Pues nada, pensó con un curioso y sordo desapego, se podía decir que le había fastidiado la vida a su padre.
—Ha llegado a su destino —dijo la suave voz femenina del GPS.
Wyman Ford aparcó al lado de la tienda del pueblo, en una explanada de tierra, y al salir miró a su alrededor. El prado de enfrente se mecía al viento con los altramuces a punto de florecer. A sus espaldas, sobre la colina, había dos iglesias, una a cada lado de la calle: un templo congregacionalista de color marrón y una «casa de culto» metodista, blanca. A ambos flancos de la carretera se alineaba una docena de casas con listones de madera. Un pequeño colmado ocupaba un edificio de madera inclinado.
Era lo que daba de sí el pueblo.
Consultó su bloc de notas. Ya había tachado las localidades de New Harbor, Pemaquid, Chamberlain y Muscongus. Solo quedaba una.
Round Pond.
Después de la tienda, la carretera moría en el puerto. Vio un muelle lleno de barcos de pesca al otro lado de un conjunto de pinos, y al final de todo una esquirla de mar.
Al entrar en la tienda, se encontró con un grupo de niños ruidosos que compraban chucherías. Dio una vuelta, mirando los artículos en venta: caramelos, postales, cuchillos, maquetas de barcos, juguetes, muñecas, cometas, cedés de grupos de la zona, calendarios, mermeladas y jaleas, y un montón de periódicos. Era como retroceder en el tiempo hasta su infancia.
Cogió el periódico, que se llamaba
The Lincoln County News,
y se puso a la cola con los niños. No tardaron en salir todos disparados, con sus bolsas de papel marrón para las chucherías. Detrás del mostrador había una adolescente. Ford dejó el periódico en el mostrador y sonrió.
—Creo que me apetecen unas chucherías.
Ella asintió con la cabeza.
—Dame… A ver…, una bola picante, que hace años que no tomo; unas cuantas bolas de leche malteada, un rollo de regaliz y un bastón de menta.
La chica metió las chucherías en una bolsa y la depositó sobre el periódico.
—Dos dólares con diez centavos.
Ford metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera.
—He oído que hace unos meses pasó por aquí un meteoro.
—Sí, es verdad —dijo ella.
Ford pasó el dedo por el fajo de billetes de la cartera.
—¿Tú lo viste?
—Vi la luz por la ventana, como todo el mundo. Luego se oyó una especie de trueno. Cuando salimos había un rastro de luz en el cielo.
—¿Alguien ha encontrado el meteorito?
—No, qué va. Se cayó en el mar.
—¿Cómo lo saben?
—Fue lo que dijeron todos los periódicos.
Ford asintió con la cabeza, y sacó el dinero.
—¿El puerto queda por ahí?
Ella asintió.
—Coja la primera a la derecha después de la tienda. Se acaba en los embarcaderos.
—¿Hay algún sitio para comprar langostas vivas?
—La cooperativa.
Ford cogió la bolsa de chucherías y el periódico y volvió a su coche. Con la bola picante en la boca, miró la primera página de
The Lincoln County News.
En la cabecera aparecía este titular:
RECUPERAN EL CUERPO Y LA PISTOLA DEL BARCO HUNDIDO
Salía una foto borrosa de un barco de los guardacostas en el mar, que subían a bordo un cadáver con garfios. Interesado, Ford leyó el artículo. Al volver la página vio una foto de las dos chicas agredidas, una del difunto agresor —sacada del anuario del instituto— y varias del transporte del barco destrozado a dique seco. Para Round Pond era un bombazo: un intento de robo en alta mar, con abordaje y todo, una tentativa de homicidio y un barco hundido. Aquello tenía algo que ver con un tesoro legendario, y despertó su instinto de investigador: el relato presentaba lagunas e incoherencias que exigían una explicación.
Al pasar la página leyó un breve sobre la última cena benéfica, varias quejas sobre un nuevo semáforo y un artículo sobre el regreso de un soldado de Oriente Próximo. También consultó las notas de la policía, leyó un duro editorial sobre la escasa asistencia a una reunión del consejo escolar, echó un vistazo a los anuncios inmobiliarios y a las ofertas de trabajo y leyó las cartas al director.
Dobló el periódico, encantado por la imagen que se había formado de la localidad: un tranquilo pueblecito pesquero de Nueva Inglaterra, de un pintoresquismo exacerbado, y económicamente estancado. Tarde o temprano caería en las garras de alguna constructora, y se acabaría todo. Esperó que no llegara ese día.
Arrancó y fue hacia el puerto por la carretera. Apareció casi inmediatamente: la cooperativa langostera a la derecha, varios embarcaderos, un restaurante, un puerto lleno de barcos de pesca y el olor embriagador de los cebos de pesca salados.
