—¿Jefe?
—Adelante —le dijo Cortés—. Aquí no me va a pasar nada.
—Hasta luego entonces —dijo Lunes, encantado de dejar que Hoi-Polloi tirara de él.
Antes de que los jóvenes desaparecieran entre los matorrales, Cortés se volvió hacia la puerta, separó la fresca cortina con los dedos y entró en el aposento que aguardaba detrás. Después del tumulto de vida del exterior, tanto la magnitud como la austeridad de esta sala lo sorprendieron. Era la primera estructura que había visto en esta ciudad que conservaba algo de la lunática ambición de su hermano. No habían invadido su inmensidad más que unos cuantos brotes y zarcillos y las únicas aguas que corrían por aquí eran las de la puerta que había dejado a sus espaldas y las que caían de un arco en el otro extremo de la habitación. Pero las Diosas tampoco habían dejado el aposento sin señal alguna. Las paredes de lo que se había construido como un salón sin ventanas estaban ahora perforadas por todas partes, así que a pesar de toda su enormidad, aquel lugar era en realidad un panal en el que penetraba la luz suave del atardecer. Sólo había un mueble: una silla, cerca del lejano arco y sentada en ella, con un bebé en el regazo, estaba Judith.
Cuando entró Cortés, la joven, que estaba mirando el rostro del bebé, levantó la cabeza y le sonrió.
—Estaba empezando a pensar que te habías perdido —le dijo.
Había cierta ligereza en su voz, casi literal, pensó Cortés. Cuando ella hablaba, parpadeaban los haces de luz que atravesaban las paredes.
—No sabía que estabas esperando —le dijo él.
—No ha sido tan difícil —le respondió Jude—. ¿No quieres acercarte más? —. Mientras él cruzaba el aposento, ella continuó—: Al principio no esperaba que nos siguieras pero luego pensé, lo hará, lo hará porque querrá ver al bebé.
—A decir verdad… No pensé en el bebé.
—Bueno, pues ella sí que pensó en ti —dijo Jude sin ningún tipo de reproche en la voz.
El bebé que tenía su amiga en el regazo no podía tener más de unas semanas de vida pero florecía como los árboles y las flores de aquel Dominio. Estaba sentada más que acostada en el regazo de Jude y con una mano pequeña y fuerte se aferraba al largo cabello de su madre. Aunque el pecho de Jude estaba desnudo y era cómodo, a la niña no parecía interesarle el alimento o el sueño. Sus ojos grises se clavaron en Cortés y lo estudiaron con una mirada intensa y socarrona.
—¿Cómo está Clem? —preguntó Jude cuando Cortés se encontró ante ella.
—Estaba bien la última vez que lo vi. Pero me fui con cierta premura, como sabes. Me siento bastante culpable pero una vez que había empezado…
—Lo sé. No había vuelta atrás. A mí me pasó lo mismo.
Cortés se agachó delante de Jude y le ofreció la mano, con la palma hacia arriba, a la niña. Esta la agarró al instante.
—¿Cómo se llama? —preguntó Cortés.
—Espero que no te importe…
—¿Qué?
—Le he puesto Hurra.
Cortés levantó la cabeza y le sonrió a Jude.
—¿Sí? —Luego volvió a mirar al bebé, atraído por el escrutinio de la pequeña—. ¿Hurra? —dijo al inclinar la cara hacia ella—. Hurra, yo soy Cortés.
—Sabe quién eres —dijo Jude sin sombra de duda—. Sabía lo de esta habitación incluso antes de que existiera. Y sabía que tú vendrías aquí, antes o después.
Cortés no preguntó cómo había compartido la niña aquel conocimiento. Sólo era un misterio más que añadir al catálogo de este extraordinario lugar.
—¿Y las Diosas? —preguntó.
—¿Qué pasa con ellas?
—¿No les importa que sea la hija de Sartori?
