Hizo un rápido repaso general. Todo estaba a punto.
Oyó encenderse el motor del
Marea,
que estuvo un momento en punto muerto, hasta que levaron anclas. Probablemente estuvieran toqueteando la VHF y el radar, sin saber por qué no funcionaban. Por poca inteligencia que tuviesen, se habrían traído una radio portátil y un GPS de refuerzo, pero Worth no había encontrado ni lo uno ni lo otro al registrar el
Marea.
El motor de este último aceleró. El chico vio moverse en su radar la mancha verde de la embarcación. Consultó el reloj y marcó la hora: las cinco y nueve.
Cambió a dos millas la configuración del radar, y al aumentar la ganancia vio que el
Marea
se desplazaba hacia el oeste, en dirección a las islas interiores, tal como esperaba. Cuando el
Marea
cruzó la línea de una milla náutica del radar, Worth puso en marcha el motor, levó el ancla y empezó a seguirlo de lejos. Entre aquel punto y la seguridad de las islas interiores había un trecho de diez kilómetros por mar abierto. Ellas iban a seis nudos. El mar se estaba poniendo bravo por momentos.
Más o menos después de una milla, redujo la velocidad. El
Marea
se había parado. Worth apagó rápidamente su motor y se quedó a la deriva, escuchando. Nada. El motor del
Marea
no daba más de sí: estaba parado en el agua, envuelto en niebla, a doce kilómetros de la costa, y sin comunicaciones.
Volvió a poner en marcha el motor y aceleró al máximo, directamente hacia el
Marea.
La imagen se acercó por el radar: un kilómetro, quinientos metros, doscientos cincuenta…
A cien metros estableció contacto visual: el
Marea
se materializó en la niebla. Una de las chicas estaba toqueteando la radio VHF, mientras la otra sujetaba la escotilla del motor y enfocaba el interior con la linterna. Las dos se volvieron, y se quedaron mirándolo.
«Hola, zorras.»
A seis metros del
Marea,
viró noventa grados a estribor, puso el motor en punto muerto y echó bruscamente marcha atrás, haciendo que se parara de golpe. Entonces cogió la culata de la RG con las dos manos, apuntó a las dos chicas y disparó.
Mark Corso dio un portazo y cerró con llave la puerta de su piso. Después de dejar la caja sobre la mesa de la cocina, buscó como un loco un destornillador debajo del fregadero. El bebé ya estaba llorando otra vez. El aire acondicionado persistía en sus crujidos, y en los bulevares aullaban las sirenas, pero todo era ruido de fondo para Corso, concentrado en su tarea. Con el destornillador en el bolsillo de atrás, cogió una silla de la cocina, la puso en el centro de la sala de estar, subió y desenroscó el aplique del techo. Después lo bajó, metió una mano por el agujero y sacó el disco duro.
Tardó muy poco en iniciar su ordenador de sobremesa y conectarle el disco duro. Fue tan febril el ímpetu con el que tecleó la contraseña, que se equivocó tres veces antes de tranquilizarse. Rápidamente consultó el período orbital actualizado de Deimos: 30,4 horas, contra las 24,7 que duraba el día en Marte. Después abrió los datos de rayos gamma y examinó la periodicidad: 30,4 horas.
Se había pasado cientos de horas mirando fotos de alta resolución de la superficie de Marte en busca de algo distinto, algo raro que pudiera ser una fuente de rayos gamma, pero el satélite había fotografiado cuatrocientos mil kilómetros cuadrados de superficie marciana a la máxima resolución, y examinar las imágenes era como buscar una aguja en un pajar de un campo de pajares. Con Deimos, la cosa cambiaba. Deimos era muy pequeña, una roca en forma de patata cuya superficie solo tenía quince por doce kilómetros. Lo que generase rayos gamma en Deimos sería fácil de encontrar.
Respirando de milagro, buscó por las carpetas y archivos del disco de ciento sesenta terabytes hasta localizar uno pequeño que se llamaba Deimos. Se acordó de que hacía tres o cuatro meses el MMO había pasado muy cerca de Deimos, momento en el que había enfocado un georradar en el satélite y había hecho fotos de una resolución extremadamente elevada. Era la primera vez que se tomaban imágenes de Deimos desde las del
Viking I,
en 1977.
Al abrir el archivo vio que solo había treinta imágenes de luz visible y doce de radar.
Una vez abierta la primera imagen, la amplió a la máxima resolución, le yuxtapuso una cuadrícula e inspeccionó visualmente cada recuadro, de uno en uno, en busca de cualquier singularidad. Deimos tenía una superficie prácticamente lisa, cubierta en su mayor parte por una gruesa capa gris de polvo cuya débil fijación se debía exclusivamente a la escasa gravedad de la luna. Había media docena de cráteres, de los que solo dos tenían nombre: Swift y Voltaire.
Observó uno por uno los recuadros, intentando ir más despacio y ser metódico. La resolución era bastante buena para ver rocas concretas en la superficie, algunas tan pequeñas que no llegaban ni a un metro de anchura.
