Indias Blancas - La vuelta del Ranquel (3 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #novela histórica

BOOK: Indias Blancas - La vuelta del Ranquel
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Llamaron a la puerta, y María Pancha se apresuró a abrir Eugenia Victoria, prima de Laura, y su hija mayor, Pura Lynch, entraron en la habitación. Pura se echó a los brazos de María Pancha, que la abrazó y la besó la coronilla varias veces, mientras su madre, Eugenia Victoria, saludaba a Laura con dos besos, según la moda en las cortes europeas.

—¡Tía Laurita! —profirió Pura, y se quedó mirándola.

—No te preocupes, Laura —habló Eugenia Victoria—, tu ahijada sólo ha venido a ver tu vestido. De inmediato se va.

—¡Oh, tía Laura! —prosiguió la muchacha—. ¡Es más hermoso de lo que madame Du Mourier aseguró!

Pura se acercó lentamente, concentrada en los detalles del vestido de encaje. A sus ojos, tía Laura se asemejaba más a un hada de los cuentos de Perrault que a una mortal.

—¿No vas a darme un abrazo? ¿Ni siquiera un beso? —se quejó Laura, divertida ante la reacción desorbitada y espontánea de su sobrina.

Pura la aferró por la cintura y hundió el rostro en el regazo de su tía, que la abrazó y le besó la frente.

—¡Niña! —se escandalizó Eugenia Victoria—. ¡Suelta de inmediato a tu tía Laura! ¿Que no te das cuenta de que le arrugas el vestido?

—Como si le importara —interpuso María Pancha, contenta, pues cada vez que Pura Lynch se encontraba cerca, a Laura le cambiaba la cara.

—Perdón, tía —se excusó la muchacha—. ¡Qué hermosa estás! —insistió—. Esta mañana, cuando fuimos a lo de madame para que me tomase las medidas, nos contó que Eusebio acababa de llevarse tu vestido, el que lucirías esta noche. Nos dijo: «
C'est la plus belle robe de Buenos Aires! Et, vraiment, ni plus ni moins, c'est la plus belle de toutes!»
—exclamó, llevándose las manos al pecho.

—Sinceramente —admitió Eugenia Victoria—, el vestido es magnífico. De todos modos, habría que tener tu silueta para lucirlo con tanta gracia. —Y ensayó una mueca desesperanzada al echarse un vistazo frente al espejo. Después de cinco embarazos, la cintura de la que se había ufanado de joven sólo era un recuerdo.

—Daría con gusto todo lo que tengo (riqueza y silueta) —aseguró Laura—, a cambio de la mitad de tu felicidad junto a José Camilo.

Eugenia Victoria, de las pocas que conocía en detalle la historia de Laura, la contempló con tristeza. Laura, que odiaba inspirar ese sentimiento, volvió a su tocador y siguió maquillándose. Ante la aseveración de su tía, Pura se había quedado callada y meditabunda.

—Pero, tía —irrumpió nuevamente, con el entusiasmo de quien ha encontrado la solución a un grave problema—, ahora que se ha cumplido el segundo aniversario de la muerte de tío Julián, podrás casarte de nuevo y ser tan feliz como mamá.

—¡Niña, qué necedades dices! —se escandalizó Eugenia Victoria, mientras Laura y María Pancha se reían.

—Oh, mamá, para usted siempre estoy diciendo necedades. —Y sin reparar en el vistazo admonitorio de Eugenia Victoria, Pura se arrodilló junto a Laura—: Tía, por favor, por favor, lleva este vestido en mi fiesta de quince años, por favor. Serás la más hermosa de la fiesta, todas te envidiarán.

—Ese día —pronunció Laura—, tú serás la más hermosa de la fiesta.

—Las dos seremos las más hermosas de la fiesta. Prométeme que usarás este mismo vestido el día de mi fiesta.

—Madame Du Mourier me confeccionará otro para esa ocasión —observó Laura.

—Seguramente no será tan hermoso como éste —se empacó la muchacha.

