Marshall sintió una punzada de sorpresa. ¿Sería posible?
Un breve silencio se adueñó del grupo.
—Siga —dijo finalmente Sully.
—Estaba encerrado en el hielo, dentro de una pequeña brecha en la base del ala —prosiguió Usuguk.
—Puede que lo congelase el mismo fenómeno —murmuró Faraday.
—Mi tío estaba muy agitado. Vino a verme, y yo fui a ver al coronel Rose.
—El comandante de la base —dijo Logan.
Usuguk asintió con la cabeza.
—No tema que saberlo nadie más. Mi tío me pidió que le dijese al coronel que el ejército tenía que irse cuanto antes. Estaban en tierras prohibidas y el
kurrshuq
era su guardián. —Hizo una pausa—. Pero no se fueron; al contrario, el coronel selló la brecha y les mandó llamar.
—¿Les? —repitió Marshall.
—A los científicos especiales. Los científicos secretos. Llegaron antes de la luna nueva: dos aviones de carga, con las bodegas llenas de extraños instrumentos. Los llevaron todos al ala norte, cuando estaba oscuro.
—Así que destinaron el ala norte a otra función —dijo Logan—. Dejaron de lado el objetivo original mientras examinaban el nuevo descubrimiento.
—Sí.
—¿Y su tío? —siguió preguntando Logan—. ¿Y los demás tunit?
—Se fueron inmediatamente.
—En cambio usted se quedó.
Usuguk inclinó la cabeza.
—Sí, para eterna vergüenza mía. Ya le he dicho que no me importaban las costumbres de mi tribu. Además, los científicos necesitaban un ayudante, alguien que entendiera el funcionamiento de la base; alguien que pudiera hacer de… protección.
Me eligieron a mí porque ya estaba al corriente del
kurrshuq.
Fueron amables conmigo y me dejaron participar en su trabajo.
Me llamaban «el pequeño científico». A uno de ellos, el
kidlatet
que se llamaba Williamson, le interesaba… —Se quedó callado, como si buscara la palabra—. La sociología. Yo le conté algunas de las leyendas de mi gente, nuestra historia y creencias.
—¿Y el… animal? —preguntó Marshall.
—Lo sacaron del hielo, recortándolo con mucho cuidado, y se lo llevaron de la brecha al ala norte. Los científicos tenían que estudiarlo, medirlo y derretirlo.
Pero se derritió él solo en poco tiempo.
—¿Se derritió él solo? —repitió Sully.
—Por supuesto.
Usuguk se encogió de hombros, como si le desconcertase el tono incrédulo de Sully. Marshall y Faraday se miraron.
—¿Estaba vivo? —preguntó Marshall.
—Sí.
—¿Y era hostil?
—No, al principio no. El
kurrshuq
es un demonio muy astuto. Juega con la gente como los cachorros de zorra con los pequeños topos. A los científicos les intrigaba. Cuando se recuperaron del miedo, les intrigó.
—¿Del miedo? —preguntó Marshall.
—Da pavor ver al
kurrshuq.
Logan sacó un cuaderno con tapas de piel.
—¿Podría describirlo?
—No.
Otro silencio breve.
—Cuéntenos qué les pasó… —dijo Marshall—, a los científicos.
—Ya les he dicho que fingió complacernos. Se mostró amigable. Los científicos siguieron con sus observaciones y sus pruebas. Analizaron su fuerza y su velocidad. Cada vez estaban más entusiasmados, sobre todo con su capacidad de defenderse.
Hablaban de hacerle pruebas de inteligencia y de encontrar maneras de…
¿Cómo lo decían? Darle un uso armamentístico. Pero el tercer día decidió cumplir la voluntad de los dioses malignos.
Se cansó de jugar con nosotros. Uno de los científicos, el
kidlatet
que se llamaba Blayne, estaba haciendo pruebas sobre su… instinto de caza.
No quisieron decirme qué querían que cazase.
Blayne tenía una grabadora con sonidos de animales en peligro: marmotas, liebres americanas… Cuando puso la cinta en marcha, el
kurrshuq
se enfadó y le hizo pedazos. Al oír los gritos de Blayne, fuimos corriendo; al llegar, encontramos su cadáver desperdigado por todo el laboratorio de audio.
El
kurrshuq
dormía en el suelo, con la cabeza de Blayne entre las zarpas delanteras.
Se había comido su alma.
Marshall echó un vistazo a Logan. El historiador había abierto el cuaderno de piel y escribía como un poseso.
—Los científicos se fueron sin tocar el cadáver y volvieron a sus habitaciones para hablar. Algunos decían que había que matar enseguida al animal; otros opinaban que no, que era un descubrimiento demasiado valioso. Decían que tal vez la muerte de Blayne había sido un accidente, que el animal estaba desorientado y que había actuado en defensa propia. Finalmente acordaron seguir con el estudio.
—Wiiliamson, el que estaba interesado por la sociología…
—dijo Logan, levantando la vista del cuaderno—. ¿Lo comentó con usted?
Usuguk asintió con la cabeza.
