Infierno Helado (27 page)

Read Infierno Helado Online

Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Infierno Helado
5.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Echó un vistazo por el retrovisor. Usuguk estaba al fondo de la cabina, con las piernas cruzadas y la bolsa de medicinas en el regazo. Había dejado su maltrecha carabina, así que iba desarmado. Con la capucha hacia atrás y su rostro curtido a la vista, parecía aún más pequeño envuelto en la parka. Pese a los repetidos intentos de Marshall por entablar conversación, el tunit casi no había dicho nada en todo el viaje al sur; se limitaba a balancearse suavemente (con un movimiento que no tenía nada que ver con el vaivén del SnoCat), y a entonar de vez en cuando un cántico en voz baja.

Lo intentó otra vez.

—En la aldea me ha dicho que han pasado sus días de cazador. ¿Era muy bueno?

Usuguk salió de su mutismo.

—Sí. Era un gran cazador. Pero eso fue hace años, cuando aún era un hombre pequeño.

«¿Un hombre pequeño?»

—Hay algo que no entiendo. ¿Por qué viven tan lejos del mar? Con este clima no se puede cultivar nada. El único alimento que se puede conseguir es algún que otro oso polar. Lo ha dicho usted mismo: cerca de la costa tendrían una vida muchísimo más fácil.

Una vez más, Usuguk tardó un poco en contestar.

—A mí no me interesa una vida más fácil.

—¿Quiere decir que si no vuelven los demás se quedará usted solo en el páramo?

Un largo silencio.

—Es mi
roktalyik.

Marshall volvió a mirar por el retrovisor. Usuguk sabía algo, estaba claro, pero ¿tendría alguna utilidad? ¿O solo sería una mezcla de mitos y rituales, interesante pero inservible? Solo cabía esperar que no.

Siguieron en silencio hacia el sur, mientras Marshall vigilaba el GPS con un ojo y los remolinos de nieve con el otro. Ya estaban más cerca del monte Fear.

Redujo la velocidad e intentó divisar los tubos de lava o brechas de magma que pudieran abrirse en su camino, traicioneros, al amparo del manto de nieve. Al cabo de diez minutos parpadeó en la oscuridad un punto minúsculo de luz, a la izquierda. Luego dos. Luego media docena. Marshall corrigió el rumbo y poco después apareció la cerca, como un esqueleto a la luz de los faros. En vez de hacia el aparcamiento, cruzó la verja y se metió entre los anejos, dirigiendo el Cat hacia la entrada central. Cuál no fue su sorpresa al ver que ya no estaban ni el tráiler de Carradine ni la caravana de Davis. En su lugar había un gran espacio vacío, justo al lado de la cerca, que el viento había barrido de huellas y marcas de neumáticos.

Marshall aparcó lo más cerca que pudo de la doble puerta, apagó el motor e hizo una señal con la cabeza a Usuguk. El tunit se acercó. Salieron juntos del vehículo, inclinando la cabeza contra el gélido turbión. Marshall abrió la puerta y entró. Usuguk le siguió tras un instante.

La sala de aclimatación parecía una zona de guerra: una docena de taquillas abiertas, ropa de abrigo y cajas de raciones tiradas por el suelo… En un rincón había una nutrida reserva de armas y munición. Marshall se acercó y, con enorme reticencia, cogió un M16 y un par de cargadores de treinta balas.

Embutió los cargadores en los bolsillos de la parka y se colgó la semiautomática en el hombro.

Al otro lado, el patio estaba oscuro y vacío. Marshall se paró un momento a escuchar. En la base reinaba un silencio casi sobrenatural; no se distinguía ningún eco sordo de pisadas ni el rumor lejano de conversaciones.

Adelantándose, fue hacia la escalera central para bajar a la zona habitada del Nivel B. Usuguk le seguía a cierta distancia, sin mirar a los lados. El tunit no parecía interesado por lo que le rodeaba. Incluso, parecía que quisiera fijarse lo menos posible. Su expresión era distante, casi dolorida, como si estuviera debatiéndose por dentro.

El Nivel B parecía igual de vacío. La perplejidad de Marshall fue en aumento mientras iba dejando atrás habitaciones que en los últimos días habían sido un hervidero de actividad (el Centro de Operaciones, los despachos y los dormitorios). ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban todos? ¿Se habían retirado a las profundidades de la base, buscando refugio o como último reducto ?

Estaba seguro de que encontraría ocupado al menos un sitio: el laboratorio de ciencias naturales. Al acercarse, vio confirmada su intuición. Se oía un rumor de voces procedente del interior. Cuando abrió la puerta, se encontró no solo a Faraday, sino a Sully y a Logan. Los tres dieron un respingo al verle entrar.

Logan se levantó de inmediato y miró a Usuguk con curiosidad. Sully, que estaba sentado a su lado, a una mesa, se limitó a saludar con la cabeza, tamborileando nerviosamente con los dedos. Uno de los fusiles de alta potencia que habían usado para protegerse de los osos polares estaba apoyado cerca de él. La mirada de Faraday fue de Marshall a Usuguk, e hizo el recorrido inverso.

