—Ah, porque ahora es Galileo. —Una sonrisa fría y dura arrugó el rostro de Derkweiler y desapareció de golpe. —Bueno, Corso, ahora que se ha desahogado, haga el favor de irse directamente a su despacho y no moverse de ahí. Tiene un cuarto de hora para despejar su mesa. Pasado ese plazo será acompañado a la calle por los de seguridad. ¿Me explico?
Hizo girar la silla, enseñando su culo gordo a Corso, y empezó a escribir en el teclado de su ordenador.
Un cuarto de hora más tarde, Corso salía del vestíbulo de la NPF en compañía de dos guardias de seguridad. Llevaba una cajita de cartón marrón con sus escasas pertenencias: los títulos enmarcados de la Universidad Brown y del MIT, un pisapapeles de geoda y una foto de su madre.
Al salir a la calle en aquel día soleado y caluroso, e internarse por el mar de coches relucientes del enorme aparcamiento, Mark Corso tuvo una revelación. Se detuvo de golpe, y estuvo a punto de soltar la caja. Acababa de acordarse de un dato tan pequeño que parecía insignificante: Deimos, una de las minúsculas lunas de Marte, orbitaba en torno al planeta cada treinta horas. Eso explicaba la anomalía de la periodicidad.
La fuente de los rayos gamma no estaba en Marte, sino en Deimos.
La niebla se convirtió en llovizna mientras Abbey despejaba febrilmente de rocas el cráter. Las desprendía con el pico, y luego las echaba por el borde. El meteorito había penetrado en la capa de tierra, de unos treinta centímetros, y se había incrustado en roca viva, escupiendo tierra y dejando a su paso una masa fracturada de piedras y barro. Le sorprendió lo pequeño que era el cráter: menos de un metro de profundidad por uno y medio de anchura. Ahora llovía de modo persistente. El fondo del cráter se estaba convirtiendo en un barrizal, un charco de fango mezclado con trozos de roca.
Extrajo un fragmento especialmente grande y lo hizo rodar hasta el borde del cráter, para que Jackie lo cogiese y lo sacase de allí.
—Aquí hay un montonazo de piedras —dijo Jackie. —¿Cómo sabremos cuál es el meteorito?
—Ya lo verás, te lo aseguro. Está hecho de hierro, de ferro-níquel.
—¿Y si pesa demasiado para levantarlo?
Abbey desprendió otra roca del fondo, la levantó y la echó por el borde.
—Ya encontraremos alguna manera. Según el periódico, pesaba menos de cincuenta kilos.
—Lo que decía el periódico es que podía pesar «incluso» menos de cincuenta kilos.
—Cuanto más grande, mejor.
Abbey sacó unas cuantas piedras pequeñas, y extrajo algunas paletadas de barro viscoso. Mientras trabajaban, la llovizna se convirtió en una lluvia persistente, que empapó enseguida a Abbey, a pesar del impermeable. Por la parte de arriba de las botas se le metía constantemente barro frío, hasta que tuvo los pies tan húmedos que hacían ruidos de succión con cada movimiento.
—Ve al bote, a por el cubo y la cuerda.
Jackie desapareció en la niebla, y volvió al cabo de cinco minutos. Abbey ató la soga al asa del cubo y empezó a achicar barro, que Jackie se llevaba y tiraba. Luego le devolvía el cubo para otro cargamento.
Abbey gruñó al sacar otro cubo de barro. Cogió la pala, que al hundirse en el lodo chocó con piedra dura.
—El lecho de roca está justo debajo. —Siguió sondeando el barro. —El meteorito tiene que estar aquí mismo, entre estos trozos de piedra.
—Bueno, ¿y cómo es de grande?
Abbey pensó un poco y calculó mentalmente. ¿Qué gravedad específica tenía el hierro? Siete y pico.
—Un meteorito de menos de cincuenta kilos —dijo— debería tener alrededor de treinta centímetros de diámetro.