—Me hizo muchas preguntas. Qué sabía mi gente del
kurrshuq,
por qué estaba allí, qué quería…
—¿Y usted qué le contestó?
—Le conté la verdad: que era el guardián de la montaña prohibida. Que no se podía matar al Devorador de Almas.
—¿Cómo reaccionó?
—Estuvo mucho rato escribiendo en su librito.
Logan hurgó en un bolsillo, sacó el diario descolorido y se lo dio a Usuguk. El tunit lo abrió con cuidado, giró las páginas amarillentas y se lo devolvió, asintiendo con la cabeza.
—«¿Los tunit tienen la respuesta?» —citó Logan—. Quizá fuera una pregunta, no una afirmación.
—¿Qué pasó luego? —preguntó Sully.
—Al día siguiente, cuando volvimos a entrar, yo iba armado.
El
kurrshuq
se comportaba… de otra manera. No respondía y su actitud era hostil. Cuando los científicos lo presionaron, él atacó.
—¿Les mató a todos? —inquirió Sully.
—No. No de golpe.
—Entonces, ¿cómo?
El tunit había ido bajando la vista mientras hablaba. De pronto, la levantó y fue mirándolos a todos, uno por uno, con la angustia del recuerdo en los ojos.
—No me lo pregunten —dijo, con voz temblorosa—. No quiero recordarlo.
Se hizo el silencio en la sala. Usuguk volvió a fijar lentamente la vista en un punto lejano. Su cara se relajó y volvió a mostrar resignación.
—¿Le dispararon? —preguntó Marshall, con toda la delicadeza que pudo.
Usuguk asintió sin mirarle.
—¿Y qué pasó?
—Las balas le molestaban.
El siguiente en hablar fue Logan.
—¿Usted cómo escapó?
—Nos… perseguía. Los que aún estábamos vivos intentamos huir al ala norte, pero nos cortaba el camino una y otra vez.
Al final solo quedábamos Williamson y yo. Nos habíamos escondido en la sala de cuadros eléctricos, no muy lejos de la compuerta de salida del ala norte. —
Su manera de hablar se hizo más lenta, entrecortada—. Salió de las sombras…
Williamson gritó…
el
kurrshuq
se le echó encima… Williamson tropezó y cayó de espaldas sobre un empalme eléctrico… salió mucha luz y mucho humo… yo me fui del ala norte, corriendo con todas mis fuerzas.
Durante una larga pausa, nadie dijo nada.
—El coronel Rose pidió un equipo especial —siguió explicando Usuguk—. Al volver al ala norte, nos encontramos con que el
kurrshuq
aún estaba encima del cadáver de Wiiliamson.
Ya no se movía.
—Muerto —musitó Sully.
Usuguk sacudió la cabeza.
—Decidió irse. Dejar su ser corporal.
—¿Qué hicieron con el cuerpo? —preguntó Marshall.
—El cuerpo desapareció.
—¿Qué? —preguntó Sully.
—Más tarde volvieron con una bolsa y ya no estaba. —El tunit les miró uno por uno—. Tal como les he dicho. Decidió volver a su forma espiritual.
Sully sacudió la cabeza.
—Probablemente se arrastró para morir en otro sitio. Ellos tenían prisa por cerrarlo todo y encubrir el incidente. Apuesto a que no lo buscaron demasiado.
Marshall miró al chamán.
—¿Y usted? ¿Qué hizo?
—Dejar.el ejército. Reuní a unos cuantos de mi aldea dispuestos a escucharme y formé una nueva comunidad en el hielo.
Intentábamos seguir las antiguas costumbres de mi pueblo, vivir como habían vivido durante miles de años antes de que llegasen los
kidlatet.
Dejé atrás las cosas del mundo físico.
Sully no le escuchaba.
—¿No os dais cuenta? —preguntó—. Es vulnerable a la electricidad. Es su talón de Aquiles. Tenemos que informar a González.
El tunit levantó rápidamente la cabeza.
—¿No han escuchado nada de lo que les he dicho? No es un animal.
Pertenece al mundo de los espíritus. No se puede matar.
Es la razón por la que he vuelto a contarles todo esto. La primera vez no me escucharon. Ahora tienen que escucharme, porque digo la verdad. Soy el único que sobrevivió.
Sully no contestó. Cruzó la sala y cogió la radio que le había dado González.
—También he vuelto por otra razón —dijo Usuguk, volviéndose hacia Marshall—. El animal que han encontrado… ¿Verdad que ha dicho que era más grande que un oso polar?
Marshall asintió con la cabeza.
—Exacto.
—El ser que recortaron los científicos del hielo hace cincuenta años tenía el tamaño de un zorro ártico.
Todos se quedaron mudos de sorpresa. Durante un buen rato, nadie se movió.
Finalmente, Sully levantó la radio y pulsó el botón de transmisión.
—Doctor Sully al sargento González. ¿Me oye?
La radio emitió un zumbido de estática.
Sully lo intentó otra vez.
—Sully al sargento González. ¿Me oye? Cambio.
