La gente tendía a mirarlo con recelo cuando respondía de este modo y le decían que sus chistes y las historias de su familia no les parecían especialmente gloriosos pero Cortés se limitaba a decir.
—Todo eso sois vosotros. Y vosotros sois el mejor regalo que se le podría hacer al Quinto.
—Sabes, podríamos haber ganado una fortuna si nos hubiéramos traído unos cuantos mapas de Inglaterra con nosotros —comentó Lunes un día.
—¿Nos importan mucho las fortunas? —dijo Cortés.
—A ti quizá no, jefe —respondió Lunes—. Personalmente, me interesan bastante.
Tenía razón, pensó Cortés. Podrían haber vendido ya mil mapas, y sólo acababan de entrar en el Tercero: mapas que se habrían copiado y las copias copiadas a su vez y cada transcriptor habría añadido de forma inevitable sus propios aciertos al diseño. La idea de tal proliferación llevó a Cortés de nuevo a sus propias manos, que pocas veces habían trabajado salvo en beneficio propio y que a pesar de todos sus esfuerzos jamás habían producido nada de auténtico valor. Pero al contrario que los cuadros que había falsificado, los mapas no estaban malditos con la noción de un original autorizado. Crecían al copiarlos, cuando se corregían sus inexactitudes, se llenaban los espacios vacíos, se volvían a elaborar las leyendas. E incluso cuando ya se habían hecho todas las correcciones, hasta el mínimo detalle, ni siquiera entonces sufrían la maldición de la palabra «terminado», porque su objeto continuaba cambiando. Los ríos se ensanchaban o se formaban meandros, o bien se secaban por completo; aparecían islas que se volvían a hundir; incluso las montañas se movían. Por su misma naturaleza, los mapas eran siempre obras en constante evolución y Cortés (su resolución reforzada al pensar en ellos de ese modo) decidió después de muchos meses de retraso dedicarse a hacer uno.
Muy de vez en cuando se encontraban por el camino con un individuo que, al ignorar quién era su público, alardeaba de tener alguna relación con el hijo más celebrado del Quinto, el maestro Sartori, y procedía a contarles a Cortés y Lunes cosas del gran hombre. Los relatos variaban, sobre todo cuando llegaba el momento de hablar de su acompañante. Algunos decían que había tenido a una hermosa mujer a su lado; algunos a su hermano, llamado Pai; y otros aun (los menos numerosos) hablaban de un místico. Al principio, a Lunes le costaba no contar la verdad de buenas a primeras pero Cortés había insistido desde el principio en que quería viajar de incógnito y, tras haber jurado que guardaría el secreto, el muchacho mantuvo su palabra. Se quedaba callado mientras se contaban locas historias de lo acontecido al maestro: bodas celebradas en el techo; bosquecillos que aparecían de la noche a la mañana donde él había dormido; mujeres que se quedaban embarazadas al beber de su copa. Se había convertido en un producto de la imaginación popular y eso, al principio, divertía a Cortés, pero después de un tiempo empezó a pesarle. Se sentía como un fantasma entre aquellas versiones vivas de sí mismo, invisible entre los oyentes que se reunían para oír los relatos de sus hazañas, cuyos detalles se adornaban y embellecían con cada narración.