—Lo ha conseguido —dijo Logan—. Así me gusta.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Marshall.

—Se han ido —contestó Logan—. En la caravana.

—Esa criatura ha atacado a Ashleigh Davis y a uno de los soldados —dijo Sully—. Les ha matado a los dos.

Marshall tuvo un escalofrío.

—Dios mío… Ya lleva tres muertos.

—González ha salido a cazarla con sus chicos —añadió Sully.

Logan hizo un gesto con la mano, refiriéndose a Sully y Faraday.

—Les he explicado lo del diario y la razón de su viaje a la aldea.

—¿Y el diario? —preguntó Marshall.

—He descifrado algunos fragmentos más. Nada útil.

Marshall se volvió hacia el chamán.

—Sabemos que aquí hubo un equipo científico hace cincuenta años. Eran ocho. Murieron siete de golpe, parece que en circunstancias violentas. Ya le he dicho lo que escribió uno de ellos: «Los tunit tienen la respuesta». Lo que no sabemos es a qué. ¿Usted puede ayudarnos?

Usuguk pareció experimentar un cambio al oír a Marshall.

Se le borró de la cara la expresión dolorida, dejando paso a algo que Marshall pensó que podía ser resignación. Se quedó callado durante un rato. Después asintió lentamente.

—¿Sí puede? —preguntó Logan, ansioso—. Entonces, ¿sabe qué pasó?

—Sí. —Usuguk volvió a asentir con la cabeza—. Yo soy el que se salvó.

40

Justo después de que le destinaran a la base Fear en 1978, como soldado raso bisoño, González había participado en algún que otro ejercicio de infiltración. Les habían dicho (a los seis que había entonces) que se imaginasen que había penetrado en la base una unidad de sabotaje rusa y que su misión consistía en enfrentarse con ella. Naturalmente, dado que la base ya en aquel entonces llevaba casi veinte años cerrada, era un simple juego de guerra, pero se consideraba un buen ejercicio de formación, sobre todo para los que salían del cuerpo de ingenieros e ingresaban en el ejército regular. Era algo que no se olvidaba: González todavía guardaba un recuerdo muy nítido de las órdenes en voz baja, las armas a punto y las puertas abiertas a patadas.

La situación en ese momento se parecía mucho a aquello.

Después de que se fuera el tráiler con la caravana, el equipo había preparado las armas y, tras unas breves instrucciones y unas palabras de advertencia de González para que se anduvieran con cuidado, se había desplegado por el ala sur. Iban por los pasillos en un silencio casi total; González daba las indicaciones con un gesto o con una sola palabra. Ya habían dejado atrás la enfermería y se acercaban al lugar donde habían sido atacados Fluke y Davis.

Era la segunda vez en una hora que González realizaba aquel trayecto. La última vez había llegado tarde por segundos. Fluke estaba muerto, literalmente despedazado, pero Davis había aguantado un poco. No había sido una visión muy agradable. En ese momento los dos cadáveres ocupaban la consulta de la enfermería, envueltos en láminas de plástico, en el lugar donde estaba Peters, que seguía desaparecido.

—Bien —dijo—, nos apostaremos en la entrada del cuarto de transformadores.

Phillips, haz un reconocimiento rápido.

Phillips, que iba el primero, levantó el pulgar. González se volvió hacia Marcelin, que asintió con la cabeza en señal de que lo había entendido.

En su fuero interno, González estaba aliviado de lo bien que aguantaba el tipo Marcelin. Era el único que había entrevisto al animal y este lo había dejado amedrentado; pero, o bien se había recuperado o bien disimulaba. Las rotaciones que se realizaban en ese rincón del mundo no solía reunir a lo mejor del ejército, pero González estaba contento con su actual equipo. De acuerdo, eran ingenieros sin experiencia de combate, pero no eran quejicas ni iban de estrellas. Habían entendido que en la base Fear todos los días serían parecidos.

Hasta entonces, claro.

González miró a Creel por encima del hombro de Marcelin.

El fornido capataz sonreía como un tonto, con dos pistolas metidas en la cintura y jugando a ser Rambo con la carabina con lanzagranadas M4. Creel era una incógnita. González no acababa de creerse que hubiera estado en el Tercero de Caballería, pero al menos sabía usar un arma; además, aunque tres ametralladoras parecieran muchas, el sargento González era un hombre precavido. Otro dedo en un gatillo parecía una buena precaución.

Se había planteado suspender la operación y aguardar órdenes, pero la llegada de una respuesta a través de la cadena de mando podía tardar horas y él no estaba de humor para esperar.

Además, no le apetecía demasiado explicar exactamente qué buscaban. Ya se habían producido tres muertes con él al mando, pero, dado que estaba tan lejos de las autoridades, gozaba de bastante discrecionalidad. El cadáver lleno de balas se explicaría por sí mismo.

Habían llegado al cuarto de transformadores. Aunque el pasillo estaba mal iluminado, González vio que la puerta estaba abierta, colgando de las bisagras retorcidas.

—Acuérdate —dijo a Phillips—. Despacio y sin hacer ruido.

