Impacto (30 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

BOOK: Impacto
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—¿Podemos hablar a solas?

—Claro que sí.

Burr se llevó al agente lejos de las protestas cada vez más estridentes del chaval, a quien estaban esposando. Sacó un cuadernillo, se mojó el dedo y pasó las páginas.

—No tardaré más de un minuto. Solo necesito unos cuantos detalles.

—El parte está en el despacho. Ya hemos hecho llegar la información a la policía del estado.

Burr puso los ojos en blanco, asqueado por tanta burocracia.

—Últimamente andamos un poco saturados. El parte podría tardar una semana en llegar a su destino. También podría ayudarme ahora mismo. —Un guiño.

—¿Qué me dice?

—Pues claro, teniente, yo encantado de ayudarlo.

El despacho era tal como se lo imaginaba Burr, una celda sin ventanas que olía a desodorante Mennen. Wilson, segurata venido a más, se sentó al otro lado de la mesa, abrió un cajón y sacó un informe.

—Necesito lo de siempre —dijo Burr—: coche, matrícula, testigos… Lo que tenga.

—Testigos no hubo ninguno, teniente —informó Wilson, con la expresión firme y seria que exigía la gravedad del delito.

—Era una camioneta blanca Ford F150, modelo de 1985, con matrícula de Virginia…

Desgranó los detalles con la jerga engolada de los polis, mientras Burr tomaba notas.

—El vehículo lo recuperaremos. Siempre los recuperamos —dijo Wilson—. Chavales de juerga. A ningún taller ilegal le interesaría una camioneta tan vieja.

—No tengo la menor duda de que la conclusión a la que llegue será un éxito, agente —aseveró Burr, mientras daba un golpecito en el cuaderno con su lápiz de oro y lo guardaba. Le tendió la mano.

—No se moleste en contactar conmigo, que ya lo haré yo por teléfono. Cuando reaparezca la camioneta, me gustaría enterarme. ¿Tiene una tarjeta?

Wilson se la pasó.

—Se lo agradezco mucho, agente. —Burr vaciló. —Quizá sea mejor (cuestión de diplomacia, ya me entiende) no comentar mi visita a las comisarías centrales de Washington o de Virginia. Nunca les gusta que alguien de la División de Investigaciones Secretas se salte su muro de burocracia.

Le hizo a Wilson otro guiño cómplice.

—Descuide —dijo Wilson, enseñando los dientes.

Burr salió del centro comercial y volvió a su Escarabajo. Pero ¡qué calor, por Dios! Sobre todo después del aire gélido del centro. Casi seguro que Ford y la chica se habían escondido en algún sitio. En esos momentos lo único que podía hacer él era esperar tranquilamente a que apareciese el vehículo. Dio un golpe al volante, acompañado de una palabrota en voz baja. Menuda jodienda. Quizá esta vez hiciera una excepción… y disfrutase matando.

60

Una cálida brisa de verano soplaba desde Great Salt Bay cuando Abbey subió corriendo a la puerta de un viejo edificio del centro de Damariscotta, bajo la escalera de incendios enmarcada en un cielo estrellado. Llamó al timbre del piso de Jackie, con una cuarteta de insistentes presiones al botón. Poco después, una voz sorda preguntó:

—¿Qué coño pasa?

—Soy yo, Abbey. Ábreme.

Se oyó el zumbido de la puerta. Abbey la abrió y subió por una precaria escalera. La camioneta Ford robada se había quedado en el aparcamiento de un mísero y pequeño centro comercial de la carretera 1, donde parecía poco probable que llamara la atención, al menos a corto plazo. Después habían caminado tres kilómetros por el bosque y por carreteras secundarias, hasta Damariscotta.

Llegó a la puerta del piso.

—¿Jackie?

Oyó un gruñido de queja.

—Vete.

—¡Despierta, es importante!

Un gemido. Ruido de pies arrastrándose contra el suelo. Giraron las cerraduras, y Jackie abrió la puerta. Iba en camisón, despeinada.

—Son las dos de la mañana, joder.

Abbey la apartó para entrar, y cerró la puerta.

—Necesito que me ayudes.

Su amiga se quedó mirándola. Un suspiro.

—Pero bueno, ¿ya vuelves a estar metida en líos?

—De los gordos.

—¿Por qué será que no me sorprende?

En el puerto de Round Pond, negro bajo el cielo nocturno, el agua lamía los pilones de roble. Abbey se paró al principio del embarcadero. Veía el
Marea II,
atracado a unos cincuenta metros. Eran las tres de una noche negrísima, con nubes que tapaban la luna. Faltaban unos treinta minutos para la hora en que solían empezar a llegar los langosteros; bastante cerca de la hora habitual para que nadie prestase especial atención a que un barco se fuera.

Detrás de ella, en el muelle, estaban Jackie Spann y Wyman Ford, él con su sempiterna cartera en una mano.

—Esperadme aquí. Voy a llevar el barco al muelle flotante. Cuando esté, subid deprisa.

