Inés y la alegría (4 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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El puesto que ocupa Francisco Antón en el Buró Político le consiente hablar en primera persona del plural, en nombre del Partido y no en el suyo, pero es fácil imaginar el pánico que semejante encargo despierta en Carmen de Pedro, aquella chica asustada, desconcertada, abrumada por una tarea descomunal, demasiado grande, y pesada, y peligrosa para el tamaño de sus hombros. Ella sabe muy bien que por los internos de Le Vernet no se puede hacer nada excepto rezar, los comunistas, ni eso. Pero, además, sería la primera en comprender que Dolores, rodeada por un número considerable de subordinados, si no brillantes, al menos capaces, que habrían acatado cualquier orden suya sin discutirla, acaba de hacer una extraña elección. Hay que tener en cuenta que Pasionaria también recibe órdenes, y las del Komintern, que quiere que, por lo que pueda pasar, todos los dirigentes comunistas españoles estén fuera de Francia antes de que se firme el pacto nazi-soviético, son terminantes. Pero entre los que no han sido invitados a hacer ningún viaje, hay personas mucho más indicadas para asumir esa responsabilidad, como enseguida va a hacerse evidente.

Dolores las desprecia a favor de una mujer insignificante, un cruce de mosquita muerta con perro fiel, una jovencita que apenas tiene formación política, horizontes, ambición, ideas propias. Y se equivoca. Piensa que la capacidad de intervención del PCE en un país extranjero, que pronto formará parte del Tercer Reich, no merece ser tenida en cuenta, y se equivoca. Piensa que el Buró Político del PCE puede estar en Moscú, el Comité Central en Buenos Aires, su delegación más importante en La Habana, y la inmensa mayoría de sus militantes repartidos entre Francia y España, sin que la cohesión del Partido se resienta, y se equivoca. Piensa que es más importante precaverse de un asalto al poder que arriesgarse a promover a un nuevo líder, y se equivoca. Piensa que delegar en Carmen es lo mismo que tener la situación controlada a miles de kilómetros de distancia, y se equivoca, y esa equivocación está a punto de acabar con su carrera política.

—¿Y cómo es que estás aquí? —porque el hombre alto, corpulento, acogedor como una casa, que acaba de forzar un encuentro casual con Carmen de Pedro en un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en las primeras semanas de septiembre de 1939, ya ha calculado todas las consecuencias de esa equivocación—. Te hacía en Moscú, o en América.

—Bueno, los demás se han marchado, lo sabes, ¿no? —él asiente con la cabeza porque lo sabe, claro que lo sabe—. Pero a mí me han dejado aquí, a cargo de todo.

—¡Vaya! Pues no te envidio, la verdad, menuda responsabilidad.

—Sí, ya ves…

Y en ese instante, mientras Jesús considera que ha llegado el momento de sonreír como él sabe hacerlo, Carmen tal vez siente que le falta el suelo debajo de los pies.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amar de los cuerpos mortales, y la gran rareza de aquella época se cruza al mismo tiempo en el amor de la gran Pasionaria y en el de la mínima Carmen de Pedro. En agosto de 1939, cuando Stalin decide que le conviene traicionar a su propia causa, y a los millones de personas que la sostienen en el mundo entero, plantando un beso monstruoso en los labios de Adolf Hitler, Dolores lleva poco tiempo viviendo en Moscú. Lo más probable es que Carmen se haya encontrado ya con un hombre especial, singular, el gran seductor que se conformará con ser su sombra poderosa hasta que le llegue el momento de avanzar un paso hacia la luz. Mientras en Francia una mujer española siente que aquel hombre empieza a ser más valioso para ella que el Partido, que su cargo, que sí misma, en la Unión Soviética otra se esfuerza por explicar lo inexplicable, por elaborar teorías alambicadas y tramposas, más alambicadas cuanto más tramposas, distinguiendo la táctica de la estrategia, disfrazando la traición de pragmatismo, acatando la mentira, aplicándola a los adjetivos, insistiendo en que la guerra imperialista no afecta a la Causa de los trabajadores del mundo. Carmen difunde esas consignas entre los presos de los campos franceses, intenta convencerlos, aplacarlos, sujetarlos con poco éxito, pero aquel cataclismo moral no le impide seguir dedicando sus ratos libres a tareas mucho más placenteras.

Jesús es un mago, un ser prodigioso, de esos que saben convertir la vida de una mujer en una montaña rusa de vértigos excitantes y risueños. Ella, una muchachita de barrio, sus orígenes intercambiables con los de Francisco Antón, su ambición muy diferente. Esa ha sido la principal equivocación de Dolores, no comprender a tiempo que el poder no le interesa, que nunca le ha interesado. Le importa todavía menos mientras él le venda los ojos para enseñarle a apreciar los vinos que beben, mientras le enseña a comer
foie
en restaurantes de lujo, mientras alquila villas apartadas con jardín, en las que el sol entra hasta el centro de un dormitorio presidido por una cama feliz, perpetuamente deshecha. El precio de tanto placer es el poder, y ella se lo otorga con el mismo fervor con el que él parece dispuesto a complacerla en todo, la misma devoción con la que, antes de ser capaz de darse cuenta, será ella, y sólo ella, quien viva para complacerle en todo a él. La Historia con mayúscula desprecia los amores de la carne mortal, la carne débil que la distorsiona, la desencaja, la desordena con una saña que no está al alcance de los amores del espíritu. Sin embargo, la partida estuvo en tablas hasta que Alemania invadió Francia, y el mundo tembló.