—Esta noche viene la mitad de Buenos Aires a cenar, todos lo habrán visto para esa fecha ¿Qué dirá la gente? ¿Que no luzco un vestido nuevo para un acontecimiento tan especial como la presentación en sociedad de mi ahijada?

—¿Desde cuándo te importa lo que dice la gente? —reprochó Pura, y las tres mujeres se pasmaron—. Siempre haces y deshaces a voluntad, eso dice la abuela Ignacia. No dejarías de complacerme sólo por atender los comentarios de la gente, ¿verdad?

Laura le acarició la mejilla y sonrió lánguidamente. Tenía muchos sobrinos (sus primos habían sido prolíficos) y, a pesar de que por todos albergaba sentimientos muy profundos, a Pura Lynch la unía un lazo más fuerte y trascendente. En la vitalidad y desparpajo de Pura, en sus ansias por vivir y experimentarlo todo, solía reconocer a esa Laura Escalante a la que se había referido María Pancha hacía un momento, la joven que había muerto en Río Cuarto seis años atrás.

—Te lo prometo —acordó Laura—, usaré este vestido el día de tu fiesta de quince años.

—¡Gracias, gracias, tía Laura! Estarás más linda que tía Esmeralda.

—María Pancha —intervino Eugenia Victoria—, acompaña, por favor, a Pura hasta el coche. Teodoncio la aguarda en la puerta.

Laura se despidió de su sobrina, y María Pancha la condujo fuera de la habitación. Eugenia Victoria tomó asiento frente al tocador junto a su prima y se empolvó la nariz.

—No sí qué hacer con esa criatura —suspiró.

—Absolutamente nada, eso es lo que debes hacer. Dejarla ser tal como es, libre y desprejuiciada, llena de vida y luz. En su personalidad radica el gran atractivo de Purita. ¿Quiénes llegaron?

—Hasta hace un momento el abuelo Francisco entretenía a un grupo entre los que distinguí al general Roca, a Eduardo Wilde, a Miguel Cané y a Carlos Guido y Spano, que no sé cómo lograste que dejara su confinamiento y se presentara esta noche. La abuela Ignacia me dijo, medio enojada, que no habías invitado a la viuda de mi hermano Romualdo.

—¿A tía Esmeralda? —ironizó Laura, emulando a Purita—. Sabes que no la tolero.

—Sí, pero es la viuda de Romualdo —apuntó Eugenia Victoria.

—Eso quería, ser la viuda de tu hermano, para heredar su fortuna y malgastarla en frivolidades y amantes.

—No digas eso. Romualdo la quería muchísimo. Esmeralda es de la familia.

—No de la mía —expresó Laura, y se puso de pie para evidenciar que no tocaría el tema de Esmeralda Balbastro.

En consideración al motivo de la cena (la presentación postuma del libro
Historia de la República Argentina
del doctor Riglos), ni siquiera a doña Ignacia se le ocurrió objetar que debía servirse comida criolla. Se dejaron de lado las suntuosas recetas francesas que acostumbraban servirse en la mesa de los Montes para dar lugar a empanadas, humita en chala, asado de carne y achuras, papas, choclos, cebollas y pimientos cocinados sobre los rescoldos, y otros platos típicos. De postre, la selección no era menos autóctona: pastelitos de dulce de batata y membrillo, melcocha, flan con dulce de leche, ambrosía y variedad de fruta en almíbar perfumado con clavo de olor. El general Roca, ubicado a la derecha de Laura, comentó

—¿Nada como un buen asado argentino? No entiendo ese empeño en preparar comidas del Viejo Continente cuando lo nuestro es superior. Yo nunca como mejor que en campaña, cuando los soldados preparan esos asados suculentos y jugosos. No hay mejor asador que el soldado argentino —remató con orgullo.

—¿Es de su gusto este asado, general? —quiso saber Laura, y le apreció de soslayo la pelerina azul, con orifrés, entorchados y medallas de colores, que le sentaba de maravilla.