—En absoluto —dijo Jude, la voz más fina al mencionarse a Sartori—. La ciudad entera… la ciudad entera está aquí para demostrar que también hay cosas buenas que pueden salir de lo malo.
—Esta pequeña es mucho mejor que eso, Jude —dijo Cortés.
La madre sonrió y también la niña.
—Sí, sí que lo es.
Hurra alzaba los brazos para llegar al rostro de Cortés, lista para caerse del regazo de su madre a la caza de su objetivo.
—Creo que ve a su padre —dijo Jude mientras volvía a alzar a la niña en brazos y se ponía en pie.
Cortés también se levantó y vio que Jude llevaba a Hurra hasta un montón de juguetes que había en el suelo. La niña señaló algo y gorjeó.
—¿Le echas de menos? —le dijo a Jude.
—En el Quinto sí —respondió ella todavía de espaldas mientras cogía el juguete que había elegido Hurra—. Pero aquí no. No desde que tuve a Hurra. Nunca me sentí del todo real hasta que ella apareció. Yo era un producto de la imaginación de la otra Judith. —Se levantó otra vez y se volvió hacia Cortés—. ¿Sabes que sigo sin poder recordar del todo todos esos años perdidos? De vez en cuando me acuerdo de cosas, pero nada sólido. Supongo que vivía en un sueño. Pero la niña me ha despertado, Cortés. —Jude besó al bebé en la mejilla—. Me ha convertido en un ser real. No era más que una copia hasta que llegó ella. Los dos lo sabíamos. Él lo sabía y yo también. Pero hicimos algo nuevo. —Suspiró—. No le echo de menos —dijo—. Pero ojalá pudiera haberla visto. Sólo una vez. Sólo para que también hubiera sabido lo que era ser real.
Echó a andar otra vez hacia la silla pero la niña estiró la manita hacia Cortés otra vez y dejó escapar un gritito para subrayar sus deseos.
—Vaya, vaya —dijo Jude—. Qué popular eres.
Se sentó otra vez y puso el juguete que había cogido delante de Hurra. Era una pequeña piedra azul.
—Toma, cariño —la arrulló—. Mira. ¿Qué es esto? ¿Qué es?
Gorjeando de placer, la niña reclamó el juguete de entre los dedos de su madre con una destreza que estaba muy por encima de su tierna edad. Los gorjeos se convirtieron en risitas cuando se lo llevó a los labios, como si quisiera besarlo.
—Le gusta reír —dijo Cortés.
—Así es, gracias a Dios. Oh, escucha lo que digo, todavía le doy gracias a Dios.
—Las viejas costumbres…
—Ésta morirá —dijo Jude con firmeza.
La niña se estaba metiendo el juguete en la boca.
—No, cielo, no hagas eso —dijo Jude. Luego se dirigió a Cortés—: ¿Crees que la Mácula terminará por pudrirse? Aquí tengo una amiga que se llama Lotti y dice que sí. Que se pudrirá y luego tendremos que vivir con el hedor del Primero cada vez que el viento sople en esta dirección.
—¿Quizá se podría construir un muro?
—¿Y quién lo haría? Nadie quiere acercarse a ese sitio.
—¿Ni siquiera las Diosas?
—Tienen trabajo aquí. Y en el Quinto. Allí también quieren liberar las aguas.
—Eso debería ser todo un espectáculo.
—Sí, tienes razón. Quizá vuelva para verlo.
La risa de Hurra había disminuido durante este intercambio y una vez más la pequeña se dedicaba a estudiar a Cortés, levantaba los brazos hacia él desde el regazo de su madre. Esta vez su manita no estaba abierta sino que asía con fuerza la piedra azul.
—Creo que quiere que la tengas tú —dijo Jude.
Cortés le sonrió a la niña y dijo:
—Gracias. Pero deberías guardártela.
La mirada de la pequeña se hizo más resuelta y Cortés estaba seguro que el bebé entendía cada palabra que le decía. Todavía le ofrecía el regalo con la mano, decidida a que él lo cogiese.