Aparcó y fue a la cooperativa, una nave de madera construida sobre un embarcadero, con los postigos abiertos y varios tanques de agua repletos de langostas. Los precios del día estaban en una pizarra. Un hombre calvo, con botas naranjas de pescar, se acercó a la ventana.
—¿Qué quería?
—¿Usted pesca langostas en estas aguas?
—No, pero mi hija sí. Yo solo las vendo.
Ford vio a una joven que manipulaba los cocederos de langosta del fondo.
—¿Vio usted el meteoro?
—No. Ya me había acostado.
—¿Y ella? Es que me interesa.
El hombre se volvió.
—Martha, aquí hay uno que quiere saber si viste el meteoro.
La joven se acercó, secándose las manos.
—¡Por supuesto que sí! Nos pasó justo encima. Lo vi por la ventana, mientras fregaba los platos.
—¿Adonde fue?
—Pasado Louds Island, hacia el mar.
Ford le tendió la mano.
—Wyman Ford.
Ella se la estrechó.
—Martha Malone.
—Tenía la esperanza de encontrar el meteorito. Soy científico.
—Dicen que se cayó al mar.
—¿Usted es langostera?
Se rió.
—Se nota que no es del pueblo. Soy pescadora de langostas.
—El problema es el siguiente —Ford decidió ir al grano: —aquella noche el mar estaba muy sereno. La boya meteorológica GoMOOS no registró ni una ola en el momento del impacto. ¿Cómo se explica esto?
—El mar es muy grande, señor Ford. Pudo haberse caído a cientos de kilómetros de la costa.
—¿No sabe de nadie, aquí en la zona, que dijera haber encontrado un cráter, o que hubiera visto algún indicio de árboles arrancados?
Un gesto de negación con la cabeza.
Ford le dio las gracias y volvió hacia el coche. Se puso en la boca una bola de leche malteada, que chupó, pensativo. Una vez dentro del vehículo, abrió la guantera, sacó su bloc de notas y tachó «Round Pond».
Y colorín colorado: la mayor pérdida de tiempo de la historia.
Abbey Straw llevó dos cestas de almejas fritas y un par de margaritas a donde estaba sentada la pareja de Boston. Lo dejó todo en la mesa.
—¿Les traigo algo más?
La mujer examinó su copa, mientras sus largas uñas hacían un ruido irritante en el cristal.
—Te había dicho que sin sal.
Tenía un acento de Boston muy marcado.
—Perdone; ahora le traigo otra.
Abbey se llevó la copa.
—Y no te creas que con quitar la sal ya está, que aún notaré el sabor —dijo la mujer—. Necesito una bebida nueva.
—Claro.
Justo antes de que Abbey se fuera, el hombre dijo, señalando su plato:
—¿Catorce dólares y solo dais esto?
Abbey se volvió. Pesaba como mínimo ciento diez kilos, y tensaba hasta su límite teórico un polo de lana gruesa. Llevaba pantalones verdes de sport, y era calvo, con un hoyuelo de grasa justo en el centro de la calva. De sus orejas salían gruesos pelos negros.
—¿Hay algún problema?
—¿Catorce dólares por diez almejas? Vaya timo.
—Ahora le traigo más.
De camino a la cocina, oyó otra vez la voz del hombre, que le dijo en voz alta a su mujer:
—Me dan mucha rabia estos sitios donde se creen que pueden desplumar a los turistas.
Entró en la cocina.
—Necesito más almejas para la mesa cinco.
—¿Alguna queja?
—Tú dame las almejas.
El cocinero tiró tres almejitas en un plato pequeño.
—Más.
—Es lo que les toca. Diles que se vayan a la mierda.
—Te he dicho que más.
El cocinero dejó caer otras dos en el plato.
—Que les den.
Abbey cogió otra media docena de almejas por su cuenta, y las amontonó en el plato antes de volverse.
—Te he dicho mil veces que no toques mis fogones.
—Que te den, Charlie.
Abbey salió y dejó el plato frente al comensal, que ya se había acabado las diez almejas y atacó el nuevo plato sin interrupción.
—Y más salsa tártara.
—Ahora mismo se la traigo.
Estaban sentando a un hombre alto en la zona que le tocaba a ella. Cuando iba a por más salsa tártara, Abbey se detuvo a dejarle la carta.
—¿Café?
—Sí, por favor.
Al servírselo, oyó la voz quejosa del de Boston por encima del murmullo general.
—Lo malo es que se creen que somos ricos. Cuando llega el verano, y empieza a llegar gente de Boston, prácticamente los oyes relamerse.
La distracción hizo que se le derramase un poco de café por el borde de la taza.
—¡Uy, perdone!
—No pasa nada, de verdad —dijo el hombre alto.
Abbey lo miró por primera vez: anguloso, de gran nariz aguileña y mentón prominente, con una fuerza y delgadez de un atractivo extraño. Al sonreír, su cara sufría un cambio drástico.
—¿Hola? ¿Y la salsa tártara? —exclamó una voz en la mesa de al lado.
