—Sí, ya me acuerdo.
—Pues la materia extraña es así: al entrar en contacto con materia normal, empieza a transformarla y devorarla, convirtiéndola en materia extraña. Lo malo es que la materia extraña es tan densa que cualquier cosa que toque se comprime casi hasta cero. Si la Tierra se convirtiese en materia extraña, quedaría reducida al tamaño de una naranja.
—Uf.
—Lo peor es que es un proceso inestable. Después, la Tierra explotaría con tal fuerza que arrancaría las capas exteriores del Sol y trastocaría el sistema solar. Hasta podría convertir el Sol en materia extraña, desencadenando una explosión realmente gigantesca. Lo curioso es que un
strangelet
muy pequeño podría atravesar toda la Tierra sin apenas llamar la atención, siempre y cuando fuera bastante deprisa. No convertiría mucha materia; seguiría tranquilamente su camino sin que la Tierra se viera perjudicada. Ahora bien, si fuera más despacio, y se quedase atascada dentro de la Tierra…, entonces adiós, sistema solar.
—¿Por qué no hizo un agujero más grande al salir, provocando un volcán o algún tipo de erupción?
—Buena pregunta. Un
strangelet
no genera onda expansiva, ya que absorbe toda la materia que toca. Devora la materia a su paso, dejando un túnel cuyo vacío quedaría sellado de inmediato por la presión geológica. Los únicos indicios de su paso serían un pequeño agujero de entrada, otro mayor de salida y una firma sísmica fuera de lo común.
Abbey silbó.
—Todo esto refuerza mi teoría. Un
strangelet
sería el arma definitiva. Piénsalo.
Ford se levantó, dejando la taza en la mesa.
—No sé lo que saben de esto en Washington, pero tengo que llevarles el disco. A vosotras tendré que dejaros aquí. No me atrevo a poneros al cuidado de la CIA, ni siquiera de la policía local, porque no sé quién nos persigue. Cabe la posibilidad de que nos enfrentemos a un organismo clandestino de nuestro propio gobierno.
—Pero ¿y tú? Si vas a Washington te pueden mandar a Guantánamo, o vete a saber dónde…
—No tengo más remedio. Creo que puedes haber acertado, y que la cosa tal vez sea un arma. Es posible que esté en jaque la supervivencia de la Tierra.
Abbey asintió con la cabeza.
—Más seguras que en esta isla no podéis estar. Quedaos escondidas, y sabréis de mí en cinco días como máximo. ¿Estaréis bien?
—Perfectas, tranquilo.
Ford se volvió y cogió a Abbey por los brazos.
—Hoy, al anochecer, cuando haya menos posibilidades de que alguien vea el barco, me llevarás a tierra firme. —Hizo una pausa y murmuró: —Un arma… Es exactamente eso.
Harry Burr aparcó su New Beetle enfrente de la lavandería Wand-o-Matic, y bajó del coche. Era uno de esos centros comerciales pequeños y cutres con diez o doce escaparates —la mitad vacíos— y sin seguridad, que dan cobijo a vándalos adolescentes. Buen sitio para dejar un coche robado: nada de vigilancia, pocos compradores y muchos escaparates desocupados. Podrían haber pasado semanas antes de que alguien se fijase; suerte —para Burr, no para Ford— que a algún chaval descerebrado le había dado por hacer numeritos y embestir la camioneta.
Se paseó por el aparcamiento, impregnándose de él. La camioneta blanca ya no estaba, claro; se la había llevado la grúa. La cuestión era saber adonde habían ido Ford y la chica a partir de aquel punto. Gracias a internet se había formado una idea bastante clara de dónde averiguarlo. Ella era de la zona, y su padre vivía cerca. Supuso que era un buen punto de partida.
Sonrió. Luego encendió un American Spirit y le dio una profunda calada. Parecía que al final el viento soplaba a su favor.
