—¿Cómo sabré el momento de salir y de embestirle?
—Se pondrá a sotavento —dijo Abbey—, como acabamos de hacer nosotras. Nos buscará con el foco. Un blanco lento. Cuando no nos vea, llamará. Será nuestra señal. Espera a que se ponga a popa, y entonces sales a toda máquina y lo ensartas. Toma, un cuchillo.
Jackie cogió el cuchillo largo de pescar y se lo deslizó en el cinturón.
Abbey se metió en un bolsillo un destornillador largo y fino, e introdujo el cortapernos en una trabilla.
—Yo estaré en la baranda de proa, preparada para saltar.
El mar empujaba el barco hacia las rocas. Jackie lo controló con gran esfuerzo, tratando de impedir que el oleaje lo absorbiese.
—No saldrá bien…
—Ni lo digas.
Los relojes de la sala se acercaban a las tres de la mañana, mientras el debate iba arrastrándose sin llegar a ninguna parte. En la pantalla plana del fondo, el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor pronunció unas palabras dirigidas a Chaudry. Hablaba con afabilidad y educación.
—Si quiere descartar la opción militar, doctor Chaudry, ¿con qué propone sustituirla?
Chaudry lo miró fijamente.
—Con estudios. Investigaciones. Ahora que sabemos dónde está (suponiendo que la imagen es de eso que lanza los misiles
strangelet),
podremos redirigir hacia él todos los recursos de nuestros satélites móviles. Solo necesitamos extraer las coordenadas del disco.
—¿Y luego? —preguntó el presidente.
—Intentaremos comunicarnos.
—¿Y qué diremos, exactamente?
—Explicaremos que queremos la paz, que somos gente pacífica. No constituimos ninguna amenaza para ellos.
—¿Gente pacífica? —dijo Mickelson, con un bufido de desdén. —Esperemos que la «máquina» haya dormido como un tronco durante los últimos siglos de efusión de sangre.
—De hecho, ese podría ser el problema, —dijo Chaudry— la razón de que nos amenace: lo agresivo de nuestro comportamiento. Vaya usted a saber cuánto tiempo lleva vigilándonos y escuchando todas las emisiones de radio y televisión que hemos vertido en el espacio durante el último siglo; porque las habrán descifrado sus ordenadores, claro. Cualquiera que viese todos nuestros noticiarios de los últimos cien años no pensaría nada bueno de la humanidad.
—¿Cómo narices va a saber inglés? —preguntó Mickelson.
—Si lo construyeron para controlar la vida inteligente —respondió Chaudry—, probablemente tenga capacidades elevadísimas de inteligencia artificial. Sería lógico que pudiera descifrar cualquier lenguaje.
—¿Cuál es su antigüedad? ¿Cuándo lo construyeron?
Esta vez fue Ford quien intervino.
—En la imagen se ve erosión y agujeros de micrometeoroides, y también capas de regolita arrojada por antiguos impactos. La máquina tiene como mínimo unos cientos de millones de años.
Mickelson se volvió hacia Chaudry.
—¿Está de acuerdo?
Este escudriñó la imagen.
—Sí, esto es muy antiguo.
—Es decir, ¿le parece auténtico?
Vaciló.
—Antes de responder a esa pregunta, me gustaría ver la imagen original y su situación.
—No tenemos tiempo para verificaciones —replicó Lockwood.
—Nos quedan cuatro horas para informar al presidente. Dejemos las opciones militares y pasemos a la comunicación. Suponiendo que sea capaz de interpretar el inglés, ¿nos comunicamos con él?
—Tenemos que asegurarle que no abrigamos malas intenciones —dijo Chaudry.
—Si empezamos a implorar la paz —puntualizó Mickelson—, será una muestra de debilidad.
—Es que somos débiles —puntualizó Chaudry—, y la máquina lo sabe.
Se hizo el silencio.
Derkweiler levantó la mano.
—El grupo Spacewatch, de la NPF, ha estado estudiando cómo desviar asteroides peligrosos. Tal vez pudiéramos usar alguna de sus técnicas para expulsar un asteroide grande del Cinturón de Asteroides y arrojarlo contra la máquina; un asteroide del tamaño del de la extinción de los dinosaurios.
Chaudry sacudió la cabeza.
—Llevaría años planificar una misión así, ponerla en marcha y llevarla hasta Marte. De hecho, ni siquiera contamos con la tecnología necesaria. Tenemos que decirle la verdad al presidente: que no hay opciones.
Miró con mala cara a los presentes.
Se hizo otro largo silencio, que rompió finalmente Lockwood.
—Seguimos atascados en la opción militar. Olvidémonos de ella y hablemos de otra cosa: ¿qué narices es esa máquina? ¿Quién la instaló, y qué intenta hacer?
Ford carraspeó.
—Podría ser defectuosa.
—¿Defectuosa?
Chaudry puso cara de sorpresa.
—Es vieja. Lleva mucho tiempo en el mismo sitio —dijo Ford.
—Si está estropeada, podría existir alguna manera de despistarla, de engañarla; de tenderle alguna trampa. Hasta el momento, su actuación ha sido errática e imprevisible. Quizá no sea nada intencionado. Podría ser una señal de que funciona mal.
