Se paró otra vez. La base, claustrofóbica y sumida en un silencio expectante, no hacía más que exacerbar su estado de ánimo. Se volvió impulsivamente, regresó sobre sus pasos y subió al nivel más alto por una escalera. Después de salir al patio y pasar junto al puesto de vigilancia, cruzó la zona de almacenamiento temporal, poniéndose la parka. Solo habían pasado ocho horas desde su última salida, pero no estaba de humor para permanecer ni un minuto más en aquella base infestada de sombras.
Cogió al vuelo una linterna, se cerró la cremallera de la parka, abrió la puerta y salió al exterior.
Le sorprendió que la aurora boreal se hubiera intensificado aún más; ahora era de un rojo pastoso, que latía y palpitaba, convirtiendo toda la plataforma (con sus cobertizos temporales y sus barracas Quonset, sus tiendas de campaña y sus reservas de material) en un paisaje monocromático y extraterrestre. Se guardó la linterna en un bolsillo. Se había levantado un fuerte viento que sacudía las lonas sueltas y las cuerdas atadas de cualquier manera, pero no era explicación suficiente para los extraños chisporroteos y gemidos que habría jurado que procedían de la misma aurora boreal.
También había otro detalle peculiar, aunque tardó un poco en identificarlo. El viento, en su mejilla, casi era caliente. Daba la sensación de que la Zona estuviera recibiendo la brusca visita de una falsa primavera. Bajó despacio la cremallera de la parka; había hecho mal en no mirar el termómetro al salir.
Caminó entre las construcciones bajas, la mitad de las cuales se recortaban en un fondo rojo sangre, mientras que la otra mitad estaba medio a oscuras. En ese momento oyó que algo crujía en el pequeño bosque de anejos de delante.
Se detuvo en la penumbra carmesí. ¿Había alguien fuera, aparte de él?
Todos estaban acostados en la base: los científicos, el equipo de rodaje y la nueva y misteriosa incorporación, Logan. Las únicas excepciones eran Davis, en su enorme caravana, y Carradine, el camionero. Echó un vistazo hacia la caravana de Davis.
Estaba oscura, con todas las luces apagadas.
—Carradine… —dijo en voz baja.
Se oyó otro crujido.
Marshall dio un paso y salió entre dos tiendas de material.
Ya se veía el abultado tráiler de Carradine. Miró la parte trasera de la cabina, donde estaba el «dormitorio». Tampoco había luz en las ventanas.
Se quedó inmóvil, escuchando atentamente. Oyó el aullido lúgubre del viento, el zumbido grave de los motores diesel del generador, el rumor del generador auxiliar de la caravana de Davis y, de vez en cuando, los fantasmagóricos murmullos y gemidos que parecían proceder de la misma aurora boreal. Nada más.
Sacudió la cabeza, sonriendo a su pesar. En vísperas de lo que prometía ser uno de los días más memorables de su vida… y él perdiendo los nervios por una pesadilla. Decidió llegar hasta la cerca, rodearla y regresar a su laboratorio. Aunque no pudiera hacer nada de provecho, al menos lo intentaría.
Enderezó los hombros y dio un paso más.
Otra vez el crujido. Desde donde estaba, Marshall se orientó. Llegaba de la zona de la cámara.
Se acercó despacio. La cámara estaba aislada, con una de sus paredes recortada en un halo de luz antinatural y el resto a oscuras. No le hizo falta la linterna para ver cómo brillaba el agua por debajo. Evidentemente, ya estaba en marcha el proceso de fusión. Al día siguiente aquel contenedor de acero (y su contenido) serían la estrella del programa. Sacó la linterna del bolsillo y la enfocó en la construcción plateada.
En ese momento volvió a oír el crujido, más fuerte que antes. Armado con la linterna, identificó el origen: un trozo de madera suelta que colgaba en el espacio de un metro que había debajo de la cámara.
Frunció el entrecejo. «Chapuceros —pensó—. Habrá que arreglarlo antes de que Conti y su espectáculo de variedades estén en el aire.» A menos que se hubiera desprendido algo en la estructura. El viento hacía oscilar la plancha justo encima del charco de agua sucia…
Pero no era lo único raro. Más que un charco, parecía un lago; un lago lleno de trozos de hielo sucio.
Se acercó, se puso en cuclillas y enfocó la linterna en el charco de hielo derretido. Después la levantó hacia la madera suelta, observando extrañado. El viento la hizo crujir otra vez. Tenía la punta muy astillada. Deslizó el haz por la plancha, lentamente, hacia el suelo de la cámara.
Había un agujero en la madera, un agujero grande, circular y tosco; y aunque la luz de la linterna se moviera, Marshall vio con claridad que la cámara estaba vacía.
En media hora, la adormilada base Fear se despertó al completo.