Al acabarse el cigarrillo, lo tiró al suelo y volvió al Beetle. Según su GPS, la localidad de Round Pond —¡qué nombre tan insulso!— quedaba a doce kilómetros de carretera. Estaba casi seguro de que el bueno de George Straw podría decirle algo útil sobre el paradero de su hija.
La carretera a Round Pond daba vueltas y revueltas entre bosques y granjas, hasta que se empezó a atisbar a mano derecha un puerto junto a un grupo de viejas casas blancas. Al entrar en una granja pequeña, alejada del puerto, el GPS le comunicó con afectado acento inglés que había llegado a su destino. Aparcó tras una camioneta roja y, tras meter la Desert Eagle en un maletín, bajó del coche, subió al porche y llamó al timbre.
Oyó pasos pesados. Poco después se abrió la puerta. Una señal inequívoca de que uno estaba en un pueblo, pensó Burr, era que los muy tontos abriesen sin molestarse en averiguar quién llamaba. Le sorprendió encontrarse con un hombre blanco, un individuo de no muy buenas pulgas, a juzgar por su aspecto, con el rostro curtido, los ojos azul claro, camisa a cuadros, tirantes y téjanos. La chica debía de ser adoptada, a menos que fuera un matrimonio mixto…
—¿Qué quería? —preguntó el hombre, afablemente.
Burr enseñó su placa.
—¿El señor George Straw?
—Sí.
—Soy el teniente Moore, de la policía de Washington, división de homicidios. No sé si podría dedicarme unos minutos.
Su expresión se endureció.
—¿De qué se trata, teniente?
A Burr le gustó lo de «teniente», señal de respeto a las fuerzas del orden.
—Es por su hija, Abbey.
Desvanecido cualquier rastro de dureza, el semblante de Straw delató el miedo de un padre por su hijo. Bravo.
—¿Qué pasa con mi hija? ¿Está bien?
Burr adoptó un grave tono de preocupación.
—¿Puedo pasar?
Straw se apartó de la puerta. Ya temblaba.
—Sí, por favor.
Burr lo siguió a la sala de estar, donde se sentó sin previa invitación.
—¿Mi hija está bien? —volvió a preguntar Straw. En vez de contestar, Burr dejó transcurrir un tiempo angustiosamente largo, hasta que dijo:
—Señor Straw, voy a decirle algo que no le gustará, pero necesito que me ayude. Es rigurosamente secreto. Pronto entenderá por qué.
Straw se había quedado lívido. Aun así, mantenía la compostura.
—Estoy al frente de una investigación relacionada con un asesino en serie que lleva años cebándose en mujeres jóvenes, sobre todo de la zona de Washington capital, pero también en algunas partes de Nueva Inglaterra. Se llama Wyman Ford. Es muy pulcro, muy hábil. Tiene mucho dinero y viste bien.
—¿Ford? ¿Wyman Ford? ¡Mi hija acaba de empezar a trabajar para alguien que se llama así!
Straw se levantó de la silla.
—Ya lo sé. Déjeme acabar. Lo que hace este criminal, concretamente, es convencer a chicas jóvenes de que acepten trabajar como ayudantes suyas. El trabajo en sí es muy impreciso, pero está relacionado con algún tipo de secreto gubernamental, o de misión confidencial. Al cabo de varias semanas llevándolas de un lado para el otro, las mata.
—¡Santo Dios! ¡Tiene a mi hija!
—No creemos que le haya pasado nada. No corre peligro inmediato, pero tenemos que encontrarla; y hay que hacerlo con rapidez y discreción. Este asesino, cuando tiene la menor sospecha de que le persiguen, mata y desaparece. No sería la primera vez que me ocurre. Vaya, que tendremos que guardar la más absoluta discreción y frialdad, y movernos con muchísima cautela.
—¡Dios mío, Dios mío!
Straw daba vueltas por la sala, con los nudillos blancos de tanto apretar los puños.
—Hará una semana que le dio el trabajo. Mi hija se fue a Washington, y luego volvió y se llevó mi barco. Lo mataré, al muy cerdo.
