Read Indias Blancas - La vuelta del Ranquel Online
Authors: Florencia Bonelli
Tags: #novela histórica
—Será un escándalo, lo sé —dijo Laura—. Otro que se suma a los que ya le he traído a la familia.
—Como si los escándalos te importaran —apuntó Magdalena, con humor—. En ese sentido eres como tu padre, que siempre hizo y dijo lo que le venía en gana.
—O como usted, cuando era chica.
—¿Yo cuando era chica? Siempre fui más bien sumisa, temerosa del escándalo y, sobre todo, de las reprimendas de tu abuela Ignacia.
—No fue sumisa cuando se atrevió a hurgar entre las cosas viejas del bisabuelo Abelardo y se fascinó con los dibujos del ejemplar de
Les mille et une nuits.
Magdalena se quedó mirándola, la taza de té a mitad camino. Enseguida se le colorearon las mejillas.
—¡Ah, mamá! Ya somos mujeres en todo el sentido de la palabra para que nos ruboricen ciertas referencias.
—María Pancha estuvo contando de más.
—No fue María Pancha. Usted sabe que es una negra fiel. Jamás la traicionaría. Lo supe por tía Blanca Montes, cuando leí sus memorias.
—¿Las memorias que usas para escribir tu nuevo folletín? —Laura asintió—. No sabía que Blanca me mencionase.
—Oh, sí que lo hace. La quería muchísimo, a pesar de saber que usted estaba enamorada de papá. No le guardaba ningún rencor.
—Creo que recién ahora me reconcilio con el recuerdo de Blanca. Yo también la quise mucho, pero existieron circunstancias que me separaron de ella. Mejor dicho, de su recuerdo.
—¿Está tan enamorada del doctor Pereda como lo estaba de mi padre?
—Aunque me proponga no volver a incomodarme con tus decires y haceres, nunca lo conseguiré.
—Disculpe si fui imprudente. Me dejé llevar por este momento. Tuve la impresión de que estaba abriéndome su corazón.
—¿Y tu corazón, Laura? ¿Cuándo me abrirás el tuyo?
—Cuando sienta que usted no me condena.
Se acercó el mozo y dejó un plato con
éclairs
y palos de Jacob. Laura se sirvió uno y lo comió con fruición, en silencio. Magdalena dijo:
—El tipo de amor que me inspiraba tu padre sólo se experimenta una vez en la vida. Estoy segura de eso. Amo a Nazario, pero de un modo distinto. Mi amor por él es más sereno y sensato, lo que necesito en este momento de mi vida, creo.
—Terrible cosa el amor, ¿no?
—El amor apasionado de juventud, sí —coincidió Magdalena y, en un acto de arrojo, añadió—: Como el que tú sentías por aquel indio en Río Cuarto, ¿verdad?
—Como el que todavía siento, como el que siempre voy a sentir.
Guor llego a su casa y se encontró con Esmeralda Balbastro. Alguien le había servido un té, que bebía con la elegancia que la caracterizaba. Al verlo, Esmeralda entrecerró los ojos y dejó la taza a un costado, sobre una mesita.
—¿De dónde vienes? —quiso saber—. ¿Qué es ese brillo tan inusual en tus ojos generalmente apagados?
Se puso de pie y caminó hacia él. Guor se quitaba el abrigo y los guantes y los arrojaba sobre el sillón. Esmeralda lo sujetó por el mentón y lo obligó a mirarla.
—Sólo cuando ves a la viuda de Riglos tus ojos brillan así. ¿Acaso has estado con ella? ¿La has visto?
Guor sonrió con picardía y se alejó en dirección a la bandeja con copas y botellas de licor. Se sirvió una. Esmeralda dijo que no quería.
—Estás raro ¿Por qué ríes así?
—Nadie puede poner en tela de juicio que tu instinto es proverbial, Esmeralda. Sí, estuve con Laura. Estuve con Laura toda la noche.
