Inés y la alegría (2 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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Hace ya varios días que la sigue a distancia sin ser descubierto. Sabe dónde vive, con quién se relaciona, a qué hora suele salir de casa y por qué camino, dónde come, con quién, a qué hora vuelve, y que vuelve sola. Podría haberla abordado el día anterior, o al día siguiente, con el mismo aplomo, la misma asombrosa naturalidad con la que decide que no, que va a ser hoy, mira tú por dónde, mientras estudia un momento su reflejo en el cristal, corrige levemente el ángulo del ala del sombrero sobre su frente, se mete las manos en los bolsillos y da la vuelta de pronto, para cruzar la plaza con los ojos fijos en el suelo y una apariencia de la prisa que no tiene, cortando la trayectoria de la mujer en línea recta hasta que consigue tropezar con ella.


Excusez-moi
—y al tenerla delante, sólo al tenerla delante, levanta la cabeza, la mira a los ojos, abre la boca en una mueca ensayada para expresar un asombro sin límites—. ¡Carmen!

—Jesús… —ella tarda un instante en reconocerle, mira a su izquierda, a su derecha, detrás de él, comprueba que está solo, vuelve a mirarle, le ve sonreír, sonríe por fin.

—¡Carmen, qué sorpresa! —él alarga sus manos hacia ella, toma las suyas, la besa tal vez en la mejilla—. ¿Cómo estás?

No es fácil describir a este hombre, y difícil compararle con sus camaradas, con sus compatriotas, con sus contemporáneos. Fácil de amar y difícil de olvidar, por dentro, pero también por fuera. Alto, corpulento, con hombros anchos, manos grandes, algún indicio, tal vez, de una futura obesidad que ahora no nos interesa porque es incompatible con su condición de refugiado político en Francia, en agosto, quizás julio, tal vez septiembre de 1939, Jesús Monzón Reparaz es, en este instante, sobre todo un hombre acogedor, grande como una casa. Guapo de cara no, porque su cabeza parece asentarse directamente sobre el tronco, prescindiendo del cuello, y el pelo escasea ya sobre su frente. Y sin embargo, a veces, cuando sonríe pero no del todo, sus ojos se iluminan con un destello oblicuo, sesgado en el mismo ángulo que adoptan sus labios, para que toda su inteligencia, que es mucha, y su malevolencia, que no es menos, lo eleven a un plano muy superior a aquel donde se agota la belleza blanda y carnosa, redondeada, a menudo pueril, de la mayoría de los hombres guapos. Entonces, no sólo es un hombre atractivo. Entonces puede llegar a ser irresistible, y lo sabe.

Así fue o, al menos, así pudo ser. Lo único que puede afirmarse con certeza es que Carmen de Pedro y Jesús Monzón, que hasta este momento han sido simples conocidos, de vista y poco más, se encuentran en Francia, probablemente en Toulouse y en apariencia por azar, en un día cualquiera del verano, agosto, quizás julio, incluso septiembre, de 1939. Los detalles se desconocen, porque seguramente él se encargó de que nadie fuera testigo de un encuentro que cambió muchas cosas, y estuvo a punto de cambiarlas todas.

En ese momento, Jesús Monzón todavía no ha cumplido treinta años, pero aparenta diez más. Su aspecto grave, maduro, le favorece mucho más de lo que le perjudica, sobre todo en días peligrosos, complicados, en los que nadie se atreve a fiarse de nadie y muchos de los ministros, de los diputados, de los prohombres de la República Española, se comportan como polluelos atolondrados y muertos de miedo, cuando no como hienas dispuestas a pisar a su madre con tal de encontrar plaza en un barco mexicano. En este momento, el sombrero impecable de don Jesús Monzón, las impecables hechuras de su abrigo inglés, el aplomo que ha respirado desde la cuna en una de las mejores familias de Pamplona, y el que ha adquirido después, durante la guerra, en los despachos de los gobiernos civiles de Alicante y de Cuenca, le convierten en una persona valiosísima, alguien que, por una parte, inspira confianza, y por otra, tiene capacidad para manejar cualquier situación en una coyuntura muy difícil. Pero Jesús Monzón no sólo parece extremadamente valioso. También lo es, aunque los dirigentes de su partido nunca se hayan fiado de él.

Poco tiempo antes de que estalle la guerra, Monzón crea la organización del Partido Comunista de España en Navarra, y se mantiene como su secretario general hasta que el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 triunfa sin resistencia en Pamplona, la ciudad desde donde, por cierto, el general Emilio Mola imparte instrucciones a los sublevados. Jesús logra huir, seguramente con la ayuda de algún miembro de su familia, sus hermanos, sus primos, sus padres, sus abuelos, sus bisabuelos, todos carlistas, Dios, Patria y Rey. A pesar de eso, algún requeté le ayuda a cruzar las líneas. Cuando llega a Bilbao, la primera etapa de su regreso a la zona republicana, aquel triunfo le vale menos abrazos que suspicacias.