El 22 de junio de 1940, el mariscal Pétain firma en la ciudad de Vichy un armisticio con las autoridades alemanas de ocupación. Ese día, en la otra punta del continente, una mujer enamorada, poderosa y enamorada, ambiciosa y enamorada, inteligente y enamorada, disciplinada y enamorada, legendaria pero, sobre todas las cosas, enamorada y por lo tanto débil, obsesionada, incauta, vulnerable, tiembla más que el mundo. Lleva mucho tiempo esperando este momento y no tiene un segundo que perder, aunque quizás dedica algunos instantes a volver a pintarse los labios con cuidado, estudiando su rostro en un espejo. El día que se firma el armisticio de Vichy, Dolores Ibárruri vuelve a sentirse fuerte, vuelve a ser joven, más consciente de su piel que de su edad, y su voz no tiembla cuando llama al Kremlin para pedir una audiencia privada. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. Pasionaria nunca ha sido tan mortal como cuando cruza el despacho de Stalin y le mira a los ojos.

—Camarada, tienes que hacerme un favor.

Enrique Líster escribe en sus memorias que, aquel día, Stalin comenta con sus íntimos, en un tono despectivo, adecuado para ridiculizar esa pequeña pasión pequeñoburguesa de los débiles de espíritu, que si Julieta no puede vivir sin su Romeo, habrá que traerle a su Romeo. No hay motivos para dudar de su relato, aunque la alusión shakespeariana resulta desconcertante. A juzgar por la sintaxis deliberadamente monótona, repetitiva y facilona, de los informes que le eleva la NKVD, Stalin no es buen lector. Más verosímil resulta la formulación de un simple cálculo aritmético. El líder soviético no puede negarle este favor a Dolores porque el hombrecillo preso en Le Vernet le trae sin cuidado, pero le conviene tener contenta a esta mujer. Hay que ver, qué raros son estos españoles, murmuraría, si acaso, una vez más, antes de descolgar el teléfono para hablar con el camarada Molotov. En este momento, al camarada Molotov le sobra desparpajo para telefonear a su amigo Ribbentrop. Y Ribbentrop pensaría, incluso, que Molotov le está haciendo un favor, porque cuanto antes aprendan los franceses quién manda en realidad en la Francia Libre, mejor para todos. En efecto, en Vichy no rechistan. Basta que un subordinado de Ribbentrop dé instrucciones, para que un subordinado de Pétain las transmita directamente a Le Vernet. A los cinco minutos, Francisco Antón está en libertad. Tan pronto como pueden encontrar un avión, las nuevas autoridades francesas lo mandan derecho a Moscú.

Cuando Dolores, con la boca muy bien pintada, lo viera bajar por la escalerilla, flaco, pálido, herido, consumido por el hambre y por la fiebre, se emocionaría tanto que, tal vez, ni siquiera se pararía a pensar en que el único pasajero de aquel avión es algo más que el hombre de quien está enamorada. Antón era, también, el único miembro de la cúpula comunista española que se había quedado en Europa Occidental. Lo era, pero ya no lo es, porque al fin está en Moscú, con ella. Mientras lo abraza, mientras le besa con los ojos llenos de lágrimas, mientras le pide que se anime porque ya ha terminado el sufrimiento de los dos, Dolores estará tan conmovida, tan contenta de poder abrazarle, tan triste de encontrarle débil y enfermo, que no dedicará ni un solo instante a preguntarse por las consecuencias que aquel viaje pueda tener en Francia. Y en Francia, en este mismo momento, una antigua mosquita muerta, que ya no es una mosquita y está cualquier cosa menos muerta, va tachando nombres de su agenda con la boca muy bien pintada.

—Jesús y yo queremos celebrar una reunión —¿Jesús?, ¿y qué Jesús?, se irían preguntando, uno por uno, los delegados a quienes va convocando—, en Marsella —¿en Marsella?, ¿y por qué en Marsella, si donde estamos todos es en Toulouse?—, porque creemos que ha llegado el momento de empezar a actuar —¿ahora?, ¿precisamente ahora que los nazis han invadido Francia, vamos a empezar a actuar?—. ¡Ah! Y por cierto… Tengo una buena noticia. Paco Antón ya está en Moscú.