El hombre alto hizo una señal con la cabeza, acompañada de un guiño.
—Más vale que te ocupes primero de ellos.
Abbey se fue rápidamente, y volvió con la salsa tártara.
—Ya era hora, c… —dijo el hombre al quitársela de las manos y echársela en las almejas a cucharada limpia.
Abbey se acercó otra vez al hombre alto, con la libreta en la mano.
—¿Qué le traigo?
—El sándwich de abadejo, por favor.
—¿Para beber desea algo más que café?
—Con agua me va bien.
Abbey titubeó y miró de reojo la mesa de los de Boston, para ver si querían algo más, pero estaban ocupados en comer. El hombre delgado siguió la dirección de su mirada.
—Perdona por esos dos.
—No es culpa de usted.
—¿Vives por aquí?
Últimamente se repetía con demasiada frecuencia.
—No —contestó ella—, en la península.
Él asintió, pensativo.
—Ya. Pues entonces debiste de ver bien el meteorito de hace unos meses.
Abbey reaccionó enseguida con cautela a la inesperada pregunta.
—No.
—¿No viste el rastro del meteorito ni oíste las explosiones?
—No, qué va, en absoluto. —Temiendo haber sido demasiado enfática en su negativa, buscó alguna forma de disimular su reacción.
—Se dice «meteoro», no meteorito.
Él volvió a sonreír.
—Siempre confundo las dos palabras.
Abbey siguió diciendo con rapidez:
—¿Algo de acompañamiento? ¿Ensalada? ¿Patatas fritas?
—No, eso es todo.
Tomó nota y regresó rápidamente con la pareja de Boston, que ya había acabado de comer.
—¿Les traigo algo más?
—¿Qué pasa? ¿Ya necesitas el sitio?
—Me parece imperdonable que te quieran echar —dijo la mujer.
Abbey fue a buscar el sándwich de abadejo, pasando por el resto de las mesas, y lo trajo.
—Eh, ¿y la cuenta? —se oyó gritar en la mesa de la pareja de Boston.
—¿No ves que ya hemos acabado?
Abbey sacó el tíquet, fue a la caja, imprimió la cuenta, volvió y la dejó sobre la mesa.
—Que pasen un buen día.
El hombre desdobló el papel y examinó ostentosamente el total.
—Vaya timo.
Contó el dinero de encima de la mesa —mucha calderilla y billetes arrugados— y lo dejó amontonado en el platillo.
Poco después se marchó el hombre delgado, dejando tanta propina que compensaba la cicatería de los de Boston. Al quitar los platos, Abbey reflexionó sobre por qué había hecho preguntas tan específicas sobre el meteoro. Parecía simpático, pero tenía algo sospechoso, francamente sospechoso.
Wyman Ford ya había cruzado el puente de Wiscasset cuando salió de la carretera a la altura de una tienda de antigüedades y apagó el motor para reflexionar. Algo no cuadraba, aunque no supiera muy bien qué. Estaba relacionado con el comportamiento extraño de la chica del restaurante y con la descabellada noticia del periódico del pueblo. Lo cogió del asiento de al lado, donde lo había dejado. Decididamente, la chica del restaurante era la misma que la de la noticia, la que buscaba el tesoro pirata. Al oír la pregunta sobre el meteorito se había puesto nerviosa de golpe. ¿Por qué? ¿Y cuántas camareras de pueblo sabían la diferencia entre los términos «meteoro» y «meteorito»?
Arrancó y volvió por donde había venido. Diez minutos más tarde entró en el restaurante. La joven seguía atareada. La observó desde el puesto del maitre, en la entrada. No cabía duda: era la misma que la del periódico; de hecho, era la única afroamericana que veía en todo su viaje por Maine: pelo negro y corto, con ricitos que enmarcaban el rostro, ojos negros y brillantes, alta, esbelta, de porte atlético… No se le borraba de la cara una expresión sardónica, por no decir irónica. Nada de maquillaje. Una chica de espectacular belleza. ¿Veintiún años, tal vez?
Ella vio a Ford en cuanto entró en el comedor, y su expresión se volvió cautelosa. Él la saludó con la cabeza, sonriendo.
—¿Ha olvidado algo? —preguntó ella.
—No.
Su semblante pareció endurecerse.
—¿Qué quería?
—Perdona que me meta en lo que no me importa, pero ¿tú no eres la chica implicada en el incidente que acabo de leer en el periódico?
La frialdad se volvió absoluta. Abbey se cruzó de brazos.
—Si no quiere meterse, no se meta.
Se volvió para irse.
—Espera. Concédeme un minuto. Es importante.
Esperó.
—Me has corregido por usar la palabra «meteorito» en vez de «meteoro».
—¿Y qué?
—¿Cómo sabes la diferencia?
Ella se encogió de hombros y miró hacia su parte del local. Ford no estaba muy seguro de su objetivo, ni de lo que esperaba descubrir.