—De los mejores que he comido últimamente —aseguró Roca y, sin prudencia, le miró la piel del hombro, apenas velada por los bordados del encaje.

—Hice venir a dos peones de la estancia de Pergamino, los dos mejores para asar en opinión del capataz.

En comparación con los demás invitados, el general Roca era una visita reciente de la Santísima Trinidad. La amistad con Julián Riglos había comenzado en el 74, cuando el por entonces ministro de Guerra, Adolfo Alsina, los presentó. Volvieron a verse en contadas ocasiones debido a que Roca, asentado en Río Cuarto, visitaba la capital con escasa regularidad. La amistad, sin embargo, se afianzó a través de un fluido intercambio epistolar en el cual Roca, a pedido de Riglos, completaba escenas de la guerra del 65 contra el Paraguay, conocida como de la Triple Alianza, que constituía la parte final del último volumen de su
Historia de la República Argentina.
Roca se explayó especialmente al describir la cruenta batalla de Curupaytí, y no sólo mencionó los errores estratégicos y tácticos sino los horrores que debió presenciar ese mediodía cuando los soldados de la Alianza caían como moscas frente a la andanada paraguaya. El aporte de Roca al libro de Julián resultó invaluable y su nombre se mencionó en el capítulo
Agradecimientos.
Desde la guerra contra el Paraguay, Julio Roca sólo había conocido aciertos militares que lo catapultaron a una carrera meteórica. Se podía afirmar, sin posibilidad de error, que era el militar más relevante de la escena política argentina.

En cuanto a los demás invitados, Laura admitió que se trataba de hombres y mujeres de la más refinada extracción, con modales impecables, conversación cultivada e interesante, rostros placenteros y prendas tan elegantes como las que se habrían encontrado en los salones de la aristocracia parisina. Aunque se sentía a gusto entre ellos (después de todo, por nacimiento y educación pertenecía al círculo que conformaban) invariablemente, en su compañía, la asolaba un sentimiento oscuro e incómodo que le impedía disfrutar.

—Hace poco recibí carta de su hermano —comentó Roca.

—Puedo imaginarme el tenor de la epístola —aseveró Laura.

—El padre Agustín Escalante es de los pocos misioneros que conozco. Me refiero a un
verdadero
misionero —apuntó Lucio Mansilla, y monseñor Mattera levantó la vista del plato con aire ofendido.

—Al igual que el padre Marcos Donatti —acotó Laura, y Mansilla asintió con solemnidad.

—Su hermano se queja —prosiguió Roca— de la pésima condición de los soldados e indios que viven en el Fuerte Sarmiento. Afirma que salarios y abastecimientos a veces no llegan porque los comisionados los roban o se los juegan, y si llegan es con tal retraso, a veces de años, que ya están completamente enajenados a comerciantes y pulperos.

—Pobre hermano mío —suspiró Laura—. Parece un Quijote enfrentando los molinos de viento.

La conversación derivó en el tema obligado de los últimos meses: la campaña al desierto, la que Roca venía diseñando con meticulosidad de orfebre desde la muerte del anterior ministro de Guerra, Aldolfo Alsina, y para la cual había obtenido la aprobación y presupuesto del Congreso con la famosa Ley 947 de octubre del año anterior. En poco más de tres meses, un ejército de seis mil hombres, armados con Remington, tratarían de extender la línea de la frontera sur hasta el río Negro, arrasando con cuanta toldería y malón se interpusiese en su camino. Se decía que, en realidad, esta campaña constituiría simplemente el golpe de gracia a los indios del sur, pues desde hacía un año el ejército argentino llevaba a cabo una tarea estratégica de desgaste que dividía y debilitaba a las tribus.

—La zanja de Alsina fue un error desde el vamos —opinó el doctor Estanislao Zeballos, y varias voces se aunaron para apoyarlo.