Esmeralda, que siempre había bregado por un acercamiento entre ellos, en ese momento experimentó sentimientos contrapuestos: íntimamente había imaginado que Lorenzo y ella terminarían juntos. No lo amaba, ciertamente no como a Romualdo, pero existía un entendimiento tan acabado entre ellos, no sólo en la cama, sino en las cuestiones más fundamentales y las más triviales de la vida, que había llegado a pensar que Lorenzo Rosas era el indicado. Sintió algo nuevo, celos de Laura Escalante, atroces e inmanejables celos, que la llevaron a decir.
—¿Lograrás soslayar su romance con tu peor enemigo, el general Roca, que guió la expedición contra tu pueblo?
Guor la contempló con incredulidad y, casi de inmediato, con dolida sorpresa.
—Perdóname, querido, perdóname —suplicó Esmeralda—. Admito que lo que acabo de decir fue por celos y despecho. Un golpe bajo e innecesario de mi parte.
—Esmeralda, creí que los términos de nuestra relación estaban claros.
—Y lo están, querido, lo están. Pero ya deberías saber lo veleidosa y complicada que es la naturaleza femenina.
Guor no comentó al respecto y, copa en mano, se retiró hacia la ventana. Esmeralda se dio cuenta de que el veneno que acababa de verter estaba haciendo efecto, y maldijo por lo bajo.
—¿Crees que lo que se murmura sea cierto? ¿Que Laura y Roca son amantes?
—Nadie ha podido probarlo. Bien podría tratarse de un chisme sin fundamento. Personalidades como las de Laura y las del general siempre alientan ese tipo de comentarios. ¿Qué importa si es cierto? —preguntó, tratando de componer la situación, a pesar de que se daba cuenta de que la empeoraba.
—Tú misma acabas de decirme que Roca es el que terminó con mi pueblo —se enfureció Guor.
—Ya te dije que no hagas caso de lo que acabo de pronunciar, que fue sólo un desplante fruto de los celos.
—Desplante fruto de los celos o no —repitió Guor—, tienes razón. El general Roca se propuso exterminar a mi pueblo y, por las crónicas que llegan, ha logrado su cometido. Jamás podría perdonarle a Laura que se hubiese entregado al verdugo de mi gente.
Esa noche, aunque se trataba de una cena íntima, los comensales a la mesa de doña Luisa eran más de diez. Dolores Montes no faltó a la cita y llegó junto a la familia de su hermano Lautaro. Pura Lynch, angelical en su vestido de muselina y blondina verde agua, apenas encontró la oportunidad, condujo a su tía Laura al dormitorio que ocupaba y echó llave a la puerta.
Laura había estado muchas veces en ese dormitorio, el de Catalina del Solar, única hija mujer de doña Luisa y primera esposa de Julián Riglos, a quien había querido imitar de pequeña hasta en las actitudes más insignificantes y efímeras. Doña Luisa no había cambiado ningún aspecto del dormitorio, incluso mantenía las muñecas de trapo y rostros de porcelana sobre el mismo estante de la pequeña biblioteca de Catalina, abarrotada de libros de santos y breviarios. Laura sonrió con melancolía.
—Ven, tía, siéntate aquí, a mi lado —pidió Pura—. ¿Por qué ríes?
—Porque hace muchos años quise ser igual a Catalina del Solar. No sé si existió alguien más distinto a mí. Ella era naturalmente serena y buena, sobre todo eso, buena, sin maldad, como podría serlo tía Carolita.
—Tú también eres buena —apuntó Punta—, y yo quiero ser como tú.
—¡Dios nos libre!
—Te quiero, tía Laura —expresó Pura, con lágrimas suspendidas en sus hermosos ojos celestes—. No porque me hayas salvado del matrimonio con Lezica ni porque hayas hablado con mi padre para que acepte a Blasco. Yo te quiero desde antes de todo esto, desde hace mucho tiempo, desde que me acuerdo.