Marshall estaba sentado en una vieja silla plegable del Centro de Operaciones del Nivel B, donde se encontraban prácticamente todos los demás, la única sala lo bastante grande para que cupiera tanta gente. Miró las caras. Algunas, como las de Sully y Ekberg, parecían atónitas. Otras no lograban disimular sus ojos rojos. Fortnum, el director de fotografía, inclinaba la cabeza y abría y cerraba los puños.
Se habían reunido a petición de Wolff, el representante de la cadena. Marshall pensó que en realidad sus palabras no habían sonado a petición, sino a orden.
Al enterarse de la noticia, Emilio Conti se había quedado estupefacto, casi paralizado por ese brusco revés de la fortuna, pero ahora, mientras observaba el ir y venir del director frente al semicírculo de sillas, Marshall reconoció otra emoción en la cara de aquel hombre bajito: una rabia desesperada.
—Primero —espetó Conti—: los hechos. Entre las doce y las cinco de la madrugada han entrado en la cámara y se han llevado el activo —dijo la palabra como si la mordiera—. Lo han robado. Lo ha descubierto el doctor Marshall, aquí presente. —Conti le lanzó una mirada, con un brillo de desconfianza en sus ojos negros—. He hablado con la dirección de Terra Prime y con Blackpool, y en estas circunstancias no tienen elección: se ha cancelado el programa en directo. En su lugar, repondrán
Desde los mares fatales.
—Casi lo escupió—. Tendrán que compensar a los patrocinadores con doce millones de dólares en concepto de publicidad no emitida, aparte de los ocho millones que se han gastado para preparar todo esto.
Se paró, les miró a todos furioso y siguió caminando.
—Hasta aquí los hechos. Pasemos a las hipótesis. Hay un topo entre nosotros.Alguien a sueldo de la competencia. O alguien que trabaja para un intermediario, un marchante de artículos exóticos relacionado con museos o coleccionistas ricos del extranjero.
Penny Barbour, que estaba al lado de Marshall, se burló entre dientes.
—Qué chorrada —murmuró.
—¿Chorrada? —Conti le plantó cara—. No sería la primera vez. Esto no es solo un objeto. Es un producto.
—¿Un producto? —se sorprendió Barbour—. ¿De qué habla?
—Hablamos de un producto. —Fue Wolff quien contestó.
El enlace de cadena estaba al fondo de la sala, al lado del sargento González, de pie, con los brazos cruzados y un palito de plástico para café en la boca.
Algo más que un simple entretenimiento para una sola noche. Un bien que la cadena puede explotar indefinidamente. Algo que podría destinar a diversos usos: exposición itinerante en varios museos, prestarlo a universidades y centros de investigación, usarlo para otros programas… Hasta podría llegar a ser un icono de la cadena o su mascota, quién sabe.
«Mascota», se dijo Marshall. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo ambiciosos que eran los planes de Blackpool para el felino congelado.
Cuando Wolff se adelantó, Conti dejó de caminar y se puso a su lado.
—La cadena Terra Prime forma parte de una comunidad muy reducida —añadió Wolff—. Aunque nos hayamos esforzado tanto en no airear nada, sabíamos que la noticia podía filtrarse; sin embargo, confiábamos en que nuestro proceso de autorización erradicase a cualquier persona que no fuera completamente fiable. —Se acercó una mano a los labios y sacó el palito—. Parece que nuestra confianza era injustificada.
Marshall se fijó en que casi todo el equipo de rodaje escuchaba con la cabeza bajada. Los únicos que parecían sorprendidos por aquel tono de intriga eran sus colegas, los científicos.
—¿Qué quiere decir exactamente? —preguntó Sully.
—Un momento. —Wolff se volvió hacia el sargento—. ¿Ya ha acabado el recuento?
González asintió con la cabeza.
—¿Falta alguien?
—Solo uno, el que llegó hace poco, el doctor Logan. Ahora mismo mis hombres le están buscando.
—¿Y los demás? ¿El personal de la cadena y los miembros de la expedición?
—Están todos aquí.
Hasta entonces Wolff no miró a Sully.
—Quiero decir que tenemos razones para sospechar que en esta base hay alguien que ha cobrado para poner el espécimen en manos de terceros. O se pactó antes de que llegásemos o se estableció el contacto después.
Revisaremos todas las comunicaciones entrantes y salientes de la base Fear durante las últimas setenta y cuatro horas para averiguarlo.
—Creía que lo tenían todo estrictamente controlado —dijo Marshall—. El proceso de fusión, la seguridad… Todo. ¿Cómo han podido hacerlo?
—Aún no lo sabemos —repuso Wolff—, Parece que han acelerado la fusión.
Evidentemente, estaríamos hablando de la misma persona que se ha apoderado del cuerpo. Era un proceso totalmente automático, con un generador auxiliar… Sin manipulación externa era imposible que saliera algo mal. Hemos buscado al otro lado de la cerca y no hay ningún rastro de que un avión haya aterrizado o despegado durante la noche. Por lo tanto, el activo sigue aquí.
—¿Y las huellas? —dijo alguien—. ¿No pueden seguirlas?