Desató el bote y echó los remos al agua. Remó hacia el barco con la esperanza de que su padre aún no estuviera levantado. Le había dejado una sucinta nota, pero era imposible saber cómo reaccionaría al hecho de que Abbey volviese a tomar «prestado» el barco para una finalidad no especificada… y encima le pidiese que mintiera al respecto.

Remó con fuerza. Lo único que rompía la quietud del puerto era el ruido de los remos, y el de los cabos al chocar contra los mástiles de las embarcaciones de vela ancladas en el muelle. Hasta las gaviotas dormían. Al llegar al
Marea II,
subió a bordo y puso en marcha el motor, haciendo trizas bruscamente la paz de aquella noche de verano. Estaba casi segura de que no se fijaría nadie. En un puerto de trabajadores, los ruidos de motor eran el pan de cada día, incluso en plena noche.

Al acercarse al muelle flotante, ni siquiera se tomó la molestia de parar el barco por completo. Jackie y Ford lanzaron a bordo su equipaje y subieron de un brinco. Abbey giró el timón y puso rumbo a mar abierto, hacia el estrecho, más allá del parpadeo luminoso de la boya que señalizaba el canal.

—Bueno —dijo Jackie al sentarse en la cabina, volviéndose hacia Ford con una sonrisa burlona. —¿Quién es usted, y qué narices pasa?

61

Mabel Fortier salió de la lavandería Wand-o-Matic con la ropa limpia en una cesta de metal, que empujó hacia su coche por el aparcamiento. Vio que al fondo estaba el grupo de zarrapastrosos de siempre, con sus coches trucados, hablando por el móvil, soltando tacos, bebiendo cerveza, fumando cigarrillos y tirando al suelo las colillas.

Quiso decirse una vez más que eran buenos chicos desahogándose; de algunos, incluso, había sido profesora en primer curso, antes de jubilarse. Qué encantadores eran entonces… ¿Qué les había pasado? Sacudió la cabeza; ahora fumaban todos los adolescentes, y decir palabrotas ya no era como en su época.

Tal fue la benévola actitud en la que procuró mantenerse al apilar la ropa limpia en el asiento trasero, plegar la cesta y guardarla en el maletero. Oyó el ruido de neumáticos de otro coche que se incorporaba a la reunión de adolescentes, y al alzar la vista vio que al fondo del aparcamiento irrumpía a gran velocidad un Camaro azul metálico —el del chico de los Hinton—, anunciando su llegada a golpe de claxon. Iba pasado de velocidad. Tras un giro, acompañado de un chirrido, Mabel oyó un golpe, y el roce estridente de dos superficies de metal, a la vez que el asfalto recibía una lluvia de trocitos de plástico. Por culpa de un giro demasiado brusco, el loco del Camaro se había cargado la parte trasera de una camioneta blanca aparcada frente a los escaparates vacíos del final.

Vio que el conductor del Camaro frenaba, bajaba y se agachaba a examinar la abolladura de un metro de longitud que se había hecho en un lado de su coche. No se molestó ni en comprobar el estado de la camioneta, que había perdido la luz trasera y tenía el parachoques medio arrancado. Desde la otra punta del aparcamiento, Mabel le oyó soltar tacos atroces, acogidos con risas y abucheos por el grupo de jóvenes. Después el conductor volvió a subir al Camaro y salió disparado del aparcamiento, con otro chirrido de neumáticos.

Mabel Fortier no daba crédito a sus ojos. Acababa de irse de un accidente, y ahora los otros subían a sus coches y también se largaban, «tocando a retreta» antes de que llegase la policía.

Era un escándalo, un escándalo. El hijo de los Hinton se iba así como así después de provocar destrozos a un vehículo ajeno por valor de varios miles de dólares.

Era la gota que colmaba el vaso. No se saldrían con la suya. Todo tenía un límite. Mabel Fortier sacó su móvil y marcó impasible el número de la policía.

62

Al despertarse en la cabaña, Abbey olió a huevos con beicon en fuego de leña, vio entrar el sol por las ventanas y oyó que el agua rompía en los guijarros de la playa. Al ir a la sala principal, encontró a Ford en la mesa de la cocina, inclinado hacia el ordenador portátil conectado al disco de la NPF. Estaba mirando las fotos.

—¡Ya era hora! —exclamó Jackie, en los fogones. —Es mediodía, dormilona.

Le puso en las manos una taza de café, preparado como le gustaba a Abbey, con toneladas de nata y azúcar.

—Ven a desayunar fuera.

Tras una mirada de reojo a Ford, salió de la cabaña y se acercó a la vieja mesa de picnic. A la playa, que era de piedras, se bajaba por un largo prado infestado de hierbas. El mar estaba salpicado de islas alfombradas de píceas, con algunas aberturas que permitían divisar el horizonte marino en la distancia.

Jackie le puso el desayuno delante, y se sentó con una taza de café.

—¿Dónde está el
Marea
? —preguntó Abbey al atacar los huevos con beicon. Se moría de hambre.

—Lo he movido a la cala que hay detrás de la isla.