Después de acabar con la primera foto pasó a la siguiente, y otra, y otra… Transcurrieron dos horas antes de que terminase. No había encontrado nada, solo unos cuantos cráteres grandes y profundos, rocas, fragmentos de eyección y un sinfín de campos y amontonamientos de regolita.
Se levantó con una brusca sensación de agotamiento y de flaqueza. Se le ocurrió la posibilidad de que hubiera estado persiguiendo una quimera: quizá lo único que viese fuera el resplandor, provocado por los rayos cósmicos, de toda la luna, que al ser tan pequeña parecía una fuente puntual en los datos.
Con esta idea desalentadora en la cabeza puso la cafetera al fuego. Mientras se filtraba el café, reflexionó sobre su situación.
Era un desastre. Económicamente estaba en la quinta pregunta. No solo había roto el contrato de aquel piso, perdiendo la fianza y el alquiler del último mes, sino que había depositado el primer y el último mes y la fianza de otro apartamento más caro, que en esos momentos ya no se podía permitir. No le quedaba dinero suficiente para mover los trastos de un apartamento al otro, y menos para volver a Brooklyn, pero no había alternativa; no podía permitirse seguir viviendo allí mientras buscaba otro trabajo, siguiendo al día con sus préstamos de la universidad mientras pagaba sus tarjetas de crédito, que estaban al límite. De hecho, tampoco quería quedarse en el sur de California, un lugar que odiaba… con la única excepción de Marjory. Marjory… Lo habían echado tan de golpe de la NPF, que ni siquiera había tenido tiempo de despedirse de ella, darle explicaciones y recibir ánimos de sus comentarios sarcásticos y subidos de tono.
Si había algo capaz de salvarle, solo podían ser los ocho mil dólares que estaba a punto de cobrar entre la indemnización y la paga extra.
Se sirvió una taza de café, a la que echó nata y azúcar en exceso, y bebió un sorbo. Aún le faltaban por examinar las imágenes por radar de Deimos, pero dudaba de que revelasen algo, ya que la resolución del radar era de treinta metros, frente a uno solo en el caso de las fotos. Por suerte había menos imágenes que examinar.
Volvió a regañadientes al disco duro y abrió las imágenes del radar. Estaban procesadas por ordenador, formando largos tajos verticales en la superficie de Deimos. La profundidad de penetración del radar era nada menos que de cien metros. Las imágenes se presentaban como largas franjas negras, cintas con los accidentes de la superficie y del subsuelo resaltados en rojo y en naranja.
Enseguida vio algo raro. Debajo del cráter Voltaire había un cúmulo denso y simétrico de materia que reflejaba un intenso color naranja. Aguzó la vista para distinguirlo. Después se apoyó en el respaldo: claro, solo era el cuerpo meteorítico que había perforado el propio cráter. No tenía nada de misterioso. Probablemente ya lo hubieran examinado los científicos de la NPF, y hubieran llegado a la misma conclusión.
A pesar de todo, abrió la imagen visual del cráter Voltaire y la examinó de nuevo. Era el cráter más profundo y reciente de toda Deimos; tan profundo, que una parte del fondo estaba a oscuras.
Se inclinó, forzando la vista. Dentro de la sombra había algo.
Usando el software exclusivo para el tratamiento de imágenes que estaba cargado en el disco duro, procedió a sacar la imagen de la oscuridad. Aumentó el contraste, la pintó con falsos colores, dio más nitidez a las transiciones y manipuló prácticamente cada píxel para extraer el máximo de información visual de los datos más tenues y ambiguos. Llevaba casi un año dedicado a esa labor, y sabía exactamente cómo infundir vida a la imagen, suponiendo que fuera una imagen y no un fallo. Fue un proceso difícil y sutil, que le tomó casi una hora. A cada pasada, su sorpresa se volvía asombro, azoramiento y, por último, estupefacción. Lo que veía, en la profundidad de las sombras del cráter Voltaire, no era un objeto natural. No cabía duda. No era ningún fallo, ningún producto del software.
Era una construcción, un objeto artificial, una máquina.
Respirando con dificultad, se levantó y fue a la ventana para apoyarse en el alféizar y acercar la cabeza a la débil corriente de aire fresco que salía del aire acondicionado. La absorbió, intentando controlar su respiración. En el cruce de calles se ponía el sol, bañando en una luz pardusca un páramo de coches, luces de tráfico, cables eléctricos y tiendas cutres, sembrado todo ello de desmayadas palmeras.
Una máquina. Una máquina extraterrestre.
De repente Mark Corso se sintió tranquilo, sorprendentemente tranquilo. Aquello era mucho más importante que sus nimios problemas personales. Se recordó la razón por la que se había dedicado a la ciencia: por eso.