—Alrededor de la cámara, donde se ha deshecho el hielo, hay tantas huellas en el suelo que sería imposible —dijo Wolff—.
Por lo demás, el permafrost es demasiado duro para que queden huellas.
—Si lo ha robado alguien, ¿por qué no se ha ido en el SnoCat? —preguntó Marshall—. Las llaves están en la sala de aclimatación. Podría cogerlas cualquiera.
—Demasiado llamativo. Y demasiado lento. El ladrón usaría un avión. —Conti miró a su alrededor—. Vamos a registrar las pertenencias de todo el mundo y su alojamiento. Todo.
Wolff posó en González su mirada, extrañamente inexpresiva.
—¿Tiene usted los planos de la base Fear, sargento?
—Los de las alas central y sur sí.
—¿Y la otra ala, la norte?
—Es de acceso restringido; está cerrada a cal y canto.
—¿Podría haber entrado alguien?
—Rotundamente no.
Wolff se quedó callado, mirando al sargento como si se le hubiera ocurrido una idea nueva.
—Tráigame todo lo que pueda, por favor. —Miró a todos—. Cuando termine esta reunión, quiero que vuelvan a sus habitaciones.
Intentaremos que el registro sea lo más rápido posible. Mientras tanto, presten mucha atención y si ven algo sospechoso, cualquier actividad, conversación, transmisión o lo que sea, vengan a verme.
Marshall miró a Wolff, luego a Conti y otra vez a Wolff. No estaba seguro de qué le sorprendía más: la implícita afirmación de una traición o la rapidez con la que Wolff tomaba medidas en ese sentido.
Ashleigh Davis había permanecido sentada todo el rato en primera fila, desconsolada, con las piernas cruzadas formando un ángulo agudo. Llevaba una lujosa bata de seda debajo del abrigo de pieles, y la melena rubia alborotada.
—Espero que os divirtáis jugando a policías —dijo—. Mientras tanto, Emilio, ¿harías el favor de prepararme un vuelo para Nueva York lo antes posible? Si ha fallado lo del tigre, aún tengo alguna posibilidad de presentar el especial sobre el blanqueamiento de la Gran Bandera de Coral.
—Barrera —la rectificó Marshall.
Davis le miró.
—La Gran Barrera de Coral.
—Tengo a alguien trabajando en la cuestión del transporte —dijo Wolff, con una mirada de advertencia a Marshall—. A propósito, señora Davis, esta noche quienes más cerca estaban de la cámara eran usted y el señor… esto… Carradine. ¿Han oído o visto algo fuera de lo normal?
—Nada —contestó Davis, como si le molestara ser mencionada en el mismo aliento que el camionero.
—¿Y usted?
Wolff miró a Carradine. El camionero, que había inclinado la silla hacia atrás en un ángulo peligroso, se limitó a encogerse de hombros.
—Cuando termine la reunión, me gustaría hablar con los dos. —Wolff miró a Marshall—. Y con usted también.
—¿Conmigo? ¿Por qué? —preguntó Marshall.
—Es quien ha informado del robo —contestó Wolff, como si solo por eso ya fuera el principal sospechoso.
—Un momento —intervino Sully—. ¿Y el que acaba de llegar, el doctor Logan?
¿Por qué no está aquí?
—Vamos a investigarlo.
—Una cosa es dar órdenes y recluir a todo el mundo en sus habitaciones, y otra pretender interrogar a mi equipo sin mi permiso.
—Su «equipo» —replicó Wolff— será el primero en ser interrogado. Son los únicos que están aquí sin haber pasado previamente por ningún filtro de la cadena.
—Logan tampoco lo ha pasado, ¿no es cierto? Además, ¿qué tienen que ver aquí los filtros?
Por lo visto, haber perdido de golpe cualquier posibilidad de inmortalidad televisiva (sumado a que aquel burócrata hubiera invadido su terreno) había vuelto a despertar el pundonor profesional de Sully.
—Tiene mucho que ver —contestó Wolff—. La magnitud de este hallazgo, no solo en términos científicos, sino de carreras científicas…
Sully abrió la boca y volvió a cerrarla. Se sonrojó hasta las orejas.
—Creo que con eso ya es suficiente. —Wolff miró a Conti—. ¿Desea añadir algo más?
—Solo una cosa más —dijo el productor—: hace veinte minutos he hablado por teléfono con el presidente del Blackpool Entertainment Group. Ha sido una de las conversaciones más desagradables de mi vida. —Paseó la mirada por toda la sala—.
Ahora me dirijo a la persona o personas que han hecho esto, ya se darán ellas por aludidas. Blackpool considera incalculable el valor de este descubrimiento y, en consecuencia, considera que su desaparición es un delito gravísimo.
Hizo otra pausa.
—Este robo no manchará toda mi obra. Repito: no permitiré que la manche. El activo está aquí y no tendréis ninguna posibilidad de llevároslo. Lo encontraremos, reajustaremos el documental y acabaremos haciendo una obra de arte todavía mayor.