La chica se bebió el café con la mirada puesta en el mar, esperando a que se le despejase la cabeza. Little Green pertenecía a un grupo de treinta islas separadas de tierra firme por el canal de Muscle Ridge. La bahía de Muscongus quedaba al sur, y la de Penobscot al norte. Era un escondite perfecto, justo en medio, invisible desde tierra y desde el mar, y extremadamente bien protegido de las inclemencias. Que Abbey supiera, nadie los había visto irse de Round Pond, ni sabía adonde iban; ni siquiera su padre. Estaban a salvo. Pero ¿de qué? He ahí la gran pregunta.

Se acabó los huevos con un trozo de pan, y cogió la cafetera de la mesa para servirse otra taza. El mar estaba en calma, y las olas iban y venían en suave y regular cadencia. En el cielo chillaban las gaviotas. Un barco langostero traqueteaba entre las islas, a lo lejos.

Ford salió con una taza de café, y acomodó en un asiento su cuerpo desgarbado.

—¡Buenos días! —saludó Jackie, sonriendo de oreja a oreja. —¿Ha dormido bien, señor Ford?

—Como nunca.

Ford bebió un buen trago de café, y se quedó contemplando el mar.

—Veo que has estado mirando las imágenes de Deimos —dijo Abbey.

—Sí.

—¿Qué te parece?

Ford tardó un poco en contestar. Lo hizo mirándola sin que parpadeasen sus ojos azul claro, despacio y en voz baja.

—Me parece un descubrimiento excepcional.

Ella asintió con la cabeza.

—No cabe duda de que es extraterrestre, y probablemente sea el origen de los rayos gamma. Para estar tan gastado y lleno de agujeros, tiene que ser antiguo.

—Ya te dije que era verdad.

Ford sacudió la cabeza despacio.

—Es la respuesta a uno de los misterios más profundos del cosmos. Ahora que hemos encontrado esta construcción extraterrestre, sabemos que no estamos solos. Me he quedado estupefacto.

Abbey lo miró fijamente.

—O sea, que no lo entiendes.

—¿Qué quieres decir?

Abbey sacudió la cabeza. —Ni «construcción extraterrestre» ni hostias. Es un arma. Y acaba de disparar contra la Tierra.

63

—Un… arma —repitió despacio Ford.

Abbey miró a Jackie, que escuchaba en silencio.

—Exacto.

Ford se pasó una mano por el pelo rizado.

—¿Por qué lo piensas?

—«Una vez eliminado lo imposible…»

—Ya me sé la cita —la interrumpió Ford.

—Elemental, querido Watson. A: tiene pinta de arma. B: disparó un agujero negro en miniatura que atravesó la Tierra.

Él se apoyó en el respaldo.

—Eso no se ajusta del todo a los hechos. Aun suponiendo que «disparase» con la intención de destruir la Tierra, falló. Y no ha vuelto a intentarlo. Si es un arma, parece que ha renunciado.

—¿Cómo sabes que ha renunciado? Puede que se avecine otro disparo.

Ford sacudió la cabeza.

—Y esos extraterrestres agresivos… ¿están en algún sitio? ¿Viven en Deimos?

Abbey resopló.

—Los extraterrestres hace tiempo que no están.

—¿Que no están? ¿Cómo lo sabes?

—Fíjate en la foto: es un objeto abandonado, lleno de polvo y de muescas. No lo cuida nadie. Quizá lo dejaran los extraterrestres, y ellos se dieran el piro.

—¿Para qué?

—A saber. Poco antes de que esa cosa disparase al azar contra nosotros, el MMO pasó cerca de Deimos, la barrió con el radar y le hizo fotos. Tal vez eso fue lo que la despertó. Puede que hace millones de años, al pasar y encontrar un planeta habitable, los extraterrestres dejasen un arma para ocuparse de cualquier civilización tecnológica que pudiera amenazarlos en un futuro. Podría haber miles o millones de estas armas sembradas por toda la galaxia, ¡qué narices!

—Espero no ofenderte si doy mi sincera opinión sobre tus teorías.

Abbey esperó, cruzándose de brazos.

—Muy buenos guiones de
La dimensión desconocida.

—Piénsalo —dijo Abbey—, y a ver si no llegas a la misma conclusión.

Ford suspiró.

—De acuerdo, ya lo pensaré, pero voy a decirte algo que quizá te interese: según mis fuentes del gobierno, no era un agujero negro en miniatura, sino un trozo de materia extraña, más exactamente un objeto que se llama
strangelet.

—¿Qué porras es eso?

—Una forma de materia superdensa —explicó Ford—, una acumulación de partículas que reciben el nombre de quarks y que forman un estado degenerado… Se considera que algunas estrellas que parecen de neutrones en realidad podrían ser estrellas extrañas, o estrellas de quarks, y estar compuestas de materia extraña. ¿Has leído algo de Kurt Vonnegut?

—¡Claro que sí! —contestó Abbey. —Sus libros me encantan.

—¿Te acuerdas de aquella sustancia que sale en
Cuna de gato
con el nombre de «hielo-nueve»? Un tipo especial de hielo que, al entrar en contacto con agua normal, la convertía en hielo a temperatura ambiente.

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