Encontraba algún consuelo en el hecho de no ser el único personaje alrededor del que se creaban ese tipo de parábolas. Vivían otras fábulas en el aire, entre los oídos y las lenguas del populacho, fábulas que les solían contar a los peregrinos cuando preguntaban por Jude y Hoi-Polloi: relatos de mujeres milagrosas. En los Dominios había aparecido toda una tribu nómada nueva tras la caída de Yzordderrex. Mujeres poderosas que se habían lanzado a los caminos y se habían puesto a la altura de su liberación; los ritos que sólo habían practicado ante el hogar y la cuna se realizaban ahora al aire libre para que todos los vieran. Pero al contrario que las historias del maestro Sartori, la mayor parte de las cuales eran pura ficción, Cortés y Lunes vieron pruebas abundantes de que las historias que se referían a estas mujeres tenían sus raíces en la verdad. En la provincia de Mai-ké, por ejemplo, que había sido un desierto erosionado por el viento durante el primer peregrinaje de Cortés, encontraron campos en los que empezaba a brotar la primera cosecha en seis estaciones, cortesía de una mujer que había olido el curso de un río subterráneo y lo había convencido para que saliera a la superficie con ecos y súplicas. En los templos de L'Himby una sibila había tallado en una losa sólida (utilizando sólo un dedo y saliva) una representación de la ciudad tal y como sería un año después, según profetizaba y esa profecía había sido tan hipnótica que el público había salido del templo en ese mismo instante y había arrancado la basura que había desfigurado su ciudad. En el Kwem (a donde Cortés llevó a Lunes con la esperanza de encontrar a Scopique) se encontraron con que lo que antes era el pozo poco profundo donde se había levantado el Eje era ahora un lago de aguas cristalinas pero con el fondo oculto por la congregación de vida que se estaba formando en él: aves, sobre todo, que se elevaban de repente en alborotadas bandadas, con todo el plumaje y listas para surcar los cielos.
Aquí tuvieron la oportunidad de conocer a la artífice del milagro, ya que la mujer que había hecho estas aguas (de forma literal, dijeron sus acólitos: era la meada de una sola noche) se había instalado en la concha ennegrecida del Palacio del Kwem. Con la esperanza de averiguar alguna pista sobre el paradero de Jude y Hoi-Polloi, Cortés se aventuró entre las sombras y buscó a la que había hecho el lago, y, si bien esta se negó a mostrarse, respondió a su pregunta. No, no había visto a un par de viajeras como las que él describía pero sí, podía decirle dónde habían ido. En estos tiempos, las mujeres errantes sólo tomaban dos caminos, explicó: el que salía de Yzordderrex y el que entraba en ella.
Cortés le agradeció la información y le preguntó si había algo que él pudiera hacer por ella a cambio. La mujer le dijo que no había nada que quisiera de él pero que le agradaría disfrutar de la compañía de su muchacho durante una hora o dos. Un tanto mortificado, Cortés salió y le preguntó a Lunes si estaba dispuesto a arriesgarse y dejarse abrazar por la mujer durante un rato. El joven dijo que sí y dejó que el maestro se buscase un sitio donde sentarse al lado de aquel criadero de aves con forma de lago mientras él se aventuraba en el tocador de su autora. Era la primera vez en la vida de Cortés que una mujer en busca de atenciones sexuales lo dejaba a él de lado y escogía a otro. Si alguna vez había necesitado pruebas de que sus días habían pasado, allí las tenía.
Cuando, dos horas después, reapareció Lunes (con el rostro ruborizado y un zumbido en los oídos) fue para encontrar a Cortés sentado a la orilla del lago; ya hacía rato que se había cansado de trabajar en su mapa y se había rodeado de varios cúmulos de guijarros.
—¿Qué son? —dijo el muchacho.
—He estado contando mis romances —respondió Cortés—. Cada uno representa a cien mujeres.
Había siete cúmulos.
—¿Y ahí están todas? —dijo Lunes.
—Están todas las que recuerdo.
Lunes se agachó al lado de las piedras.
—Apuesto a que te gustaría volver a amarlas a todas otra vez —dijo.
Cortés lo pensó unos minutos y al final dijo:
—No. Creo que no. Yo ya no podría hacerlo mejor. Ya es hora de que se lo deje a hombres más jóvenes.
Luego arrojó la piedra que tenía en la mano al centro de aquel lago atestado de vida.
—Antes de que preguntes —dijo—. Esa era Jude.
No hubo más desvíos tras eso, ni necesidad de perseguir rumores acá y acullá. Sabían adónde habían ido Jude y Hoi-Polloi. Tras abandonar el lago, llegaron a la Vía Crucis en cuestión de horas. Al contrario que tantas otras cosas, la Vía no había cambiado. Tan amplia y atestada como siempre: una flecha que se dirigía en línea recta hacia el cálido corazón de Yzordderrex.