—Sí, señor.

El soldado bajó el MI6 y, con el arma a punto, se acercó al marco de la puerta y lo rodeó. Diez segundos después les dio luz verde.

González hizo señas a los demás para que entrasen y después les siguió. La sala estaba tal como la habían dejado: infinidad de manchas de sangre esparcidas que dibujaban arcos y chorros extravagantes por el suelo y al pie de los transformadores reductores. Habían conseguido cerrar el panel de acceso al túnel de mantenimiento, pero seguía haciendo un frío incómodo.

Observó a Marcelin. El cabo ponía todo su empeño en no mirar las manchas de sangre. Parecía un poco mareado.

—Cabo… —llamó González, haciéndose oír por encima del zumbido de los transformadores.

La mirada de Marcelin saltó hacia él.

—Señor…

—¿Te encuentras bien?

—Sí, señor.

González asintió con la cabeza y volvió a enfocar la vista en los ríos y afluentes de sangre. Decenas de sangrientas huellas de pies dibujaban líneas desesperadas, testimonio de la actividad frenética que había tenido lugar allí poco tiempo atrás. Algunas iban hacia el pasillo y volvían por donde habían llegado ellos, de la enfermería; pero había otra serie de huellas (si podían llamarse así) que partían en la otra dirección, hacia las profundidades de la base. González sacó la linterna de su cinturón, la encendió y examinó las huellas. Eran rosetones enormes y distorsionados; de la parte delantera de cada rosetón surgían ganchos curvos, largos y de aspecto cruel.

Se los quedó mirando un buen rato.

González se consideraba una persona sencilla, con pocas necesidades y menos pretensiones. Nunca le había interesado demasiado la compañía de otros, y no conocía mayor orgullo que el de hacer bien su trabajo. Por eso nunca había intentado ascender ni había puesto mucho interés en pasar del grado de sargento. Tenía la sensación de que ser sargento era lo que más cuadraba con él: lo suficientemente arriba para imponer su modesta visión del orden, pero no tanto como para atraer responsabilidades no deseadas.

También por eso era el único militar que se había quedado más de dieciocho meses en la base Fear. En realidad, casi llevaba allí treinta años. Nunca se le olvidaría la cara del mayor de Fort McNair el día en el que, de regreso de un permiso después de su primera estancia en la base Fear, le había pedido repetir destino. Ya hacía años que podría haberse retirado, pero no se veía haciendo otra tarea que no fuera asegurar el buen estado de aquella instalación, paralizada y olvidada. No tenía familia, ni pertenencias aparte de una Biblia y el montón de novelas policíacas que leía y releía por las tardes, siguiendo el orden alfabético del título. Había pasado tanto tiempo a solas con sus pensamientos, que se habían convertido en su compañía preferida. Era una vida sencilla, pero ordenada, racional y previsible, como le gustaba a él.

Por eso la mancha ensangrentada que estaba iluminando la luz de la linterna le provocaba una inquietud tan desagradable.

Creel interrumpió sus pensamientos metiendo una granada en el lanzador que había debajo del cañón de su M4.

—¿Sabe que mi tío una vez ganó un safari en África? —dijo—. En serio, le tocó el primer premio en un sorteo, y volvió con un búfalo. ¡El buen hombre se pasó años presumiendo!

«Pues de esta caza nunca podrás presumir», pensó González.

Echó un vistazo a sus hombres. Phillips paseaba la luz de la linterna por el suelo y las paredes, haciendo aparecer y desaparecer salpicaduras de sangre.

Marcelin estaba en el umbral, mirando el pasillo y con la cabeza ladeada como si escuchara.

—¿Preparados? —preguntó González en voz baja.

—¡Diablos, claro! —dijo Creel—. Vamos a cargárnoslo.

Se reagruparon justo al otro lado de la puerta y después salieron al pasillo.

Phillips volvió a situarse en cabeza, compensando la poca luz del corredor con lentos barridos de linterna que seguían las huellas de sangre, inquietantemente grandes. También allá fuera se veía alguna que otra gota de sangre, aunque no tenían ninguna relación con las huellas. ¿Estaría herido el animal?

—Diantre —oyó decir a Phillips—. ¿Qué tipo de huellas son estas?

El corredor se acababa en un cruce. A la izquierda había varios despachos vacíos y en desuso; a la derecha, el pasillo conducía al sector técnico de radares. Se pararon, mientras Phillips enfocaba con cuidado la linterna. Las huellas eran cada vez más borrosas y las gotas de sangre menos frecuentes, pero llevaban claramente hacia la derecha.

A González se le cayó el alma a los pies. El sector técnico de radares era un laberinto de pequeñas galerías y trasteros llenos de material. Si aquella cosa estaba allí dentro, sería muy complicado hacerla salir.

Other books

The Destroyer Book 2 by Michael-Scott Earle
Forget Me Never by Gina Blaxill
Dawn of Ash by Rebecca Ethington
Holy Scoundrel by Annette Blair
The Fairest Beauty by Melanie Dickerson
Black Jack by Rani Manicka