No es un caso único. En los dos bandos que lucharon en aquella guerra, se desconfía por igual de los hijos pródigos, que a menudo van derechos del interrogatorio a un calabozo. Jesús no es detenido ni molestado en ningún momento, pero tampoco ascendido ni recompensado con cargo alguno dentro de su organización, mientras otros comunistas de familias tan distinguidas como la suya, Ignacio Hidalgo de Cisneros y Constancia de la Mora a la cabeza, hacen fulgurantes carreras en el Partido sin que nadie recele de sus aristocráticos orígenes. El progreso de Monzón, nombrado sucesivamente gobernador civil de Alicante y de Cuenca por don Juan Negrín, se desarrolla en el ámbito gubernamental, lejos de los centros de decisión de su partido. Unos días antes de que el coronel Casado ponga fin a la guerra por el mismo procedimiento, un golpe de Estado, que la provocó, Negrín, demasiado inteligente como para no contar hasta el final con un hombre cómo él, nombra a Monzón secretario general del Ministerio de Defensa, un cargo importantísimo en aquellas circunstancias, del que no le da tiempo a tomar posesión.

Pero en la dirección nacional del PCE sigue sin pintar demasiado, hasta el punto de que, al poco tiempo de llegar a Francia, a Dolores Ibárruri sólo se le ocurre contar con él para ponerle de ayudante de su secretaria, mientras esta, que ya es Irene Falcón, se ocupa de confeccionar la lista de los dirigentes españoles que serán invitados a residir en la Unión Soviética, una selección en la que nunca se incluye el nombre del primer secretario general de los comunistas navarros. Es fácil imaginar la amargura que tal encargo infiltra en el amor propio de un hombre acostumbrado a mandar, tan capaz, tan consciente de su talento y, en definitiva, tan soberbio como Jesús Monzón. Para ilustrar la humildad de las tareas que desempeña, basta añadir que Georgi Dimitrov, el secretario general de la Internacional Comunista, que le conoce en esta época, le toma por el secretario de Pasionaria, y después de entretenerse en anotar en su diario las virtudes —también los defectos— de dirigentes tan mediocres como Mije, Checa o Delicado, concluye que Monzón no vale nada, por mucho que haya sido gobernador civil durante la República.

Cualquiera tiene un mal día, y aquel, desde luego, Dimitrov no estuvo fino, aunque es posible que alguno de sus camaradas españoles hubiera descubierto ya que Monzón va a ser mucho más peligroso por sus virtudes que por sus defectos. Si alguien piensa así, acierta, y sin embargo, tal vez Dolores Ibárruri nunca comete un error tan grave como menospreciar a Jesús Monzón Reparaz. Puede aducirse, como atenuante a su favor, que cuando opta por una pésima solución, en su cabeza sólo hay sitio para una cosa.

La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales. O quizás no, y es sólo que el amor de la carne no aflora a esa versión oficial de la historia que termina siendo la propia Historia, con una mayúscula severa, rigurosa, perfectamente equilibrada entre los ángulos rectos de todas sus esquinas, que apenas condesciende a contemplar los amores del espíritu, más elevados, sí, pero también mucho más pálidos, y por eso menos decisivos. Las barras de carmín no afloran a las páginas de los libros. Los profesores no las tienen en cuenta mientras combinan factores económicos, ideológicos, sociales, para delimitar marcos interdisciplinares y exactos, que carecen de casillas en las que clasificar un estremecimiento, una premonición, el grito silencioso de dos miradas que se cruzan, la piel erizada y la casualidad inconcebible de un encuentro que parece casual, a pesar de haber sido milimétricamente planeado en una o muchas noches en blanco. En los libros de Historia no caben unos ojos abiertos en la oscuridad, un cielo delimitado por las cuatro esquinas del techo de un dormitorio, ni el deseo cocinándose poco a poco, desbordando los márgenes de una fantasía agradable, una travesura intrascendente, una divertida inconveniencia, hasta llegar a hervir en la espesura metálica del plomo derretido, un líquido pesado que seca la boca, y arrasa la garganta, y comprime el estómago, y expande por fin las llamas de su imperio para encender una hoguera hasta en la última célula de un pobre cuerpo humano, mortal, desprevenido. Los amores del espíritu son más elevados, pero no aguantan ese tirón. Nada, nadie lo aguanta. Ni siquiera ella, porque ya era inmortal, pero todavía estaba viva.

—¡No pasarán!

Los madrileños que abarrotan las butacas y los pasillos, los anfiteatros y las escaleras, los corredores y el vestíbulo del Monumental Cinema de la plaza de Antón Martín, no descubren el menor indicio de lo que está pasando, de lo que quizás ha pasado ya, o de lo que está a punto de pasar. Las crónicas periodísticas de aquel acto, en el que aparecen juntos en público, como iguales, por primera vez, mencionan sólo sus nombres, resumen sus palabras, las ilustran con fotos intercambiables con muchas otras fotos de otros escenarios, otros mítines, otros teatros. Pero hoy no es un día como los demás.

—¡No pasarán!