E
n el Quinto llegó el invierno, no de repente pero sí con decisión. Halloween fue la última vez que la gente se atrevió a salir al aire nocturno sin abrigos, gorros y guantes y también vio la primera visita importante de londinenses a la calle Gamut, juerguistas que se habían tomado a pecho el espíritu de la noche de Todos los Santos y habían venido para ver si había algo de verdad en los extraños rumores que habían oído sobre el barrio. Algunos se apartaron después de muy poco tiempo pero los más valientes se quedaron para explorar y unos cuantos se entretuvieron ante el número 28, donde le dieron vueltas a los dibujos de la puerta y contemplaron el árbol carbonizado que protegía la casa de las estrellas.
Después de esa noche, el pellizco del frío se convirtió en un mordisco y el mordisco en bocado, hasta que a finales de noviembre las temperaturas eran lo bastante bajas para mantener al lado del fuego incluso al gato más ardiente. Sin embargo, el flujo de visitantes, en ambas direcciones, no cesó. Noche tras noche aparecían ciudadanos normales en la calle Gamut para codearse con los excursionistas que venían en dirección contraria. Algunos de los primeros se convirtieron en visitantes tan regulares que Clem comenzó a reconocerlos y pudo ver que sus investigaciones se iban haciendo cada vez menos vacilantes a medida que se daban cuenta que las sensaciones que sentían no eran las primeras señales de la locura. Aquí se podían encontrar maravillas, y uno por uno, estos hombres y mujeres debieron de descubrir su fuente porque siempre desaparecían uno detrás de otro. Otros, quizá demasiado pacatos para aventurarse solos en los lugares de paso, venían con amigos de confianza y les mostraban la calle como si fuera un vicio secreto, hablaban en susurros y luego se reían a carcajadas cuando se daban cuenta que sus seres queridos también veían las apariciones.
Se estaba corriendo la voz. Pero ese fue el único placer que proporcionaron aquellas noches y días amargos. Aunque Ácaro Bronco pasaba cada vez más tiempo en la casa y era una compañía muy animada, Clem echaba mucho de menos a Cortés. No le había sorprendido del todo su repentina partida (siempre había sabido, aunque no lo supiera Cortés, que antes o después el maestro abandonaría el Dominio) pero ahora su compañía más fiel era el hombre con el que compartía el cráneo y a medida que se acercaba el primer aniversario de la muerte de Tay, el humor de ambos se iba haciendo cada vez más sombrío. La presencia de tantas almas vivas en la calle sólo servía para hacer que los aparecidos que la habían ocupado durante los meses de verano se sintieran más privados todavía de sus derechos y su angustia era contagiosa. Aunque Tay había estado encantado de quedarse con Clem durante los preparativos de la gran obra, su época de ángeles había terminado y Tay sentía la misma necesidad que esos fantasmas que rondaban por el exterior de la casa: quería irse.
Al llegar diciembre, Clem comenzó a preguntarse cuántas semanas más podría mantenerse en su puesto cuando parecía que con cada hora aumentaba la desesperación del fantasma que habitaba en él. Después de mucho debatir consigo mismo, decidió que la Navidad marcaría el último día de su servicio en la calle Gamut. Después, abandonaría el número 28 para que lo invadieran los excursionistas de Ácaro y volvería a la casa en la que Tay y él habían celebrado el Regreso del Sol Invicto.
