzordderrex incluso por las aldeas más pequeñas y la desaparición del Imperio del Autarca era en todas partes causa de júbilo. También se habían extendido los rumores sobre la curación de Imajica y cuando Lunes le contaba a la gente de dónde venían él y su callado compañero (cosa que tenía por costumbre hacer a la menor oportunidad), comenzaban a ofrecerles bebidas y a interrogarlos para tener noticias del paradisiaco Quinto. Muchos de los que les preguntaban, que sabían que la puerta que llevaba a aquel misterio por fin se encontraba abierta, estaban planeando visitar el Quinto y querían saber qué regalos debían llevar consigo a un Dominio que ya estaba lleno de maravillas. Cuando alguien hacía esta pregunta, Cortés, que solía dejar hablar a Lunes durante estas entrevistas, tomaba siempre la palabra:
—Llevad la historia de vuestra familia —decía—. Llevad vuestros poemas. Llevad vuestros chistes. Llevad vuestras canciones de cuna. Que entiendan en el Quinto las glorias que hay aquí.