—¿En qué sentido? —preguntó Mickelson.
Otra vez el silencio. Lockwood miró su reloj.
—Falta poco para que amanezca. He pedido un desayuno rápido a las cinco, en el comedor privado. Pondremos al corriente a los demás y seguiremos allí el debate.
Ford se levantó, dejando adrede su chaqueta en el respaldo del asiento. Salió de la sala y esperó en el pasillo a que esta se vaciase y a que los rezagados desfilasen hacia el comedor de la otra punta. Él se quedó cerca de la puerta, viendo irse a todos los demás. La penúltima en hacerlo fue Marjory Leung, que tenía muy mal aspecto. Ford estaba seguro de que era ella el topo, pero no había mordido el cebo.
Chaudry fue el último en salir de la sala de reuniones.
En el momento de cruzar la puerta, el director de la misión sacó una mano del bolsillo de su traje. Ford se acercó rápidamente, como si quisiera decirle algo confidencial, metió la mano en el bolsillo de Chaudry y sacó un papel.
—Pero ¿se puede saber…? —exclamó Chaudry, moviendo su cuerpo nervudo como un relámpago, a la vez que disparaba un brazo para recuperar el papel.
Ford se apartó de un salto y mostró el documento a un grupo de testigos asombrados.
—Esto es la contraseña del disco duro. Me la acaba de sacar del bolsillo el doctor Chaudry. Ya les había dicho que hay un topo en el grupo. Acabamos de pillarlo.
Burr estaba en la cabina de control, dirigiendo el foco a todas partes y escrutando la tormenta. La luz se hundía en la agitada oscuridad sin mostrar nada más que agua revuelta y rocas. ¿Dónde estaban? ¿Se habían ido de sotavento? Giró las ruedas del radar, intentando captar una imagen coherente más allá del alcance limitado del foco, pero solo recibía estática.
Un relámpago iluminó las altas rocas de su derecha. La barahúnda de las olas era ensordecedora, y en torno a Burr el agua era una convulsa trama de espuma.
—¡Hijas de puta! —Cogió el micro de la VHF y apretó el botón de transmisión. —¿Dónde estáis?
No hubo respuesta.
—¡O contestáis, o lo mato!
Siguió sin oír nada. ¿Era una trampa? Berreó por la VHF:
—¡Tengo puesta la pistola en su cabeza, y la siguiente es para él!
El barco rugió al salir disparado sin previo aviso, haciéndole perder el equilibrio. Se cogió al asiento del pasajero, que frenó su caída, e intentó levantarse, mientras el barco aceleraba.
—¿Qué carajo estás haciendo? —exclamó, sacando fuerzas de flaqueza para apuntar de nuevo al pescador.
Miró las ventanillas de la cabina de control: el muy hijo de puta estaba llevando el barco derecho al arrecife, una pared de roca que surgía de un infierno de olas desatadas, por cuyas murallas caía la lluvia a chorros.
—¡No!
Burr se abalanzó con la mano izquierda hacia el timón, mientras levantaba la pistola con la derecha y disparaba casi a bocajarro contra Straw. Sin embargo, el pescador se adelantó a sus movimientos y estiró el timón, haciendo que el barco se escorase hacia un lado y que Burr perdiera el equilibrio. El disparo no dio en el blanco. Burr sufrió una fuerte caída, que le hizo atravesar la endeble puerta de la cabina de control y acabar despatarrado en la caseta trasera.
—¡Cabronazo!
Con gran esfuerzo, se cogió a la baranda de la borda y se levantó hacia las mismísimas fauces de la tormenta. El barco había girado noventa grados, y seguía inclinado, recibiendo las olas en su flanco. Straw imprimió otro giro brusco al timón, tratando de que Burr no recobrase el equilibrio, pero este se aferró a la baranda y se puso de pie a pesar del vaivén de la cubierta, que no paraba de subir y bajar. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, levantó la pistola y apuntó al pescador en la cabina de control. Justo cuando iba a disparar oyó otro ruido, el de un motor a la máxima potencia, y al darse la vuelta vio algo aterrador: de pronto había salido un barco de la tempestad, y lo asaltaba a toda máquina, cortando el mar negro con su quilla de brillante acero, que expulsaba las aguas a ambos lados; y en el pico de proa, cogida a las barandas como un mascarón infernal, iba la chica. Burr retrocedió a rastras, en un desesperado intento por quitarse de delante, pero justo en ese instante Straw puso el
Halcyon
en marcha atrás, haciendo que la colisión fuera inevitable y que Burr se volviera a caer. Desequilibrado, enroscando una mano a la baranda, lo único que pudo hacer fue apuntar con la pistola y apretar el gatillo una, dos, tres, cuatro veces…
Con un ruido ensordecedor de fibra de vidrio pulverizada, la proa se estampó en la borda, reventándola, y se subió a la cubierta. Burr hizo un último esfuerzo por quitarse de en medio, pero el vaivén de la cubierta seguía sin prestarle un buen apoyo, y la proa lo alcanzó de lleno en el pecho, con un golpe brutal que le rompió los huesos. Tuvo la impresión de que se le había clavado la caja torácica en la columna vertebral. Tras ser lanzado por los aires, se precipitó en las aguas turbulentas hasta hundirse sin remedio en las profundidades, negras, frías y aniquiladoras.