—¿Solo?
—Ya es bastante.
Introdujo la punta del pico entre dos piedras rotas e hizo palanca, con un ruido de barro. Después echó a rodar los trozos cuesta abajo. Se estaba cubriendo de barro, y le caía agua de lluvia por el cuello, pero le daba igual. Estaba a las puertas de un descubrimiento de los que hacían historia.
Randy Worth volvió a enroscar el panel del motor del
Marea, y
se limpió de aceite las yemas de los dedos. Después, cambiando de postura, enfocó la linterna en el compartimento: todo parecía normal, y no quedaba ni rastro de su intervención. Colocó otra vez en su sitio la escotilla, la encajó bien y la limpió de manchas de aceite.
Metió de nuevo las herramientas en la mochila. Worth cerró la cremallera y se la echó al hombro. Después se levantó y miró a su alrededor, examinando todas las superficies en busca de alguna huella inadvertida de su presencia. Todo limpio. Echó un vistazo a los ajustes del motor, los interruptores y el indicador de batería para asegurarse de que todo estuviera tal como lo había encontrado.
Salió de la cabina, agachando la cabeza, y escuchó, orientado hacia la isla. Ahora la lluvia tamborileaba en el techo y pellizcaba el mar, pero seguían oyéndose ruidos de pico y pala, de hierro contra piedra, y un murmullo de conversaciones agitadas. Por lo visto, aún les faltaba bastante.
Fue a la proa para desatar el bote, y subió a él. Le picaba la piel. Notaba un cosquilleo en el cuero cabelludo, y le estaba pasando algo raro en los ojos. Lo que necesitaba, cuanto antes, era meta. Había trabajado mucho. Se lo merecía. Empujó con fuerza los remos, hasta el punto de que hizo saltar uno del escálamo. Sus manos temblorosas lo encajaron en su sitio, con una palabrota. Siguió remando. En poco tiempo, el
Marea
desapareció en la niebla. Pocos minutos más tarde se perfiló su embarcación, oxidada y con manchas de aceite.
Subió a bordo y se refugió en la cabina, donde buscó el alijo y su pipa. Sacó una piedra con las manos temblorosas, pero se le cayó al intentar meterla en la cazoleta. Dijo un exabrupto. La recogió, consiguió ponerla en su sitio y la encendió.
¡Joder, pero qué gusto! Se recostó con un gemido, mientras se notaba la polla dura por el subidón, y volvía a pensar en lo que les haría a aquellas zorras cuando les echase el guante.
Abbey siguió llenando el cubo de barro con la pala, y desprendiendo rocas. Poco a poco quedó a la vista el fondo del cráter, con el lecho de roca agrietado. Seguía lloviendo, de manera cada vez más intensa. Empezó a oír olas en las rocas de abajo, que no se veían. El mar se estaba alborotando. Convenía acabar pronto. Desgajó una roca excepcionalmente grande. Jackie bajó para ayudar a sacarla del agujero. Después de sondear un poco con la pala, Abbey se puso a cuatro patas, palpando el lodo gélido.
—Buena la ha armado, aquí abajo… Aunque creo que nos estamos acercando.
—Estás tremenda —dijo Jackie, riéndose.
—Bueno, tú tampoco es que parezcas salida de una puesta de largo.
Salieron más piedras y barro del orificio. Abbey se paró a palpar el fango con las manos.
—Abbey, no estamos encontrando ningún meteorito.
—Está aquí. Tiene que estar.
Se puso de rodillas y empezó a sacar barro del lecho de granito. La lluvia fue limpiando la roca. Abbey se entusiasmó al ver un dibujo radial de grietas en la piedra, aunque no paraba de entrar barro.
—Tiene que estar aquí mismo —insistió en voz muy alta, como si fuera más cierto por decirlo.
Metió más barro y piedras en el cubo.
—¿No será una de las piedras que hemos tirado? —preguntó Jackie.
