—¡Papá, papá! —chilló al zarandearlo, intentando mantener la cabeza de su padre por encima del agua.
—¡Papá! —resonó hueca su voz en el pequeño espacio de aire de debajo del casco.
Él tosió y se atragantó.
Abbey lo sacudió.
—¡Papá!
—Abbey… Dios mío… ¿Qué pasa?
—¡Estamos atrapados debajo del casco!
Un impacto tremendo hizo temblar el interior. El casco vibró y rodó de lado. Poco después lo partió otro golpe atronador, abriéndolo con un chirrido insoportable, y dejó entrar agua y salir aire.
—¡Abbey! ¡Sal!
En pleno caos líquido, sintió un gran empujón. De pronto estaban justo al lado de las rocas, donde rompía la espuma, arrastrados por una corriente submarina hacia el oleaje aniquilador.
—¡Abbey!
Vio el
Marea II
a unos diez metros, y a Jackie en la borda, con un salvavidas. Jackie lo arrojó hacia ellos, pero la cuerda era demasiado corta. Poco después, el padre de Abbey salió a la superficie. Ella lo cogió por un puñado de pelo y, propulsándose con toda la fuerza de sus piernas y un brazo, lo arrastró hacia el salvavidas. Jackie puso marcha atrás y los sacó de donde pudieran ser absorbidos por las olas. Después los subió por la borda, uno tras otro, y los dejó caer despatarrados en cubierta.
Chaudry miraba fijamente a Ford con una expresión fría en los ojos.
—Estaba protegiendo información secreta decisiva, que usted ha tenido la imprudencia de dejarse en el bolsillo de la americana.
Los otros asistían perplejos a la escena.
—¿En serio? —dijo Ford sin alterarse. —¿Y por qué no me lo ha dicho a mí directamente? ¿Por qué ha esperado a que salieran todos de la sala para robarlo? Lo siento, doctor Chaudry, pero el papel era un cebo, y usted el pez que lo ha mordido.
—Vamos, hombre —dijo Chaudry, relajándose de golpe. —Esto es absurdo. Es imposible que se crea lo que dice. Estamos todos muy tensos. ¿Por qué iba a querer yo la contraseña? Soy el director de la misión. Tengo acceso a todos los datos clasificados.
—Pero no a la ubicación, que está en el disco. Es lo que buscan sus clientes desde hace tiempo: la ubicación. —Ford echó un vistazo al grupo, que aún no había reaccionado, y vio escepticismo en sus miradas. —Todo empezó con Freeman. Lo mató un asesino profesional, concretamente por el disco duro.
—Eso es absurdo —dijo Chaudry—. El crimen fue investigado a fondo. Era un mendigo.
—¿Quién se ocupó de investigarlo? El FBI, con gran implicación de la seguridad de la NPF, y usted personalmente.
—¡Esto es un libelo de sangre contra mi reputación! —exclamó Chaudry, furioso.
—Ya se puede uno imaginar lo que pasó —dijo Ford—. No lo hizo por dinero. Era demasiado importante para que lo hiciera por dinero. Ya hace tiempo que entendió que Freeman había descubierto una máquina extraterrestre en Marte, aunque el propio Freeman no hubiera llegado tan lejos en sus conclusiones, así que lo echó, para ser usted el único que lo supiese. Después se enteró de que Freeman había robado un disco duro clasificado y había conseguido desencriptarlo, copiarlo y llevárselo, cosa que ni siquiera usted podía hacer. ¡Qué oportunidad para que sus clientes obtuvieran toda la información esencial! A continuación averiguó que Corso había retomado el trabajo; y no solo eso, sino que lo había usado como punto de partida para descubrir la ubicación de la máquina. Todo estaba en el disco duro, así que se lo dijo a sus amos y ellos fueron a buscarlo, matando a Corso y a su madre. El disco, sin embargo, no lo consiguieron… porque antes lo encontré yo.