—Y yo te confieso, querida Pura, que fue el cariño que recibí de ti, de tus hermanos y de tus primos, pero en especial de ti, lo que me ayudó a través de estos años de tanta tristeza.
Pura sospechaba que la tristeza de su tía Laura se relacionaba con aquel misterioso hombre al que había amado años atrás y de quien no se sabía si aún vivía. Se compadeció profundamente, segura de que si ella perdiera a Blasco terminaría con su vida como
Madame Bovary,
comiendo veneno.
—Era sólo una niña cuando naciste y tus padres me pidieron que fuera tu madrina, y ya desde ese momento supe que serías muy especial para mí, que el amor que nos tendríamos duraría toda la vida.
—Toda la vida —repitió Pura como si se tratase de un juramento.
Conversaron acerca de los eventos de los últimos días, se rieron de las ocurrencias de doña Luisa, comentaron la noche en el Colón e hicieron conjeturas acerca de la que en breve compartirían con el resto de la familia. Era la primera vez que Blasco y el padre de Pura volvían a verse luego de que el romance salió a la luz. Pura refirió una visita que su abuela, doña Celina, le había hecho esa mañana. La había dejado muy consternada.
—Mi abuela me dijo —contó Pura— que el matrimonio es un estado que las mujeres deben soportar con dignidad y firmeza. ¿Qué significaban esas palabras? No tengo intenciones de soportar algo con dignidad y firmeza para lo cual se requiere que yo diga: «Sí, acepto».
—Si te casas con Blasco, a quien tanto amas, esas palabras carecen de sentido. Serás feliz al compartir la vida junto a él. No todo será color de rosas, seguramente existirán malos momentos, pero podrán soportarlos fácilmente si están unidos, si son sólo uno.
—¿Tía?
—¿Sí?
—Anoche Blasco vino a visitarme y doña Luisa nos permitió unos minutos a solas al despedirnos.
—¿Y bien?
—Me besó —confesó Pura, sin mirarla a los ojos.
—Creí que ya te había besado antes.
—Sí, lo había hecho. Aquí —dijo, y se señaló los labios—. Pero el beso de anoche fue distinto —Al oído de Laura, susurró—. Intentó meter su lengua dentro de mi boca.
Laura controló la risa y, bastante compuesta, le explicó que se trataba de un comportamiento común y lógico.
—Él está muy enamorado de ti, Pura, y eso le provoca sensaciones, sensaciones en el cuerpo que lo llevan a desearte, a desear
tu
cuerpo. Cuando logres vencer el miedo y la sorpresa, tú también lo desearás con la misma intensidad que él.
—Tengo miedo.
—¿Por qué?
—Porque mi amiga Corina Saénz dice que cuando un hombre y una mujer se casan, la mujer se tiene que desnudar para que el marido la vea y la toque por todas partes, incluso aquí —y se señaló los senos—, y aquí —y movió la mano hacia la entrepierna—. Dice también que, completamente desnudo, se acuesta sobre ella.
—Es así.
Pura la miró con desconsuelo
—Yo no podré hacerlo. ¡Imposible! Moriré del pudor antes de desnudarme frente a Blasco.
—Pensé que sabías más acerca de estas cuestiones entre hombres y mujeres.
—Sabía lo que tú me habías contado: que no veníamos de París ni nos encontraban en repollos, como mis primas creen; sabía que, para hacer niños, un hombre y una mujer deben yacer en la misma cama. Tú me lo explicaste. Pero estos detalles, estos detalles son demasiado sórdidos. Moriré de vergüenza —repitió, y aferró la mano de Laura.
—Pura, escucha atentamente lo que voy a decirte y créeme, porque tú sabes que yo no acostumbro a mentirte: no existe nada más hermoso que hacer el amor con el hombre que amas.
