Infierno Helado (15 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Infierno Helado
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Marshall le aguantó la mirada. A pesar de la expresión estudiada del director, era obvio que estaba buscando desesperadamente una manera de salvar la situación, fuera cual fuese.

—¿Y Logan? —preguntó Marshall, recordando la conversación de la tarde anterior en la sala de mapas—. Se presentó aquí de repente y nadie sabe qué quiere. Me han dicho que es profesor en Yale, profesor de historia. ¿No le parece raro y muy sospechoso?

—Sí que es raro; en realidad lo es tanto que tengo que descartarle como sospechoso. Es demasiado obvio. Además, ya se lo he dicho: yo no apuesto por un robo, sino por un sabotaje.

Y el doctor Logan no tiene ningún motivo para sabotear mi documental. Así que, ¿dónde está el felino? Seguro que Sully se lo ha dicho. ¿Se puede recuperar?

—A mí Sully no me ha dicho nada. Sigue usted una pista falsa. Debería buscar en su propio equipo.

Conti le miró con atención, mientras su expresión se diluía lentamente en algo muy parecido a la pena.

—Eso es trabajo de Wolff. —Suspiró—. Lo he pensado mucho y puedo hacerlo de dos maneras. Si encontramos el felino, puedo rodar la película que tenía prevista. Con mi habilidad, hasta sacaría ventaja de este retraso; le daría más emoción al asunto y conseguiría más audiencia. Todos ganan. La otra opción sería convertirlo en una novela policíaca.

Señaló la pantalla con el pulgar.

—Siempre he querido hacer una película de cine negro y ahora podría hacerla, con la diferencia de que la historia sería verídica. Una historia colosal, documentada a medida que se desarrolla en tiempo real: el sabotaje, la investigación, el triunfo final de la justicia… Sería una historia inmortal, doctor Marshall.

Imagínese la publicidad para los personajes, positiva o negativa.

Solo me falta el casting. Tengo que encontrar al protagonista… y al malo.

En la pantalla gigante Víctor Mature estaba cruzando una calle muy transitada, con el perfil de la ciudad como telón de fondo.

—Fíjese —dijo Conti—: un hombre cualquiera atrapado en algo que le supera. ¿Le recuerda a alguien?

Marshall no contestó.

Conti volvió a cambiar de postura.

—¿Qué me dice, doctor Marshall? ¿Actuará como Dios manda, se pondrá del lado de la poli y delatará al malo? ¿O hará algo… mucho más tonto?

Cuando Mature salió del encuadre, la cámara enfocó a otro personaje escondido en un callejón oscuro: pálido, delgado, vestido de negro, con corbata blanca y unos ojos extrañamente vacíos. Tommy Udo. Salió de su escondrijo, miró con cuidado a su alrededor y desapareció por la entrada de un edificio.

—Siempre me ha encantado Richard Widmark en este papel —dijo Conti—. Es tan bueno haciendo de psicópata… Sus gestos, su risa nerviosa de hiena… Genial.

El asesino subía con sigilo por una escalera estrecha.

—Esperaba darle a usted el papel de Mature —dijo Conti—, pero ya no estoy tan seguro. Empieza a parecerse un poco más a Widmark.

El asesino había entrado en un apartamento y estaba frente a una anciana en silla de ruedas, aterrorizada.

—Es la madre de Nick Bianco —explicó Conti.

La cámara observaba con desapego monocromático cómo el hombre interrogaba y zarandeaba a la mujer. Ahora Widmark sonreía, con una sonrisa extraña, torcida, mientras cogía los mangos de la silla de ruedas y la sacaba al rellano del apartamento de mala muerte.

—Fíjese —dijo Conti—. Un momento imperecedero del cine.

Widmark (que seguía sonriendo como una calavera burlona con traje negro) colocaba la silla de ruedas al borde de la escalera. Una pausa brevísima.

Después, con un empujón tan brusco como repentino, lanzaba la silla y a su ocupante a un viaje sin retorno hacia la perdición.

Conti paró la imagen de la cara convulsa de Widmark.

—Dentro de seis horas me llamarán de la cadena. Le doy cuatro para decidirse.

Marshall se levantó en silencio.

—Y no lo olvide, doctor Marshall: le daré un papel u otro.

19

Pocos días antes el comedor de oficiales estaba lleno de ruido y de bullicio, con un ambiente irresistible, más propio de una fiesta de estudiantes que de una base remota del ejército. Pero esa mañana su aspecto era el de un depósito de cadáveres. Había grupos formados por dos o tres personas que desayunaban apáticamente, casi sin hablar. Intercambiaban miradas furtivas, de recelo, como si el culpable pudiera ser cualquiera de ellos. Desde la puerta, Marshall pensó que así era: el culpable podía ser cualquiera de los que estaban en el comedor.

Posó la vista en una de las mesas del fondo, donde había un hombre solo leyendo un libro. Era rubio y delgado, con la barba muy bien recortada. Logan, el profesor de historia.

