Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva (6 page)

BOOK: Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva
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El familiar edificio en forma de H de las oficinas de la Guía del Autoestopista Galáctico se elevaba en las afueras de la ciudad, y Ford Prefect se había introducido en él con su método habitual. Siempre entraba por el sistema de ventilación en vez de por la puerta principal, porque en el vestíbulo patrullaban robots encargados de interrogar a los empleados que pasaban a presentar su cuenta de gastos. Las facturas de gastos de Ford Prefect eran asuntos notoriamente complejos y difíciles, y en general había comprobado que los robots del vestíbulo no estaban bien dotados para comprender los argumentos que él deseaba exponer en relación con el tema. consiguiente, prefería entrar por otro lado.

Lo que suponía disparar todas las alarmas del edificio menos la del departamento de contabilidad, y eso le venía perfectamente a Ford.

Se acurrucó tras el armario, chupó la ventosa de la flecha de juguete y la aplicó a la cuerda del arco.

Al cabo de unos treinta segundos apareció por el pasillo un robot de seguridad del tamaño de una sandía pequeña, volando más o menos a la altura de la cadera de una persona y dirigiendo los sensores a izquierda y derecha para detectar cualquier anormalidad.

Con impecable precisión, Ford lanzó la flecha de juguete al paso del robot. El dardo cruzó el pasillo y se pegó, tembloroso, en la pared de enfrente. El robot, captándolo inmediatamente con los sensores, dio un giro de noventa grados para seguir su trayectoria y ver de qué demonios se trataba y adónde se dirigía.

Mientras el robot miraba en dirección contraria, Ford dispuso de un precioso segundo. Le lanzó la toalla y lo alcanzó en pleno vuelo.

Debido a las diversas protuberancias sensoriales con que iba festoneado, el robot no podía maniobrar bajo la toalla y se sacudía de un lado para otro, incapaz de volverse y enfrentarse a su captor.

Ford lo atrajo rápidamente hacia sí y lo inmovilizó contra el suelo. Empezó a gimotear con voz lastimera. Con un movimiento rápido y preciso, Ford metió la mano bajo la toalla con la llave del tres y destapó el pequeño panel de plástico que daba acceso a sus circuitos lógicos.

La lógica es algo maravilloso, aunque, tal como han puesto de manifiesto los procesos evolutivos, tiene ciertos inconvenientes.

Cualquier cosa que piense con lógica puede ser engañada por otra que piense con la misma lógica. La forma más fácil de engañar a un robot enteramente lógico consiste en suministrarle la misma secuencia de estímulos una y otra vez hasta dejarlo encerrado en un círculo vicioso. Eso lo demostraron los famosos experimentos de las islas Sandwich de Arenque, que se llevaron a cabo hace milenios en el INDELPSOM (Instituto para el Descubrimiento Lento y Penoso de lo Sorprendentemente Obvio de Maximégalon).

Programaron a un robot para que le gustaran los emparedados de arenque. En realidad, esa parte fue la más difícil de todo el experimento. Una vez que el robot fue programado para que le gustaran los emparedados de arenque, le pusieron delante un emparedado de arenque. Ante lo cual el robot dijo para sus adentros: «¡Ah! ¡Un emparedado de arenque! Me gustan los emparedados de arenque.»

Entonces se inclinaba, cogía el emparedado de arenque con su cuchara para comer emparedados de arenque y se incorporaba de nuevo. Lamentablemente, el robot estaba ajustado de tal modo que la acción de erguirse hacía que el emparedado de arenque se le escurriera de la cuchara de emparedado de arenque y cayera al suelo delante de él. Ante lo cual, el robot decía para sí: «¡Ah! Un emparedado de arenque...», etc., y repetía la misma operación una y otra vez. Lo único que impedía al emparedado de arenque aburrirse de todo el puñetero asunto y largarse a rastras en busca de otra forma de pasar el tiempo, era el hecho de que, al tratarse simplemente de un trozo de pescado metido entre dos rebanadas de pan, estaba algo menos alerta que el robot a lo que sucedía a su alrededor.

Los científicos del Instituto descubrieron así la fuerza impulsora de todo cambio, desarrollo e innovación en la vida, que era la siguiente: emparedados de arenque. Publicaron un informe al respecto, que fue muy criticado por su extrema estupidez. Repasaron los cálculos y se dieron cuenta de que lo que en realidad habían descubierto era el «aburrimiento» o, mejor dicho, la función práctica del aburrimiento. En una excitación febril continuaron descubriendo otras emociones, como «irritabilidad», «depresión», «desgana», «repulsión», etc. El siguiente descubrimiento importante se produjo cuando dejaron de utilizar emparedados de arenque, después de lo cual se encontraron de pronto ante una verdadera avalancha de nuevas emociones que podían estudiar, como «alivio», «alegría», «vivacidad», «apetito», «satisfacción» y, la más importante, el deseo de «felicidad».