Jude y Hoi-Polloi se habían tomado su tiempo para cruzar los Dominios, pero es que con tantas carreteras entre las que elegir y tantas alegrías adicionales por el camino, apresurarse parecía casi un acto criminal. No tenían razón para darse prisa. No había nada detrás que las empujase y nada delante que las invocase. Al menos eso fingía Jude. Una y otra vez, cada vez que surgía el tema de su destino último en la conversación, ella evitaba hablar del lugar al que en el fondo de su corazón sabía que llegarían. Pero si el nombre de esa ciudad no estaba en sus labios, sí que estaba en los labios de casi todas las demás mujeres con las que se encontraban y cuando Hoi-Polloi mencionaba que ella había nacido allí, las preguntas de sus compañeras de viaje comenzaban a sucederse con rapidez, de forma invariable. ¿Era cierto que el puerto se llenaba con cada marea de peces que habían subido desde las profundidades del océano, criaturas antiquísimas que conocían el secreto de los orígenes de las mujeres y por la noche subían nadando por las calles convertidas en ríos para ir a venerar a las Diosas de la colina? ¿Era cierto que allí las mujeres podían tener hijos sin necesidad alguna de hombres y que algunas incluso podían soñar con bebés y darles así la vida? ¿Y había fuentes en esa ciudad que podían hacer jóvenes de los viejos y árboles en los que cada fruta era nueva para el mundo? Y así sucesivamente.
Aunque Jude estaba dispuesta, si la presionaban, a describir lo que había visto en Yzordderrex, los relatos que hacía de un palacio reformado por el agua y de arroyos que desafiaban a la gravedad, no eran tan extraordinarios al lado de lo que los rumores afirmaban sobre aquella ciudad. Después de unas cuantas conversaciones en las que la instaron a describir maravillas de las que nada sabía (como si las interpelantes estuvieran dispuestas a que se inventara los prodigios para no desilusionarlas), Jude le dijo a Hoi-Polloi que no se iba a dejar persuadir para participar en más debates sobre ese tema. Pero su imaginación se negaba a hacer caso omiso de los relatos que oía, por muy absurdos que fueran, y con cada kilómetro que recorrían por la Vía Crucis, la idea de la ciudad que las aguardaba al final del viaje se iba haciendo cada vez más intimidante. Le preocupaba que quizá las bendiciones que habían derramado allí sobre ella carecieran ahora de valor después de tanto tiempo alejada de aquel lugar. O que las Diosas supieran que le había dicho a Sartori (sin faltar a la verdad) que lo amaba y que la condena de Jokalaylau terminara imponiéndose si alguna vez volvía a entrar en su templo. Pero una vez que estuvieron en la Vía Crucis, tales miedos dejaron de tener trascendencia. No iban a dar la vuelta ahora, sobre todo porque las dos estaban cada vez más agotadas. La ciudad las llamaba al salir de las nieblas que separaban los Dominios y juntas pensaban entrar para enfrentarse a los fallos, prodigios y peces de las profundidades que aguardaran allí.
Ah, pero cuánto había cambiado. En el Segundo la estación era más cálida que la última vez que Jude había estado allí y con tanta agua corriendo por las calles, el aire era tropical. Pero más imponente que la humedad era el crecimiento que había engendrado. Había subido una inmensa cantidad de semillas y esporas desde las vetas y cuevas que había bajo la ciudad y bajo la influencia de los lances de las Diosas habían madurado a una velocidad sobrenatural. Antiguas formas de vegetación, la mayor parte se creía que extinta, habían reverdecido los escombros y habían convertido los kesparates en una selva exuberante. En el espacio de medio año, Yzordderrex había llegado a parecerse a una ciudad perdida, sagrada para mujeres y niños, su desolación salvada por la flora. El olor a madurez estaba por todas partes, su fuente eran las frutas que brillaban en parras, ramas y arbustos, y cuya abundancia había atraído a su vez a animales que jamás se habrían atrevido a entrar en Yzordderrex bajo su antiguo régimen. Y corriendo bajo este dosel, alimentando las semillas que habían sacado del inframundo, las eternas aguas, que seguían subiendo por las laderas de la colina a su desenfrenada manera pero que ya no llevaban aquellas flotas de plegarias. O bien se había respondido a las peticiones de las que allí vivían o quizá el bautismo las había convertido en sus propias sanadoras y restauradoras.