Chaudry hizo frente al grupo, que escuchaba estupefacto.
—Este hombre no tiene ninguna prueba. Es una simple y descabellada teoría de la conspiración. Tenemos trabajo.
Al observar al grupo, Ford vio escepticismo y hasta hostilidad en sus miradas.
—A Freeman lo mataron agarrotándolo con una cuerda de piano —dijo Ford—. Un vagabundo drogadicto nunca mataría a nadie así. No, el asesino quería información, el disco duro; para eso era el garrote. Si se lo pones a alguien en el cuello, acaba hablando. Menos Freeman.
—Vaya cuento de hadas —espetó Chaudry con una risa relajada. —¿Por qué lo escuchan?
De pronto habló Marjory Leung.
—Yo me lo creo. Me creo que el doctor Chaudry sea culpable.
—¿Te has vuelto loca, Marjory? Se volvió hacia él.
—Nunca se me olvidará lo que dijiste sobre Pakistán, India y China. ¿Te acuerdas? Aquella noche. —Se ruborizó. —Aquella noche que pasamos juntos. Me dijiste que el destino de Pakistán era convertirse en una potencia tecnológica mundial; que Estados Unidos era un país acabado, que se había echado a perder por culpa de la riqueza, el materialismo y la vida fácil, que habíamos perdido nuestra ética del trabajo y que nuestro sistema educativo se estaba desmoronando. Tampoco me olvidaré nunca de cuando dijiste que China e India eran demasiado corruptas, y que tarde o temprano serían superadas por Pakistán.
—¿Pakistán? —dijo Lockwood.
—Creía que el doctor Chaudry era indio.
Leung se giró.
—Es
kashmiri.
Hay mucha diferencia.
Chaudry se mantuvo en un silencio inexorable.
—Yo ya sé cómo funciona —dijo Leung—. Lo he vivido en mis carnes. Algunos de mis colegas chinos van soltando indirectas. Se creen que lo más natural, al ser étnicamente china, es que les pase información para ayudarlos en su programa espacial. A mí me exaspera, porque soy norteamericana. Sería incapaz. En cambio, tú… Sé lo que dijiste aquella noche. Sé cómo piensas. De eso se trata: pasabas información a Pakistán.
—No era por dinero —dijo Ford—, sino por algo mucho más profundo; tal vez patriotismo, o religión. Es el mayor descubrimiento de la historia. Nada más tentador que echarle el guante y quedarse con él. A saber qué adelantos tecnológicos podría facilitar una máquina extraterrestre, y nada menos que un arma. Luego, como de milagro, se escapó de la NPF un disco duro con toda la información. Era la oportunidad.
—Qué estupidez —soltó Chaudry.
—Yo sabía que el topo probablemente estuviera en la sala, así que he tendido una pequeña trampa, con la contraseña. Y ya se ve quién ha caído.
—¿Ha terminado? —inquirió fríamente Chaudry.
Al mirar a su alrededor, Ford topó con un grupo de caras escépticas.
—Vaya, vaya con la historia… —dijo Chaudry.
—Solo tiene un problema: que todo son suposiciones. Es verdad que tuve lo mío con Marjory, como tantos en la NPF. Mal pensado. Pero no soy ningún espía.
—¿Ah, no? —dijo Leung.
—Pues entonces, ¿por qué me dijo Freeman, justo antes de ser despedido, que querías su análisis completo de los datos de rayos gamma? Y el día siguiente de haberlos conseguido, le dijiste que si seguía trabajando en ellos lo echarías. ¿Por qué te desvivías tanto por disuadir a todos los de la NPF de que prestaran tanta atención a los datos de rayos gamma? Hiciste que Derkweiler, aquí presente, despidiera a Corso… por haberse interesado en los rayos gamma.
Derkweiler puso cara de entenderlo de golpe.