—Vamos —dijo Jude.
Tanto por lo que le pedían aquellos ojos como por las palabras de Jude, Cortés bajó la mano y cogió con cuidado la piedra de la mano de Hurra. Había fuerza en la niña. La piedra era pesada: pesada y fresca.
—Ahora sí que hemos hecho las paces de verdad —dijo Jude.
—No sabía que estábamos en guerra —respondió Cortés.
—Esa es la peor, ¿verdad? —contestó Jude—. Pero se acabó. Se acabó para siempre.
Hubo una sutil modulación en el sonido afelpado de la cortina de agua que caía del arco que tenía Jude detrás y esta se dio la vuelta. La expresión de su rostro había sido seria pero cuando volvió a mirar a Cortés estaba sonriendo.
—Tengo que irme —dijo al levantarse.
La niña se reía y agarraba el aire.
—¿Volveré a verte? —dijo Cortés.
Jude negó poco a poco con la cabeza, lo miraba casi con indulgencia.
—¿Para qué? —murmuró—. Hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Nos hemos perdonado. Se acabó.
—¿Me permitirán quedarme en la ciudad?
—Pues claro —respondió Jude con una pequeña carcajada—. ¿Pero por qué ibas a querer hacerlo?
—Porque he llegado al final de mi peregrinación.
—¿Ah, sí? —dijo ella mientras se daba la vuelta para dirigirse sin ruido hacia el arco—. Creí que te quedaba un Dominio.
—Ya lo he visto. Sé lo que hay allí.
Hubo una pausa. Luego Jude dijo:
—¿Te contó Celestine alguna vez su historia? Lo hizo, ¿verdad?
—¿La de Nisi Nirvana?
—Sí. A mí también me la contó, la noche antes de la Reconciliación. ¿La entendiste?
—No del todo.
—Ah.
—¿Por qué?
—Es sólo que yo tampoco y pensé que quizá… —La joven madre se encogió de hombros—. No sé lo que pensé.
Había llegado al arco y la niña miraba por encima de su hombro a alguien que había aparecido detrás del velo de agua. El visitante no era, pensó Cortés, del todo humano.
—Hoi-Polloi mencionó a nuestros otros invitados, ¿verdad? —dijo Jude al ver el asombro de su amigo—. Salieron del océano, para cortejarnos. —Sonrió—. Tan hermosos, algunos de ellos. Va a haber unos niños…
La sonrisa vaciló, sólo un poco.
—No te pongas triste, Cortés —dijo—. Tuvimos nuestro momento.
Luego le dio la espalda y se llevó a la niña a través de la cortina. Cortés oyó reírse a Hurra al ver el rostro que los esperaba al otro lado y vio que su propietario rodeaba con brazos plateados a la madre y la niña. Luego, brilló más la luz que le daba en los ojos al reflejarse en la cortina y cuando se atenuó la familia había desaparecido.
Cortés esperó en el aposento vacío durante varios minutos, sabía que Jude no iba a volver, ni siquiera estaba seguro de querer que lo hiciera pero era incapaz de partir hasta haber fijado en su memoria todo lo que había pasado entre ellos. Sólo entonces volvió a la puerta y salió al aire vespertino. Había ahora un encanto diferente en aquel bosque salvaje. Unas brumas blandas y azules descendían del dosel de hojas y surgían de los estanques. Las delicadas canciones de los pájaros del atardecer habían sustituido a los del mediodía y el ajetreado zumbido de los polinizadores había dado paso a las polillas con alas finas como el aliento.
Buscó a Lunes pero no pudo encontrarlo y aunque no había nadie que pudiera impedirle que vagara por este paisaje idílico, estaba incómodo. Aquel ya no era su lugar. De día estaba demasiado lleno de vida y de noche, supuso, demasiado lleno de amor. Para él era una nueva experiencia que su presencia fuera tan sumamente irrelevante. Incluso durante el camino, al apartarse de las hogueras en las que se contaban historias absurdas, siempre había sabido que con sólo abrir la boca e identificarse, todos lo habrían festejado, rodeado, adorado. Aquí no. Aquí no era nada: nada ni nadie. Había una nueva vegetación, nuevos misterios, nuevos matrimonios.