Los calendarios están detenidos en el 23 de marzo de 1937, y el Monumental Cinema, repleto, hasta los topes de madrileños eufóricos, aún incrédulos y por eso todavía más felices, ensimismados en una alegría flamante y radical, ajena, desconocida. Hoy por fin tienen algo, mucho que celebrar, porque cuarenta y ocho horas antes les ha pasado lo que, hasta ahora, sólo ha podido celebrar el enemigo. El Ejército de la República, no ya una amalgama informe de batallones de voluntarios sin preparación, sin disciplina, sin oficiales, como los que, a pesar de su improvisada naturaleza, defendieron Madrid en noviembre del 36, sino un verdadero ejército, acaba de cosechar una victoria colosal y verdadera, humillando al de Mussolini en campo abierto. Goliat ha caído con una pedrada en el centro de la frente y David no se lo puede creer, pero sabe contar con los dedos.

—¡No pasarán!

Eso había gritado ella hasta desgañitarse, que no pasarían, y no han pasado, por la sierra no, por la Moncloa tampoco, por la carretera de La Coruña ni en broma, y por Guadalajara menos, por Guadalajara nunca, por Guadalajara jamás, como no pasaron por el Jarama. Madrid está más vivo, más erguido que nunca gracias a Guadalajara, y el primer orador lo afirma con energía, para que muchas de las mujeres del auditorio le aplaudan embobadas, celebrándole a él mucho más que la victoria. Porque Francisco Antón sí es un hombre guapo. Es muy, muy guapo. Veinticinco años, alto, apuesto, pero sobre todo guapo, una belleza morena, agitanada, que lustra una piel de terciopelo oscuro, un rostro poderoso donde la finura casi adolescente de los huesos, las mandíbulas marcadas, la nariz elegante, delicada, y la sensualidad carnosa de los labios, se compensan con el carácter de unos ojos muy negros, de cejas pobladas. De frente, impresiona, de perfil, parece un actor de cine, y en escorzo, una figura salida de un fresco de Miguel Ángel. Todo eso en un chaval de barrio embutido en un uniforme de comisario del Ejército del Centro. Un espectáculo difícil de resistir, desde luego.

¡No pasarán!

Ella ya es inmortal, pero todavía está viva. Hoy también está aquí, encima del escenario del Monumental, tan eufórica, tan feliz, tan entusiasmada como los demás, pero no más que cualquier otro día, porque ella encarna precisamente eso. Su cara empapelando todos los edificios, sus palabras impresas en todas las octavillas, su voz sonando en todas las radios, la energía de los ademanes que la envuelven en todo momento, son siempre las fuerzas que los suyos temen perder, el aliento que se les escapa de entre los dientes, la fe que está a punto de abandonarles. En este mitin, es ella una vez más, tan ella, tan igual a sí misma, a su leyenda, que nadie llega a apreciar diferencia alguna con otras tardes, otros mítines, y sin embargo, ya es distinta, tiene que serlo.

Muchos años después, quienes lleguen a enterarse de la verdad se esforzarán por recordar aquella tarde, por volver a verla sobre el escenario de aquel teatro, y lograrán rescatar imágenes sueltas, aquella sonrisa que no le cabía en la boca, su manera de abrazar a los compañeros que estaban arriba, a su lado, cogiéndoles por los antebrazos con fuerza para mirarles a los ojos, y poco más, nada, en realidad, porque trataba a Antón igual que a los demás y era ella misma, el mismo moño, la misma blusa holgada, la misma falda informe, y aquel luto perpetuo, imaginario, pura propaganda, más allá de la dolorosa ausencia de esos cuatro hijos que se le habían muerto sin llegar a saber quién era su madre.

Pobre Dolores. A ella no le habría gustado inspirar esta clase de compasión en nadie, pero no es fácil dejar de pensarlo, dejar de decirlo, pobre Dolores, que nunca pudo comprarse un vestido ceñido, de colores, ni unos zapatos de tacón, que nunca pudo soltarse el pelo, ni teñirse las pocas canas que entonces tenía en las sienes. Pobre Dolores, pobre mujer aparte, pobre símbolo universal, pobre ídolo de los desventurados del mundo entero, pobre y siempre ella misma, poderosa, ambiciosa, inflexible, genial, adorada como Dios y como Dios cruel cuando el desamor la encolerizó, cuando la redujo a la humana miseria de las amantes despechadas. Pobre Dolores, pobre en el invierno, en la primavera de 1937, cuando se pinta los labios sólo para él, desafiando la abrumadora perfección del personaje que ella misma ha inventado sin saber cuánto, cómo le va a pesar después. En algunos retratos de estudio hechos en plena guerra, se aprecia una boca más oscura, bien delineada, rellena de color, pero todo lo demás es igual, la misma onda de pelo sobre la frente, el mismo moño apresurado sobre la nuca, los mismos pendientes pequeños, a veces con una perlita colgando, a veces sin ella, pero siempre parecidos a los que se podían encontrar en los puestos callejeros de cualquier pueblo de España, durante las fiestas de agosto.

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