Abbey vio que el cuerpo salía despedido por los aires con un chasquido nauseabundo, y desaparecía en el mar con la cabeza por delante. La fuerza de la colisión la arrojó a ella de bruces contra la baranda curva, y estuvo a punto de caerse. Jackie hizo rugir los motores del
Marea II
al poner marcha atrás, con grandes remolinos en la proa. Mientras su amiga se aferraba, jugándose la vida, el
Marea II
se detuvo, se escoró hacia un lado y estuvo a punto de volcar. Tras unos instantes de terror, retrocedió y se enderezó. Abbey no había tenido la oportunidad de subir al otro barco. El impulso del
Marea II
metió al
Halcyon
en medio de las olas, y una de las grandes se lo llevó hacia las rocas con un ruido escalofriante. Abbey, horrorizada, vio a su padre en la cabina de control mientras intentaba quitarse las esposas que lo retenían al timón.
Sin esperar órdenes, Jackie revertió hacia delante la dirección del
Marea II y
lo acercó a la popa destrozada de la otra embarcación.
—¡Papá!
Con el cortapernos en la mano, Abbey dio un salto descomunal desde la proa y aterrizó en la popa del
Halcyon,
que se estaba hundiendo. Una ola lo elevó por segunda vez hacia las rocas, con un crujido enorme, y arrojó al suelo a la chica, que cogiendo con fuerza el cortapernos, y aferrándose a un trozo roto de baranda, intentó ponerse en pie y mantener el equilibrio, a pesar del constante vaivén y de que se estuviera partiendo la cubierta. La espectral luz de un relámpago bañó la escena, como un preludio al restallido de un trueno. Abbey dio tumbos hacia la cabina. Dentro estaba su padre, todavía esposado al timón.
—¡Papá!
—¡Abbey!
En ese instante surgió de la oscuridad una ola vertiginosa, que se cernió sobre el barco como una montaña. Abbey se cogió con los dos brazos a la baranda para soportar el fuerte impacto, que arrojó la embarcación contra la pared de roca y aplastó la cabina como si fuera un vaso de plástico. Sepultada en remolinos, se aferró a la vida, intentando que la fuerza del agua en retirada no la arrancase del barco. Tras una espera que se le hizo eterna, cuando sus pulmones ya estaban a punto de explotar, el torbellino perdió fuerza y ella pudo salir a la superficie, respirando a bocanadas. Hecho pedazos en cuestión de segundos, el barco flotaba de costado, con el casco partido, las cuadernas a la vista, la cabina de control hecha pedazos… y el timón bajo el agua. Su padre.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, se agarró a la baranda y trepó a los restos de la cabina de control. El barco se hundía muy deprisa. Todo estaba bajo el agua.
—¡Papá! —gritó. —¡Papá!
El barco recibió otra ola que lanzó a Abbey contra la pared reventada de la cabina, con tal fuerza que le arrancó el cortapernos de las manos. La herramienta desapareció en el agua oscura.
Contuvo la respiración y buceó. Sus ojos, abiertos en la opaca turbulencia, vieron agitarse una pierna, un brazo… Su padre. Esposado al timón. Bajo el agua.
El cortapernos.
Se impulsó con las dos piernas hacia el fondo de la cabina de control, que se había quedado al revés, mientras buscaba a tientas como una loca el cortapernos. El tenue resplandor que se filtraba del foco del
Marea II
le ofreció bastante luz para guiarse. Las rocas puntiagudas del fondo estaban cortando y serrando la parte inferior de la cabina de control, atascada en el arrecife, pero debajo de ellas solo había una gran sima negra. El cortapernos se había hundido en el abismo. La corriente creaba remolinos, y el agua estaba llena de escombros y del combustible que salía a chorros del motor destrozado, obstruyendo casi por completo la visión. Era inútil. Sin el cortapernos, su padre no tenía ninguna posibilidad. Abbey no pudo seguir conteniendo la respiración, y salió a la superficie para tragar aire. Después volvió a zambullirse, con la descabellada esperanza de bajar hasta el fondo y recuperarlo.
Lo vio de repente: se había quedado colgado de un marco roto de ventana, y se balanceaba encima de las profundidades marinas. Lo cogió y nadó hacia el timón. Su padre ya no se agitaba. En esos momentos flotaba en silencio. Abbey se cogió al timón para estabilizarse, fijó el cortapernos alrededor de la cadena de las esposas y lo apretó de golpe. La cadena se partió. Soltó el cortapernos, cogió a su padre por el pelo y lo arrastró hacia arriba. Salieron a la superficie dentro de la cabina de control, justo cuando otra ola golpeaba nuevamente el barco y lo volcaba. De pronto estaban bajo el agua. Abbey no soltó el pelo de su padre. A continuación lo sacó otra vez a la superficie. Esta vez emergieron bajo el casco de la cabina, en una bolsa de aire.