El joven doctor Zeballos se refería a la zanja de tres metros de ancho y dos de profundidad que el anterior ministro de Guerra y Marina había mandado a excavar en el 76, paralela a la línea de la frontera sur, con el objetivo de dificultar a los malones el arreo de ganado, una medida de protección con reminiscencia medieval, en opinión del general Roca, que sólo había dificultado el abigeato pero que de ninguna manera lo había exterminado.

—Esa zanja —prosiguió Zeballos— nos limita, e impone un linde entre los territorios nacionales y los de esos salvajes que es completamente inaceptable. No debemos dar al indio la impresión de que queremos llegar sólo hasta allí, cuando, en realidad, Tierra Adentro nos pertenece por derecho.

—¿Qué derecho? —quiso saber Laura.

Se contemplaron con la frialdad que caracterizaba sus relaciones desde el día que Riglos los presentó. Zeballos, que había querido y admirado a su profesor y amigo Julián Riglos, sabía que la mujer magnífica e inteligente que en ese momento le sostenía la mirada con la osadía de un guerrero celta, había sido desamorada y cruel con su marido, convirtiéndolo en un hombre sombrío y pesimista, proclive a la bebida. Eso no se lo perdonaba. Tampoco que se hubiese negado a publicar su libro
La conquista de quince mil leguas
el año anterior, porque toda Buenos Aires estaba al tanto de que, si bien la Editora del Plata se encontraba a cargo de Mario Javier, un riocuartense doctorado en Filosofía y Letras, la verdadera propietaria era la viuda de Riglos. Finalmente, el ministro Roca consiguió publicarlo con fondos del gobierno.

—¿Derecho? —repitió Zeballos—. ¡Pues el derecho que nos da la cultura, la civilización y el progreso! No podemos caer en la misma indolencia de los salvajes, hacer la vista gorda y quedarnos de brazos cruzados cuando ellos ocupan tierras que son vitales para el desarrollo de la república y que se encuentran completamente desaprovechadas, porque, claro está, estos salvajes lo único que saben hacer es ocuparlas.

—Eso no es cierto —objetó Laura, y percibió que la tensión entre los comensales aumentaba—. Me asombra, doctor Zeballos, que siendo usted tan avezado en el tema de los indios del sur diga que sólo ocupan la tierra cuando es sabido que la trabajan y con pingues ganancias. Probablemente las técnicas que utilizan para labrarla carezcan del avance de las usadas en nuestros campos, pero eso no significa que mantengan la tierra ociosa. Además, crían ganado, no sólo vacuno sino lanar, yegüerizo y equino. En esto último no hay quien los supere.

—Señora Riglos —interrumpió Zeballos, con ostensible sarcasmo—, me asombra que
usted
sea tan avezada en materia de salvajes.

—Mi nieta está compenetrada en el tema de los indios pues su hermano, el padre Agustín Escalante, es misionero en Río Cuarto y trabaja con los ranqueles, como mencionó hace un momento atrás el coronel Mansilla —explicó en vano don Francisco Montes porque, en realidad, los presentes sospechaban que el manifiesto interés de la señora Riglos por los indios tenía otras raíces y que a esas raíces se había referido Estanislao Zeballos con su comentario.

Durante meses, los porteños habían escuchado los cuentos acerca de un romance entre la por entonces señorita Escalante y un ranquel durante su fuga a Río Cuarto en el 73, más allá de las afanosas explicaciones de Julián Riglos que se hartaba de aseverar a amigos y conocidos que Laura jamás se había involucrado con un salvaje, más bien, había sido víctima de uno de ellos, y que afortunadamente el coronel Racedo la había salvado de la lascivia y abyección del inmundo ranquel, pujando con su vida el acto heroico. Esto afirmaba el «pobre Riglos», como solían llamarlo luego de su casamiento con Laura Escalante. Ahora bien, las voces que aseguraban que el amorío había existido y con ribetes de novela nunca se acallaban del todo y, a pesar de los años, todavía se repetían en voz baja las anécdotas y detalles a los más jóvenes o a algún despistado que nunca las había escuchado.

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