—¡Te he dicho que es de ferroníquel!
—Bueno, bueno, solo era una pregunta.
Exasperada, y también consternada, Abbey palpó el fondo de la depresión. Tal vez el meteorito estuviera incrustado hasta el punto de confundirse con el lecho rocoso. Sacó tanto barro y grava con las manos como pudo, y llenó unas cuantas veces más el cubo.
—Jackie, llena el cubo de agua de mar. Limpiaremos esto.
Esta se fue por la ladera, con el cubo, y tardó pocos minutos en volver. Abbey vertió el agua en la piedra rota y embarrada.
Se oyó un borboteo. El líquido se fue por un agujero en el lecho de roca, como si se la hubiera tragado un desagüe.
—Pero ¿qué coño pasa?
Abbey metió los dedos en el agujero.
—Voy a buscar más agua.
Jackie subió casi corriendo, dejando caer agua del cubo. Abbey se lo arrebató y lo echó en el pozo. Una vez más, el agua desapareció como por un desagüe. Esta vez dejó a la vista un agujero totalmente redondo, de unos diez centímetros de diámetro, que se hundía directamente en el suelo. Estaba rodeado de grietas.
Se quitó el guante, metió la mano por la abertura y la palpó lo más profundamente que pudo. Los lados eran lisos como el cristal: un agujero cilíndrico perfecto, como hecho con taladro.
Cogió un guijarro y lo arrojó al centro del orificio. Al cabo de un momento lo oyó chocar débilmente con el agua.
Se quedó mirando a Jackie.
—No está. El meteorito no está.
—¿Pues dónde está?
—Ha atravesado el agujero —respondió Abbey. Y por mucho que intentó reprimirse, rompió a llorar.
El monasterio en ruinas estaba repleto de aldeanos refugiados. Los monjes acostaban a los enfermos en el santuario bombardeado, y les traían comida y agua. El llanto de los niños y las madres se mezclaba con un murmullo de voces confusas y atemorizadas. Al buscar con la vista al abad, Ford se llevó la sorpresa de ver a monjes de túnica naranja con armas pesadas y cartucheras al hombro; obviamente, estaban patrullando los caminos que bajaban de los montes. A lo lejos, por encima de las cumbres, vio una columna de humo negro que giraba en el tórrido cielo.
Finalmente encontró al abad, de rodillas junto a un niño enfermo, a quien consolaba y daba sorbitos de agua con una botella vieja de Coca-Cola. El monje levantó la vista.
—¿Cómo lo has hecho?
—Sería largo de contar.
Se limitó a decir, asintiendo con la cabeza:
—Gracias.
—Necesito un poco de intimidad para hacer una llamada por satélite —dijo Ford.
—El cementerio.
El abad indicó un sendero cubierto de musgo.
Dejando atrás el caótico espectáculo del monasterio, Ford se adentró en una zona poco poblada de la selva. Había decenas de estupas y de torrecillas repartidas por entre los árboles, cada una con las cenizas de un monje venerado. En otros tiempos habían estado recubiertas de oro y de pintura, pero el tiempo lo había borrado casi todo, y algunas estaban rotas y derruidas. En un lugar tranquilo entre las tumbas sacó su teléfono satélite, lo conectó a un ordenador de mano y marcó un número.
Poco después se oyó la voz pastosa de Lockwood. En Washington eran las dos de la madrugada.
—¿Wyman? ¿Lo has conseguido?
—Eres un mentiroso de narices, Lockwood.
—Un momento, un momento. ¿Por qué lo dices?
—Siempre has sabido dónde estaba la mina. Es enorme, la jodida. No podía pasar desapercibida desde el espacio. ¿Por qué no me dijiste la verdad? ¿Qué objetivo tenía toda esta farsa?
—Todo tiene sus razones; muy buenas razones. Bueno, ¿has conseguido las lecturas que te pedí?
Ford dominó su ira.
—Sí, todo: fotos, mediciones de radiación y coordenadas GPS.