Se sirvió una rebanada de pan integral y una taza de té. Luego, respondiendo a un impulso, se sentó enfrente de Logan.

—Buenos días —dijo.

Logan dejó el libro
(Iluminaciones,
de Walter Benjamín) y miró al otro lado de la mesa.

—Eso está por ver.

—Tiene toda la razón.

Marshall abrió un tarrito individual de mermelada y untó su contenido en el pan.

—Supongo que para ellos es peor que para nosotros.

Logan señaló con la cabeza la mesa de al lado, ocupada por los dos fotógrafos, Fortnum y Toussaint, que estaban sentados muy tiesos, como conmocionados, moviendo unos huevos revueltos por el plato. Gran parte del equipo de rodaje estaba registrando la base y los alrededores en busca del felino desaparecido.

—Exacto. A mí, de momento, no me han robado lo que me da de comer. —Marshall se esmeró en adoptar un tono ligero—. ¿Y a usted?

Logan removió el café.

—No estoy entre los afectados.

—Me alivia oírselo decir. Profesor, ¿verdad? ¿De historia medieval ?

Removió más despacio.

—Así es.

—Es una época que me fascina. De hecho estoy leyendo una historia de la Contrarreforma.

Solo era verdad a medias. Su lectura nocturna era un libro sobre la Contrarreforma, en efecto, pero lo leía con la vana esperanza de que aquel texto, de una aridez inverosímil, le ayudara a conciliar el sueño.

Logan arqueó las cejas. Tenía unos ojos azules que a primera vista parecían casi somnolientos, pero que en realidad eran sutiles y penetrantes.

—Acabo de terminar un capítulo sobre el Concilio de Trento. Es increíble el impacto que tuvo en la liturgia católica.

Logan asintió con la cabeza.

—Y desde que se reunió por cuarta vez, en 1572, ¿verdad?, no ha habido ningún otro concilio tan influyente como aquel.

Logan dejó de remover, bebió un sorbo e hizo una mueca.

—Qué café tan espantoso.

—Debería pasarse al té. Es lo que he hecho yo.

—Tal vez lo haga. —Dejó la taza sobre la mesa—. Concilios de Trento hubo tres, no cuatro.

Marshall no contestó.

—Y el último fue en 1563, no en 1572.

Marshall sacudió la cabeza.

—Está visto que lo entendí mal, debía de estar más cansado de lo que pensaba.

Logan sonrió un poco.

—Tengo la sensación de que lo entendió muy bien.

Se hizo un silencio breve e incómodo. Después Marshall se rió, compungido.

—Tiene razón. Lo siento. La verdad es que he estado muy torpe.

—No se lo reprocho. Me presento de repente, con un trabajo de lo más raro y sin ninguna razón para estar aquí, e inmediatamente se descontrola todo.

—Es cierto, pero de todos modos no tenía ningún derecho a jugar con usted. —Marshall titubeó—. No es una excusa, pero acabo de tener una reunión muy desagradable con Conti.

—¿El director? Ayer por la tarde me dieron un buen repaso él y el pitbull de la cadena, Wolff. Nunca había visto a nadie tan paranoico.

—Sí, y lo peor es que se contagia. Yo acabo de recibir una buena dosis.

La cual aún tenía sus efectos: algunas de las cosas que había dicho Conti sobre Sully, en particular, eran más convincentes de lo que quería reconocer Marshall. Echó un vistazo a su reloj: le quedaban tres horas y media para decidirse.

Dio un mordisco a la tostada.

—Entonces, ¿por qué está aquí, si no le importa que se lo pregunte?

Logan apartó la taza.

—Órdenes del médico. Por el clima y todo eso…

Marshall sacudió la cabeza.

—Me lo merecía.

Se hizo de nuevo el silencio en la mesa, pero esta vez no fue particularmente tenso ni incómodo. Marshall se acabó la tostada. Sus sospechas sobre Logan se estaban disipando, no por ningún motivo lógico, más allá de la casi absoluta certeza de que el profesor era quien decía ser, sino porque aquel hombre tenía algo (cierto grado de franqueza) que hacía difícil sospechar de él.

Logan suspiró.

—Está bien, empecemos otra vez. Jeremy Logan.

Tendió amablemente la mano por encima de la mesa. Marshall se la estrechó.

—Evan Marshall.

Logan se apoyó en el respaldo y habló en voz baja.

—En lo que se refiere a mi investigación, tiendo a no enseñar demasiado mis cartas. Así avanzo más. Pero supongo que no hay ningún motivo para no contárselo. Además, hasta podría ayudarme, siempre que no se lo comente a los demás.

—Trato hecho.

—Creo que, como se dará cuenta usted mismo, es mejor no hablar.

—Alguien me ha dicho que es usted enigmólogo. Nunca había oído esa… disciplina.

—Ni usted ni nadie. Es un título que me puso mi mujer un día, bromeando. —Logan se encogió de hombros—. Me ayuda a recordarla.

—¿Qué tiene que ver con la historia medieval?