Más estática.
Mientras Sully hacía la tercera tentativa, Usuguk se levantó de la silla y se acercó a donde se encontraban Marshall y Faraday.
—Después de que llegaran, cuando llovió sangre del cielo, tuve miedo de que hubieran despertado a otro —dijo—. Por eso les dije que se fueran. Soy chamán. Tengo un pie en el mundo físico y el otro en el mundo espiritual.
Háganme caso: entiendo de estas cosas.
—Otro —repitió Marshall, a quien todavía le costaba asimilar todo aquello.
—No sé si debería sorprendernos —dijo Faraday—. La teoría de juegos dice que el resultado menos óptimo es el que tiene más probabilidades de suceder.
—Del tamaño de un zorro —dijo Marshall—. Y mató a siete personas.
Usuguk asintió con la cabeza.
—¿Me cree ahora? Este
kurrshuq
es un espíritu aún más poderoso. No se irá, como el último. No pueden matarlo. No pueden vencerlo. Solo pueden irse.
Todavía hay alguna posibilidad de que él se lo permita.
—Pero no podemos marcharnos —objetó Marshall—. Somos demasiados para el SnoCat. La tormenta nos tiene atrapados.
El tunit le miró con los ojos brillantes.
—Pues entonces, lo siento mucho por ustedes.
—¿Es normal que se mueva tanto? —preguntó Barbour, apretando los dientes—. El camión, digo.
—No. Normalmente, en invierno, cubren con una capa de hielo las partes de tierra firme, pero nosotros estamos siguiendo nuestra propia ruta. Cójase al mango de… «¡mierda!».
—¿Al qué?
—A la barra estabilizadora de encima de su puerta.
Barbour levantó una mano y se aferró a la barra metálica horizontal. Después miró a Carradine. La cabina del tráiler era tan ancha que no alcanzaría a tocarle. Parecía que moviese las manos sin parar: por el volante, hacia el cambio de marchas, a uno de los innumerables botones del salpicadero. Ella, que nunca había viajado en un camión articulado, estaba pasmada de ir tan alta sobre el suelo y de que todo se zarandease tanto.
—No podemos pasar de los cincuenta por hora—dijo el camionero, con un moflete hinchado por el omnipresente chicle—. Se podría soltar el acople. Cuando lleguemos al lago tendremos que ir aún más despacio, aunque al menos no habrá tantos baches.
Se rió. Fue una risa socarrona que a Barbour no le gustó nada.
—¿Qué lago?
—Para ir a Arctic Village tenemos que cruzar un lago. El lago Lost Hope. Es demasiado grande para rodearlo. De todos modos, no creo que tengamos problemas porque ha hecho frío y buen tiempo.
—Está bromeando, ¿no?
—¿Por qué se cree que nos llamamos camioneros sobre hielo? En el ochenta por ciento de las carreteras de invierno normales se circula sobre hielo. Los traslados por tierra firme solo representan el veinte por ciento del trayecto.
Barbour no contestó. «El lago Lost Hope —pensó—. Esperemos que no haga honor a su nombre»
. [2]
—Tenemos suerte de que haga este viento —añadió Carradine—. Impide que se acumule la nieve y me ayuda a encontrar el camino más llano por el permafrost. Tenemos que ir con mucho cuidado. No podemos arriesgarnos a un pinchazo, con tanta gente detrás y sin calefacción.
Barbour echó un vistazo al retrovisor. El reflejo de las luces de posición le permitía discernir, no sin dificultades, la silueta plateada de la caravana.
«Treinta y cinco personas dentro.» Se los imaginó sentados, probablemente hablando poco, sin iluminación aparte de un par de linternas. A esas alturas ya debía de estar disminuyendo el calor.
Carradine le había enseñado a usar la radio CB para comunicarse con Fortnum. Barbour sacó el auricular de su soporte, comprobó que estuviera sintonizada la frecuencia correcta y accionó el interruptor.
—¿Me oye, Fortnum?
Un breve chisporroteo.
—Sí.
—¿Qué tal por ahí detrás?
—De momento, bien.
—¿Empieza a hacer frío?
—Aún no.
—Les mantendré informados a medida que vayamos hacia el sur. Si necesitan algo, díganmelo.
—De acuerdo.
Como desconocía el protocolo radiofónico, se limitó a poner de nuevo el auricular sobre el transmisor. La última parte de la conversación había sido solo para darles moral; naturalmente, ella no podía ayudarles en nada. Miró a Carradine.
—¿Cuánto falta?
—¿Para Arctic Village? Desde la base hasta el puesto más al norte hay trescientos cuarenta kilómetros. Es a donde vamos.
Trescientos cuarenta kilómetros. Ya llevaban casi una hora en la carretera.
Barbour hizo un pequeño cálculo mental. Aún les quedaban seis horas por delante.
Al otro lado del ancho parabrisas, la tormenta era una confusión de copos blancos contra una pantalla negra. El viento levantaba torbellinos de nieve del suelo, dejando a la vista el paisaje lunar, gris y sin accidentes, del permafrost.