—Es verdad. Y luego me pediste todo el análisis que Corso había hecho de los rayos gamma. Me extrañó que te interesara tanto de repente.
—Eso es una sarta de tonterías —se defendió Chaudry. —Yo no me acuerdo de nada.
—Solo hace una semana.
—No pienso tolerar unas acusaciones tan ridículas.
Ford enseñó el papel de la contraseña.
—Podría habérmelo pedido, pero no lo ha hecho, sino que lo ha robado. ¿Por qué?
—Ya le he dicho que por razones de seguridad. Se lo acababa de dejar en el bolsillo de la chaqueta.
—Aquella noche —dijo Leung— me preguntaste varias veces: «¿Qué te dijo Freeman sobre los rayos gamma?». —Hizo una pausa, y le tembló el dedo al señalar a Chaudry. —Eres… un asesino.
—¿Pakistán? —intervino por fin Lockwood—. Pero si es un país atrasado. ¿Para qué demonios iban a querer una información así? No tienen programa espacial, ni científicos, ni nada.
—Perdone que no esté de acuerdo —repuso Chaudry con tono gélido. —Somos el país de A. Q. Khan, uno de los científicos más eminentes que ha existido. Tenemos la bomba, misiles de largo alcance y uranio enriquecido, pero lo más importante es que tenemos a Dios de nuestro lado. Todo lo que sucede está escrito, que es otra manera de decir que sigue el plan de Dios. Ya hace tiempo que la suerte está echada. Se engañan quienes creen poder influir en el rumbo verdadero de las cosas. Einstein lo llamaba «tiempo bloqueado», y nosotros destino. Les hago una pregunta: ¿quién es más poderoso que Alá?
Ford se volvió hacia uno de los agentes de servicio que estaban en el pasillo sin decir nada.
—Creo que será mejor detener a este hombre.
Nadie se movió. El agente de servicio parecía clavado en el suelo. Solo se oía la respiración fatigosa de Chaudry.
Mickelson desenfundó su pistola y apuntó hacia él.
—Ya lo has oído: espósalo.
Chaudry tendió las manos, cruzando las muñecas. Su rostro se contrajo en una sonrisa.
—Por favor.
Siguió hablando mientras le ponían las esposas.
—Ahora da igual. Como país están acabados, ya lo saben. Nosotros somos puros, y gozamos del favor de Dios. A largo plazo venceremos. Acuérdense de lo que les digo: el futuro es de Pakistán. Con la ayuda de Dios, derrotaremos a India e inauguraremos una era de ciencia paquistaní que deslumbrará al mundo.
Mickelson volvió a guardarse la pistola en su uniforme arrugado y dio una orden seca al agente de servicio.
—Llévatelo de aquí. —Se volvió hacia el grupo.
—Tenemos noventa minutos para informar al presidente, así que espabilémonos.
—Ahora que hemos dejado en evidencia al topo —dijo Ford—, puedo decirles la ubicación de la máquina. Porque no está en Marte, en absoluto.
El grupo se mantuvo en un silencio atónito.
—Está en Deimos.
Jackie mantuvo el barco a sotavento, dibujando un lento círculo detrás de Devil's Limb mientras su amiga y su padre evaluaban los destrozos. El padre de Abbey se asomó por la escotilla principal para examinar el compartimento del motor, mientras ella sujetaba la linterna. Abbey vio que un agua negra y aceitosa se agitaba en el pozo. Había un escape.
—¿Es muy grave?
Straw sacó la cabeza y se irguió, limpiándose las manos con una toallita de papel. Estaba empapado, con mechones de color castaño claro pegados a la frente. Tenía un ojo morado, y un corte en el pómulo.
—El casco tiene algunas grietas bastante feas que con mala mar podrían ir a peor. Ahora mismo no es nada que no puedan resolver las bombas de sentina.