—Muy poco, pero ser profesor de historia es bastante útil. Abre puertas, evita preguntas… Al menos la mayoría de las veces. —Vaciló—. Me dedico a resolver misterios. Explico lo que no tiene explicación: cuanto más raro y estrambótico, mejor. A veces lo hago profesionalmente, cobrando, y otras, como ahora, me lo pago yo mismo.

Marshall bebió un poco de té.

—¿No cobraría con más regularidad si diera clases de historia?

—La verdad es que no tengo problemas de dinero; por otra parte, los trabajos por cuenta ajena suelen estar muy bien retribuidos, sobre todo los que no puedo explicar en las revistas profesionales. —Se levantó—. Disculpe un momento, creo que voy a probar el té.

Marshall esperó a que Logan se sirviera una taza y volviera a la mesa. Se movía con gracia y naturalidad, más como un atleta que como un profesor.

—¿Cuánto sabe de la base Fear? —preguntó al volver a sentarse.

—Lo mismo que todos, supongo: que servía para protegernos de un ataque preventivo de la URSS y que quedó fuera de servicio a finales de los cincuenta, cuando desconectaron el sistema SAGE.

—¿Sabía usted que cuando aún funcionaba llegó a haber un equipo de científicos? Pero no duró mucho.

Marshall frunció el entrecejo.

—No.

Logan bebió un poco de té.

—La semana pasada tuve ocasión de consultar un archivo de documentos del gobierno recién desclasificados. Yo estaba investigando otra cosa (de historia medieval, mire usted por dónde); buscaba documentación militar de la Segunda Guerra Mundial, y la encontré, pero también encontré algo más.

Bebió otro sorbo.

—Concretamente encontré un informe de un tal coronel Rose dirigido a una comisión de investigación del ejército. En esa época, Rose era el comandante de la base Fear. Era un informe breve, mejor dicho un resumen. Estaba previsto que en pocas semanas Rose cogiera un avión hacia Washington para dar más detalles en persona.

—Siga.

—El informe estaba mal archivado. Estaba detrás de la carpeta que yo buscaba, y se notaba que llevaba medio siglo en el olvido. Ya le digo que era muy corto, pero comentaba que el equipo científico adscrito a la base Fear había muerto de manera muy brusca a lo largo de dos días de abril de 1958.

—¿Todo el equipo?

Con un gesto de la mano, Logan le pidió que bajara la voz.

—No, no exactamente. El equipo lo componían ocho, y murieron siete.

—¿Y el octavo? —preguntó Marshall con más suavidad.

—El informe de Rose no especifica qué le pasó al octavo, o a la octava.

—¿Qué hacían aquí arriba?

—Desconozco los detalles. Solo sé que Rose dijo que estaban analizando algún tipo de anomalía.

—¿Anomalía?

—Es la palabra que usó. Su consejo era suspender de inmediato la investigación y que no enviaran a un nuevo equipo para reanudarla.

Marshall se quedó pensativo, mirando su taza vacía.

—¿Averiguó algo más? ¿El nombre del científico superviviente, por ejemplo?

—No, nada. No había ningún otro documento sobre equipos científicos en la base Fear, ni oficial ni extraoficial. Lo rastreé a fondo y le aseguro, Evan, que tengo mucha práctica en descubrir información perdida u oculta. Ahora bien, hay un par de cosas que me intrigaron en particular. —Se inclinó un poco más—. En primer lugar, que hubiera dos copias del informe detrás de la carpeta que le he mencionado. Supongo que una era para el archivo y la otra para el Pentágono. En segundo lugar, el tono del informe del coronel Rose.

Aunque solo fuera un memorándum oficial, extremadamente serio, se percibía la histeria.

Cuando hacía la recomendación urgente de que no enviasen más científicos, lo decía muy en serio: urgente.

—Entiendo. ¿Y el informe detallado que presentó más tarde en Washington? De alguna manera estará documentado…

—No llegó a hacer ningún informe. Murió diez días después en un accidente de avión, de camino a Fort Richardson.

—Y la segunda copia del informe… —Marshall dejó la frase a medias—. Así que el asunto se olvidó.

—Los científicos se llevaron a la tumba el secreto. Igual que el coronel Rose.

—Pero ¿está seguro de que no se enteró nadie más?

—Si se enteró alguien, no abrió la boca, y ahora ya hace tiempo que está muerto. ¿Acaso cree que de otro modo el ejército les dejaría usar la base Fear a usted y a su equipo?

Marshall sacudió la cabeza.

—No se me había ocurrido.

Logan esbozó una sonrisa.

—Y bien, ¿se da cuenta ahora de qué quería decir con que es mejor no hablar?

Al principio Marshall no contestó. Después miró a Logan.

—Pero entonces, Jeremy, ¿usted a qué ha venido exactamente?

—A hacer lo que mejor se me da: resolver el misterio. Averiguar qué les pasó a los científicos. —Apuró la taza—. Tenía razón; el té no está mal. ¿Quiere otra taza?

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