Nada,
Purita, te lo aseguro. Y tú amas mucho a Blasco. Has dado pruebas de ello. Llegado el momento, cuando estés lista, te entregarás a él y dejarás que él te guíe al mayor placer que una mujer puede sentir. Mientras tanto, no llenes tu cabecita de fantasmas que sólo lograrán empañar los escasos momentos en que estarás a solas con él. Todavía falta para que tú y Blasco compartan una intimidad tan profunda como la que describe Corina Saénz. No te apresures a vivir. Dale tiempo al tiempo.
Pura regresó a la sala más tranquila y Laura marchó al tocador. Al salir, se topó con Nahueltruz en el pasillo. Se abrazaron en silencio, y él la apoyó contra la pared para besarla. Laura lo arrastró dentro de la primera habitación que encontraron, el despacho del difunto esposo de doña Luisa. Nahueltruz dijo:
—No me toques. Estoy demasiado excitado para resistirte.
—¿Por qué querrías resistirme?
—Para evitar un papelón. Tus gritos de placer alcanzarían a todos en la sala.
—Yo no grito —se quejó Laura, risueña.
—Oh, sí que gritas. Y a mí me gusta muchísimo.
Dolores Montes, que había seguido a Lorenzo Rosas, escuchó este intercambio desde la puerta entornada; incluso veía con claridad las manos oscuras de Rosas moverse sobre la seda blanca que cubría los pechos de su sobrina. Siempre le habían parecido demasiado voluptuosos y turgentes para una joven virtuosa; ciertamente esa característica no la había heredado de las Montes, que se destacaban por sus siluetas menudas y decentes; venía por parte de padre, que había mostrado una índole sacrílega a lo largo de toda su vida. En realidad, el cuerpo de Laura, con sus curvas y redondeces, no podía ser obra divina sino del demonio, ya que sólo servía para hacer caer en tentación a cuanto hombre posaba ojos sobre él.
Con dulzura y cuidado, Guor le abrió la blusa de seda y bajó el escote del justillo hasta que le descubrió los pezones. Laura fingió resistirse, pero Guor, que no estaba para juegos, le pasó ambas manos por la cintura, sujetándola con firmeza, e, inclinando la cabeza, hundió el rostro entre sus pechos, hasta que Laura terminó por abandonarse a la lujuria de sus labios y de su lengua. Dolores seguía atentamente la escena, que le provocaba un hormigueo placentero entre las piernas y le secaba la boca. La cabeza se le llenó de recuerdos, recuerdos de los momentos en que ella y su esposo, el bígamo, Justiniano de Mora y Aragón, habían compartido años atrás. Pero todo eso pertenecía al pasado. Y era pecado. Ni siquiera a su confesor le reconocía que no importaba cuántos años llevara el cilicio o usara la disciplina, su alma lúbrica y hereje aún rememoraba con añoranza esas noches. No obstante, existía una gran diferencia entre ella y su sobrina Laura: ella, Dolores, siempre había experimentado cierto prurito, cierto cargo de conciencia cuando Justiniano la iniciaba en esas prácticas sexuales tan abyectas, Laura, en cambio, con su naturaleza pagana, no mostraba el menor indicio de arrepentimiento o cautela. Es más, era ella, con su cuerpo de diosa griega y sus quejidos de sirena, quien hechizaba a Rosas y lo incitaba.
La animosidad que experimentaba por Laura, nacida tiempo atrás, había conocido su paroxismo en los últimos días. Dolores albergaba una perversa decepción por el matrimonio frustrado de Purita y Lezica. Creía que si hubiese tenido lugar, la verdad acerca de la otra esposa de Lezica, la muchacha del campo, habría aflorado tarde o temprano, y ella, Dolores Montes, habría tenido con quién compartir el peso de la cruz que significaba ser la manceba de un bígamo. Regresó a la sala porque sabía que, si seguía mirando, esa noche no conciliaría el sueño y debería apelar a la disciplina para espantar las imágenes satánicas.
Dentro de la habitación, Guor se apartó de Laura y se puso de pie con evidente fastidio.