Pobre Carmen. Al encontrarse con Jesús, ella está mal, tiene veintidós años y está mal, no puede recurrir a nadie y está mal, carece de cualquier capacidad, teórica o práctica, para hacer el trabajo que le han encomendado y está mal, se encuentra sola, abandonada, impotente, y está mal. Pobre Carmen, tan bajita, cuando aquel hombre tan grande se acerca a ella tocándose el sombrero, con su aspecto de señor, con su aplomo congénito, con su manera de saber estar, de llamar a un camarero, de ordenar los mejores platos, de escoger los mejores vinos, de dejar la propina justa para que le despidan entre reverencias. Pobre Carmen, mientras él empieza a parecerle un regalo del cielo, la respuesta a cada una de sus súplicas, la solución de todos sus problemas. Pobre Carmen, que no se le resiste ni cinco minutos, porque es muy poca mujer para Jesús Monzón y no mucho más lista, pero sí lo suficiente como para suponer que en su vida se va a ver en otra.

Él, a cambio, más que listo, es listísimo. Tanto que, durante un año entero, se limita a mimar a su responsable política, a halagarla, a complacerla, a hacer con ella cosas que a ella jamás se le ha ocurrido imaginar que puedan hacerse con un cuerpo humano, y a susurrarle al oído, eso sí, lo que más le conviene decir, hacer, aprobar o rechazar. Siempre al oído, porque lo que no conviene de ninguna manera es que nadie sepa que duermen juntos, que nadie piense cosas raras, por ejemplo que él la está enamorando para mangonearla, para manipularla, para trepar a su costa. Pobre Carmen, que no es muy lista y nunca acaba de entender bien esta clandestinidad dentro de la clandestinidad, cuando los dos son libres y no le hacen daño a nadie, porque ella está soltera y él, otro de los que, oficialmente al menos, han perdido una mujer por el camino, «la guerra, ya sabes, la confusión de la derrota, era todo muy difícil…», como si lo estuviera.

Pero todo sigue siendo muy difícil, y esa clandestinidad amorosa dentro de la clandestinidad política se convierte en un ingrediente más de la permanente excitación con la que aquella chica que ya no se acuerda de haber sido alguna vez tan sosa, paladea cada minuto de la época más intensa de su vida.

Durante ese año, en Moscú, en Buenos Aires, en La Habana, todo son elogios para Carmen de Pedro, para el espléndido trabajo que está haciendo en circunstancias muy penosas, para las medidas, tan audaces como oportunas, que están coordinando poco a poco a los camaradas encerrados en los campos, a los que integran batallones de trabajo, y a los comunistas españoles con los franceses. Carmen recibe instrucciones aliñadas con besos, la cabeza sobre la almohada, la piel saciada, y la voz de Jesús, tierna, acariciadora, le explica exactamente lo que debe hacer, cómo debe hacerlo, qué palabras debe usar para lograrlo, y eso parece un juego más, un mimo más, una nueva muestra de la graciosa magnificencia de aquel hombre que sólo vive para hacerla feliz. Ella nunca ha sido tan feliz y, por eso, cuando se levanta de la cama, se comporta como si fuera otra, como si él hubiera impreso en ella una parte de su fuerza, de su carácter, de su inteligencia, una ambición que, sin embargo, permanece intacta bajo la máscara del amante impecable.

Jesús Monzón es tan listo que, mientras Francisco Antón está encerrado en Le Vernet, nunca abre la boca en público para tratar de asuntos del Partido. Él, que sabe tanto de tantas cosas, música, cine, arte, literatura, gastronomía, teoría política y del mundo en general, disfruta dirigiendo las conversaciones, pero en el instante en que se deslizan por alguna pendiente peligrosa, cierra la boca, deja hablar a Carmen y hasta la escucha con interés, con admiración, como si necesitara preguntarse, como se preguntan los demás, de dónde saca esta mujer unas ideas tan buenas. Nunca corre el menor riesgo, no mientras sus propias redes puedan volverse en su contra, no mientras alguien pueda sospechar algo, mientras exista una sola posibilidad, por muy remota que parezca, de que cualquier comentario traspase la alambrada de Le Vernet para que el amante de Dolores sospeche lo que está pasando en el partido que ella cree tener controlado desde Moscú. Todavía no tiene prisa, y así deja pasar el tiempo hasta que Alemania invade Francia. Este acontecimiento, que aplasta a los exiliados españoles, logrando que su destino rebase el nivel de lo malo para precipitarse en el de lo peor, mejora radicalmente las condiciones de vida de dos de ellos, que han sabido inspirar en dos mujeres un amor sin condiciones. Uno es Francisco Antón. El otro, Jesús Monzón.

La buena noticia que Carmen de Pedro transmite a todos y cada uno de los convocados a la reunión de Marsella, resulta serlo en muchos más sentidos de los previsibles. Porque, por una parte, acaba hasta cierto punto con el gran secreto de Dolores Ibárruri. Moscú no es Francia, ni mucho menos España, y en aquella ciudad donde a ella no la conoce tanta gente, a Paco casi nadie, y a Julián Ruiz mucho menos, ya no hace falta esconderse. En Marsella ocurre algo parecido. En una villa con jardín, confortable y discreta, de las que a él le gustan, ante una veintena de delegados llegados de diversos lugares de la Francia ocupada y algunos simples militantes, escogidos solamente por la confianza que les inspiran, Jesús Monzón y Carmen de Pedro se comportan en público como una pareja por primera vez, y él recupera el don de la palabra, que parecía haber perdido en marzo de 1939.

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