Quizá sus pies lo entendían mejor que su cabeza porque incluso antes de haber admitido de verdad tal redundancia, los pies ya se lo habían llevado de allí por los arcos recubiertos de agua, ladera abajo, hacia la ciudad. No se dirigió al delta, sino al desierto y aunque no había encontrado razón para este viaje cuando Jude se lo había insinuado, tampoco les negó ahora a sus pies la travesía.
La última vez que había salido por la puerta que llevaba al desierto, llevaba en brazos a Pai y los rodeaba una multitud de refugiados. Ahora estaba sólo y aunque no tenía otro peso que llevar salvo el suyo, sabía que el camino que tenía por delante agotaría la poca voluntad que le quedara. Pero no le preocupaba mucho. Si perecía por el camino, no importaba demasiado. Qué más daba lo que hubiera dicho Jude, la peregrinación había terminado.
Al llegar al cruce donde se había encontrado con Floccus Dado, Cortés oyó un grito tras él y se volvió para ver a un Lunes con el torso desnudo galopando hacia él bajo la luz menguante; montaba una mula, o una variedad rayada de la misma.
—¿Se puede saber qué hacías, yéndote sin mí? —quiso saber cuando llegó al lado de Cortés.
—Te busqué pero no estabas. Pensé que te habías ido a fundar una familia con Hoi-Polloi.
—
¡Na!
—dijo Lunes—. Tiene unas ideas muy raras, esa chica. Dijo que quería presentarme a unos peces. Yo dije que no era muy aficionado al pescado porque las espinas se te clavan en la garganta. Bueno, es verdad, ¿no? La gente se asfixia con el pescado, la tira de veces. Bueno, pues va ella y me mira como si me acabara de tirar un pedo y dice que quizá, después de todo, debiera irme contigo. Y yo digo que ni siquiera sabía que te ibas. Así que me busca este puto bicho tan feo —el joven dio una palmada en el flanco del híbrido—, y me señala en esta dirección. —Lunes volvió la vista y miró hacia la ciudad—. Creo que vale más haber salido —dijo bajando la voz—. Para mí que había demasiada agua. ¿Viste lo de la puerta? Una fuente del copón, joder.
—No, no la vi. Esa debe de ser más reciente.
—¿Ves? El sitio entero se va a ahogar. Salgamos de aquí cagando leches. Súbete.
—¿Cómo se llama la bestia?
—Tolland —dijo Lunes con una inmensa sonrisa—. ¿Hacia dónde?
Cortés señaló el horizonte.
—Yo no veo
na.
—Entonces debe de ser por allí.
Siempre práctico, Lunes no había dejado la ciudad sin algunas vituallas. Se había hecho un saco con la camisa y lo había llenado hasta casi reventar de suculentas frutas y fue eso lo que los mantuvo durante el viaje. No se detuvieron al llegar la noche sino que continuaron con paso constante, se turnaban para caminar al lado de la bestia para no agotarla y le daban tanta fruta como comían ellos, además de la cáscara, corazón y piel de sus propias porciones.
Lunes durmió buena parte del tiempo que le tocó montar pero Cortés, a pesar de la fatiga, permanecía bien despierto, demasiado irritado por el problema de cómo iba a plasmar este yermo en su libro de mapas para permitirse caer en el sopor. Llevaba constantemente en la mano la piedra que le había dado Hurra y hacía sudar tanto a sus poros que varias veces halló en la palma de la mano un pequeño estanque. Al descubrirlo guardaba la piedra, sólo para encontrarse unos minutos después con que la había sacado del bolsillo sin ni siquiera darse cuenta y que sus dedos volvían a juguetear con ella.