—Estupendo. ¿Me lo podrías mandar?
—Recibirás tus datos cuando yo reciba una explicación.
—No juegues conmigo.
—De jugar, nada. Un simple intercambio de información. En tu despacho.
Un largo silencio.
—Es una tontería que te pongas así con nosotros.
—Es que soy tonto. Ya lo sabías. Ah, por cierto, he volado la mina.
—¿Que qué?
—Que la he volado. Adiós. Sayonara.
—¿Estás loco? ¡Te dije que no la tocases!
Ford hizo un esfuerzo enorme por reprimir la indignación que hervía en su interior. Respiró profundamente y tragó saliva.
—Tenían esclavizados a pueblos enteros, mujeres y niños. Se estaban muriendo cientos de personas. Con los cadáveres llenaban una fosa común. No lo podía consentir.
Hubo un momento de silencio.
—A lo hecho, pecho —dijo finalmente Lockwood—. Te veré en mi despacho en cuanto puedas acudir.
Ford cortó la llamada, desconectó el teléfono y lo apagó. Respiró hondo un par de veces, tratando de recuperar el equilibrio. El cementerio estaba tranquilo. Anochecía, y la luz crepuscular recortaba las copas de los árboles, salpicando el lugar con manchas de luz entre verde y dorada. Sintió que poco a poco recuperaba algo de cordura. Lo que había visto no se le borraría de la memoria mientras viviese.
Luego estaba el problema de la mina en sí, que no le había comentado a Lockwood. Era una idea tan extraña, tan absolutamente estrafalaria, que rehuía cualquier análisis. Sin embargo, las implicaciones eran aterradoras.
De regreso al timón de su barco, Worth abrió una cerveza y contempló la trayectoria de la lluvia en las ventanas, que caía formando curvas siempre cambiantes. Las chicas llevaban como mínimo dos horas en la isla. «Debe de ser un tesoro de cojones», pensó.
Volvió a verificar el estado de la RG Mag del cuarenta y cuatro, la pistola que había usado para atracar el colmado de Harrison a los quince años: la levantó, apuntó con el cañón y la equilibró en su mano. Había intentado empeñarla hacía poco, a cambio de dinero para la meta, pero no la quería nadie. Decían que era una mierda. ¡Qué sabrían ellos! La otra noche había funcionado la mar de bien. Sonrió al acordarse de todas las ranas que él y su tío habían convertido en nubecitas rosas gracias a aquella pistola.
Apuntó con el cañón, fingiendo que su blanco era una gaviota mecida por el agua detrás de la baranda de popa. Lástima no poder cargársela; la nube de plumas sería preciosa, pero no podía arriesgarse a hacer tanto ruido.
—Pum, pum —dijo.
La gaviota alzó el vuelo.
Dejó el arma en el salpicadero, junto a cuatro cajas de balas, un cuchillo Bowie de hoja fija, alambre de embalar, cúteres, cuerda y cinta aislante. Esto último no creía que fuera a necesitarlo, pero lo había traído por si acaso. Bebió un poco más de cerveza y escuchó. Aparte del murmullo de la lluvia, todo estaba en silencio en la niebla, salvo el grito intermitente de una gaviota invisible. Ya empezaba a notar los primeros tirones del mono de la meta, pero no les hizo caso. Imposible estar flipado en el momento decisivo.
Sintió que el barco se movía un poco, por efecto de una brisa refrescante que hizo oscilar la popa. Hacía media hora que empezaba a haber olas, olas largas y bajas que anunciaban la inminencia del mal tiempo. Miró su reloj. Las cinco. Se estaba haciendo tarde. Sabía que el mar revuelto no les permitiría anclar junto a Shark Island para pasar la noche; era un lugar demasiado expuesto. Subirían el tesoro a bordo y saldrían pitando para las islas interiores, probablemente hacia la misma cala de Otter donde se habían refugiado tras lo de la isla del almirante.