Ya lo tenía.
—¿Que se llevó su barco? ¿Y adonde fueron?
—¡No lo sé! Se lo llevaron y me dejaron una nota. A ella no llegué a verla. ¡Ay, Dios mío!
Straw se cogió la cabeza con las manos.
—¿Puedo ver la nota?
Corrió a la cocina y volvió con un papel, que entregó a Burr.
Querido papá:
No sé muy bien cómo decirlo, pero te he cogido prestado el barco. Otra vez. Lo siento mucho, de verdad. Ya sé que no suena bien, pero te aseguro que es necesario. No puedo decirte adonde vamos, aunque espero volver en una o dos semanas. No tendré cobertura, pero te llamaré si tengo ocasión. Tranquilo, estoy perfectamente, y no pasa nada. Por favor, no le digas a nadie que estamos en el barco. Te lo cuidaré bien.
Besos,
ABBEY
Burr leyó la nota con el ceño fruncido y la dejó en la mesita.
—Sí, es él. ¿Se le ocurre adonde pueden haber ido, o por qué?
La cara de Straw se crispó al intentar hablar.
—Hacia el norte; se habrá ido hacia el norte. Menos gente y más islas. Tienen que estar en las islas, no en tierra firme, porque dice que no hay cobertura. Cerca de la costa los teléfonos funcionan.
—Pero ¿por qué? ¿Qué están haciendo con el barco?
—A saber. ¡Eso probablemente lo sepa usted mejor!
Burr se contuvo.
—¡Dios mío, no puedo perder a mi hija! —A Straw se le quebró la voz. —¡No puedo! ¡Ya perdí a mi mujer…!
Después de un ruido gutural, tosió y tembló violentamente.
Burr se levantó y lo cogió del brazo.
—Señor Straw, tiene que dominarse.
Este asintió con la cabeza, y tragó saliva.
—Fíese de mí, sé lo que me hago. ¿Se podrá fiar?
Asintió, aturdido.
—Mire, vamos a hacer lo siguiente. Usted busca otro barco, uno que sea bueno de verdad. El capitán será usted. Saldremos juntos a buscarla.
—¡Y una mierda! Tenemos que llamar a la guardia costera y que vengan aviones de observación…
—Rotundamente no.
Burr hizo una pausa, dejando que Straw se controlara.
—Si se huele mínimamente que lo perseguimos, se habrá acabado todo. A la guardia costera la vería llegar desde kilómetros, se lo aseguro; y lo de que le sobrevuelen aviones de observación, tres cuartos de lo mismo. Es listo, astuto; siempre tiene encendido el radar. Ni siquiera podemos arriesgarnos a decírselo a la policía local. Les faltan medios para un caso así. Tendremos muchas más posibilidades de encontrarlos entre usted y yo, con el conocimiento que tiene usted de la costa y el que tengo yo de la psicología criminal. Una vez que los hayamos encontrado, entonces sí llamaremos a la caballería. Sin reparar en medios. No atacaremos solos. Pero de momento solo usted y yo, ¿lo entiende? Y por los gastos no se preocupe: pagará el gobierno.
Straw asintió con la cabeza. Respiraba aceleradamente. Parecía mentira cómo la gente perdía la cabeza cuando estaba en juego la integridad de sus hijos. Burr se alegraba enormemente de no haber tenido ninguno.
—De acuerdo —dijo, cogiéndolo del brazo—, pues vamos.
Straw asintió, con la cara brillante de sudor.
—El pueblo es pequeño —farfulló—; los rumores corren como la pólvora. Será mejor que alquile yo el barco, sin que lo vean a usted. No tenemos ni un instante que perder.
—Ahora sí que estamos en la misma onda, señor Straw —dijo Burr—. No se preocupe, encontraremos a su hija, se lo prometo.