Subió a la cabina de control por la escalera. Jackie había sintonizado la radio VHF en el canal de meteorología marítima. La voz informatizada recitaba cansinamente las aciagas estadísticas: olas de hasta cinco metros, vientos de treinta nudos con ráfagas de hasta sesenta, marea un metro y medio más alta que la media, alerta para embarcaciones pequeñas… La tormenta empeoraría antes de que se produjese alguna mejora.
Al timón, Jackie observaba la carta de papel desplegada en la bandeja del tablero.
—Yo creo que deberíamos rodear Sheep Island y seguir el paso interior hasta Rockland.
Straw sacudió la cabeza.
—Tendríamos el mar de lado. Es mejor cruzar directamente la bahía, con el mar de popa.
Un relámpago iluminó el cielo, seguido por una explosión. Abbey vislumbró los restos del otro barco, reducido a una masa retorcida de fragmentos de fibra de vidrio que las olas del arrecife desmenuzaban sin descanso.
—Siempre podríamos poner rumbo a Vinalhaven —dijo Jackie—. Así tendríamos el mar de proa.
—Es una posibilidad.
—No iremos ni a Rockland ni a Vinalhaven —dijo finalmente Abbey.
Su padre se volvió hacia ella.
—¿Por qué lo dices?
Abbey los miró a los dos.
—Tenemos que hacer algo más importante.
Se quedaron mirándola.
—Te parecerá una locura, pero Jackie lo confirmará. El año pasado, Estados Unidos puso un satélite en la órbita de Marte. El objetivo era cartografiar el planeta y sus lunas. Una de las cosas que hizo fue fotografiar Deimos, una luna de Marte, con un georradar.
—Abbey, por favor, no es momento de…
—¡Escúchame, papá! El radar despertó algo en Deimos: una máquina extraterrestre muy antigua y peligrosa. Probablemente un arma.
—He oído algunas locuras, pero esta…
—¡Papá! Straw se calló.
—Un arma extraterrestre. Que disparó contra la Tierra. El meteoro que vimos hace unos meses fue el primer disparo. El segundo ha sido el espectáculo de la Luna.
Le resumió la búsqueda del meteorito por parte de ella y de Jackie, cómo habían conocido a Wyman Ford y qué habían descubierto.
La expresión de su padre pasó bruscamente de la incredulidad al escepticismo. La miró atentamente.
—¿Y…?
—Pues que el disparo a la Luna ha sido una demostración, una advertencia.
—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Jackie.
Una ráfaga de viento golpeó la cabina de control, salpicando las ventanas.
—Ya sé que parece una locura, pero creo que podemos detenerlo —contestó Abbey.
Jackie puso cara de incredulidad.
—¿Van a salvar el mundo tres personas empapadas dentro de un barco, en plena tormenta, lejos de la costa de Maine y sin cobertura? ¿Tú estás mal de la chaveta o qué?
—Tengo una idea.
—No, por favor, otra de tus ideas no —gimió Jackie.
—¿Sabes la estación terrestre, aquella gran burbuja blanca de Crow Island? ¿Te acuerdas de que fuimos a verla con el colegio? Pues dentro de la burbuja hay una parabólica que construyó AT&T para enviar llamadas telefónicas a Europa. Ahora la usan para comunicaciones por satélite, enlaces de programas de televisión, internet, llamadas de móvil y chorradas así.
—¿Y qué?
Jackie se apartó el pelo mojado de la cara.
—La apuntaremos hacia Deimos y la usaremos para mandarle un mensaje a aquel cabrón.
Jackie se quedó mirando a Abbey.
—¿Un mensaje? ¿Un mensaje del tipo «Mi hermano mayor te va a pegar»?
—Eso todavía no lo sé.
Jackie se rió.
—¿Sabes que estás loca de verdad? Suerte tendremos si llegamos a puerto con esta tormenta. ¿Y tú quieres que crucemos la bahía de Muscongus para enviar un mensaje? ¿No puede esperar hasta mañana?