Como ahora se había quedado sin trabajo, tendría tiempo para reflexionar a fondo y decidir qué hacía. Los datos eran secretos, y tenerlos en su mano un delito. Por lo tanto, no podía anunciar sin más su descubrimiento. Si se lo comunicaba a la NPF, seguro que encontrarían la manera de quitarle todo el mérito, o incluso de mandarlo a la cárcel. Debido a ello, tendría que actuar con precaución, pensando las cosas a fondo y sin precipitarse. Necesitaba espacio, tiempo y calma para tomar las decisiones correctas, ya que los pasos que diera no determinarían solo su futuro, sino que podían incidir en el futuro del planeta.
Después de otra respiración profunda, se levantó y empezó a recoger sus cosas para mudarse a Brooklyn.
Un estampido atronador sonó dos veces, mientras las balas agujereaban las paredes de fibra de vidrio de la cabina de control y lanzaban esquirlas afiladas contra Abbey, que gritó al echarse a la cubierta, con la cabeza en blanco por culpa del pánico. El barco, que había surgido bruscamente de la niebla, se les echaba encima a gran velocidad. En el momento en que viraba, y ponía ruidosamente marcha atrás, Abbey se encontró frente a frente con Randall Worth, que les apuntaba con una pistola enorme y disparaba.
—Pero ¿qué coño pasa? —chilló Jackie, hecha un ovillo sobre la cubierta.
¡Bum! ¡Bum! Dos balas más hicieron añicos las ventanas. Otra dejó un agujero sobre la cabeza de Abbey, del tamaño de una pelota de tenis.
—¡Jackie! —gritó. —¡Jackie!
—Estoy aquí —dijo una voz ahogada.
Al volverse vio a su amiga encogida en el rincón, con las manos sobre la cabeza.
—¡Baja! —berreó Abbey, arrastrándose hacia la escalera.
—¡Por debajo de la línea de flotación!
Llegó a la escalera y se lanzó de cabeza, hasta quedarse tirada en el suelo de la cabina. Poco después llegó Jackie, gritando y tapándose la cabeza.
—¿Estás herida, Jackie? —chilló Abbey.
—No lo sé —contestó ella entre sollozos.
Abbey la examinó sin encontrar ninguna herida, salvo algunos cortes de metralla de fibra de vidrio.
—¿Qué coño pasa? —gritó Jackie, con las manos en la cabeza. —¿Qué coño pasa?
—Es Worth. Nos está disparando.
—¿Por qué? —se lamentó.
Abbey le dio otra sacudida.
—¡Eh! Es-cú-cha-me.
Jackie tragó saliva con dificultad.
Otra ráfaga acribilló la superestructura, dejando orificios en el casco y en los ojos de buey que había encima de las camas encajadas en la proa. Una de las balas dio en la línea de flotación, haciendo que empezase a entrar agua.
Jackie chilló, tapándose la cabeza.
—¡Escúchame, joder! —Abbey le cogió las manos e intentó apartárselas.
—Estamos por debajo de la línea de flotación; aquí no puede darnos, pero va a subir a bordo. Tenemos que defendernos. ¿Me has entendido?
Jackie asintió, tragando saliva.
Abbey miró a su alrededor. Las camas estaban hechas un desastre, con los sacos de dormir tirados de cualquier manera. En el fregadero había platos sucios, y todo estaba cubierto por polvo de fibra de vidrio. El agujero dejaba entrar un chorro de agua. Oyó funcionar las bombas de sentina automáticas.
«La caja de herramientas de debajo del fregadero.» Se acercó sin levantarse y tendió un brazo hacia el armario, que abrió de un tirón.
Por encima del agua se oyó una voz.
—¡Eh, chicas, ha llegado papi!
Fue el preludio de otros seis disparos de pistola, que reventaron la cabina sobre las cabezas de las dos amigas. Abbey, siempre sin incorporarse, arrastró la caja de herramientas que, al retirar el cierre, quedaron esparcidas por el suelo. Buscó entre ellas hasta apoderarse de un cuchillo de pescador y un martillo.
—El spray de autodefensa. ¿Dónde está?
—En la mochila del compartimento de popa —respondió Jackie sin apenas poder respirar.
—Mierda. —Abbey se metió el cuchillo en el cinturón, y a Jackie le dio el martillo.
—Coge esto.
Jackie lo cogió.
¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! Más disparos de pistola. Al rebotar por la cabina, las esquirlas de fibra de vidrio dejaban tanto polvo de resina que el aire se volvía irrespirable. Abbey fue a la escalera a gatas, echó el pestillo y regresó.
—Nos estamos hundiendo —dijo Jackie.
—Eso es lo de menos.
Abbey oyó retumbar el motor de Worth, que las estaba abordando. El ruido cambió al de punto muerto, y luego, bruscamente, a marcha atrás. Poco después sintió el choque de las dos embarcaciones. Los pies de Worth pisaron la cubierta con un impacto sordo.
—Mierda, mierda —dijo Jackie, con la respiración agitada.
—Está subiendo.
Abbey intentó no seguir hiperventilando. Necesitaban un plan.