Harry Burr estaba en cubierta del
Halcyon,
viendo cómo Straw, al timón, surcaba las olas a toda velocidad en su barco. A falta de tiempo, habían tenido que alquilar uno mayor y más lento de lo que quería Burr, pero al menos tenía la ventaja de su estabilidad. Después de zarpar a mediodía, habían seguido por la radio VHF los partes meteorológicos, en los que se informaba a las embarcaciones pequeñas que se aproximaba una tormenta. Burr no estaba seguro de que un yate Downeaster de doce metros como el
Halcyon,
con dos motores diésel, entrase en la categoría de embarcación pequeña, pero tampoco tenía muchas ganas de comprobarlo.
—¿No podría hacer que el barco fuera un poco más deprisa?
—Ya estoy forzando demasiado el motor —respondió Straw.
Por enésima vez, se acercó los prismáticos y escudriñó el mar y las islas. A Burr lo sorprendía que hubiera tantas: decenas, o cientos, sin contar las rocas ni los arrecifes. Algunas estaban habitadas, y un par de ellas incluso contaban con estructura comercial, pero la mayoría estaban desiertas. Desplazó la mirada hacia la carta digital de la cabina de control, muy bien surtida de instrumentos. Su niñez en Greenwich le había permitido pasar mucho tiempo entre barcos, y sentirse a gusto en ellos, aunque aquello ya quedaba un poco lejos. Observó atentamente la navegación de Straw, para estar seguro de poder manejar bien el barco cuando regresara a solas, ya consumada la caza. La tormenta le daría una buena excusa para explicar la desaparición del pescador.
—En cuanto rodeemos la punta de aquella isla de allá —dijo Straw—, tendremos a la vista todo el lado norte de la bahía de Muscongus. Saque los prismáticos y esté preparado para mirar.
—Estamos pasando al lado de muchas islas. ¿Cómo sabe que ellos dos no están en alguna cala?
—No lo sabemos. Primero buscaremos por mar abierto, y luego volveremos para examinar las calas.
—Tiene su lógica.
Motivación no le faltaba a Straw, eso seguro. Apretaba el timón hasta que los nudillos se le ponían blancos, mientras sus ojillos se movían constantemente en busca de otros barcos. Parecía a punto de venirse abajo.
—Aún nos queda mucho tiempo —dijo Burr, tratando de no perder la calma.
—No se preocupe. Mientras estén en el agua, él no la atacará. La necesita para manejar el barco.
—Me conozco todos los puertos, calas y atracaderos entre aquí e Isle au Haut, y le juro que buscaremos en todos ellos hasta encontrarla.
—La encontraremos.
—¡Desde luego que sí, maldita sea!
Burr se sacó un paquete del bolsillo y lo agitó para extraer un cigarrillo. Straw empezaba a cansarlo.
—¿Le molesta que fume?
El hombre lo miró. Tenía los ojos fatigados y rojos. Estaba pensando demasiado, el pobre.
—Fume a popa, lejos del motor. Llévese los prismáticos y siga mirando.
Burr fue al coronamiento y encendió el cigarrillo. Estaban circundando la punta de la isla. Poco después apareció otra gran extensión de agua al noreste, salpicada de islas. Faltaba poco para el atardecer, y el sol pintaba una franja iridiscente en el azul del mar. Había varios barcos langosteros que iban de un lado para otro, recogiendo las trampas. Burr levantó los prismáticos y examinó los barcos uno a uno.
Ninguno era el
Marea II.
Dio otra calada, preguntándose qué se traerían entre manos Ford y la chica, y por qué se habían escapado mar adentro. ¿Algún tipo de espionaje? Como siempre, ignoraba la verdadera identidad de sus clientes, y la razón de que quisieran el disco duro, lo cual hacía imposible comprender por qué habían ido de Brooklyn a Washington, habían robado un coche, se habían ido a Maine y habían zarpado en un barco. Lo único que sabía Burr era que Ford tenía un disco duro que valía doscientos mil dólares; lo cual, en el fondo, era lo único que necesitaba saber.