Ése fue el mayor descubrimiento de todos.

Ya podían sustituirse con la mayor facilidad bloques enteros de complejos códigos informáticos reguladores del comportamiento de los robots en todas las situaciones posibles. Lo único que necesitaban los robots era la capacidad de aburrirse o ser felices, aparte de algunas condiciones que debían cumplirse para suscitar tales estados. Luego solucionarían el resto por sí solos.

El que Ford tenía inmovilizado bajo la toalla no era, de momento, un robot feliz. Era feliz en movimiento, cuando podía ver otras cosas. Y lo era especialmente cuando las veía moverse, en particular si esas otras cosas se desplazaban haciendo cosas que no debían, porque entonces, con enorme placer, él las comunicaba.

Ford arreglaría eso en un momento.

Se agachó sobre el robot y lo sujetó entre las rodillas. La toalla seguía cubriendo todos sus mecanismos sensores, pero Ford ya le había destapado los circuitos lógicos. El robot empezó a girar inquieto y excitado, pero sólo lograba agitarse, en realidad era incapaz de moverse. Utilizando la llave inglesa Ford sacó un pequeño chip de su alvéolo. En cuanto estuvo fuera, el robot se inmovilizó por completo y cayó en coma.

El chip que había sacado Ford era el que contenía las órdenes para el cumplimiento de todas las instrucciones que harían sentirse feliz al robot. El robot sería feliz cuando una insignificante descarga eléctrica lanzada desde un punto justo a la izquierda del chip llegara a otro punto justo a la derecha del chip. El chip determinaba si la descarga llegaba o no a su destino.

Ford quitó un trocito de alambre prendido en la toalla. Introdujo un extremo en el agujero superior izquierdo del alvéolo del chip, y el otro en el izquierdo.

Eso era todo lo que se necesitaba. Ahora, el robot sería feliz pasara lo que pasase.

Ford se incorporó rápidamente y retiró la toalla de un tirón. El robot se elevó extasiado en el aire, describiendo una especie de sinuosa trayectoria.

Se volvió y vio a Ford.

—¡Míster Prefect! ¡Cuánto me alegro de verlo!

—Yo también me alegro, amiguito— repuso Ford.

El robot se apresuró a informar a su control central de que ahora todo iba bien en el mejor de los mundos posibles, las alarmas se calmaron de inmediato y la vida volvió a la normalidad.

Bueno, casi a la normalidad.

Había algo raro en el ambiente.

El pequeño robot gorgoteaba de placer eléctrico. Ford echó a andar deprisa por el pasillo, dejando que el objeto lo siguiese con breves sacudidas y le dijera lo delicioso que era todo y lo que le alegraba poder decírselo.

Ford, sin embargo, no estaba contento.

Se había cruzado con personas que no conocía. No le gustaba su aspecto. Demasiado bien arreglados. Ojos demasiado apagados. Cada vez que pensaba reconocer a alguien a lo lejos y se apresuraba a saludarlo, resultaba ser otro, con un peinado más elegante y aire mucho más dinámico y resuelto que, bueno, que ningún conocido suyo.

Había una escalera desplazada unos centímetros a la izquierda. Un techo ligeramente más bajo. Un vestíbulo renovado. Todo eso no era preocupante en sí mismo, aunque desorientaba un poco. Lo inquietante era la decoración. Antes solía ser ostentosa y reluciente. Cara, sí— porque la Guía se vendía muy bien en toda la Galaxia civilizada y poscivilizada-, pero divertida. Había máquinas de fantásticos juegos alineadas por los pasillos. De los techos colgaban pianos de cola demencialmente pintados, malignas criaturas marinas del planeta Viv surgían de las fuentes en patios llenos de árboles, camareros robot con absurdas camisas correteaban por los pasillos en busca de manos donde depositar bebidas espumantes. En los despachos, la gente solía tener vastodragones cogidos con correas y pterospondios encaramados en perchas. La gente sabía cómo divertirse y, si no, había cursos en los que podían matricularse para remediarlo.

Ahora no había nada de eso.

Alguien había estado por allí haciendo un trabajo de malísimo gusto.

Ford torció bruscamente, se introdujo en una pequeña cavidad, abarcó al robot volador con la mano y lo arrastró con él. Se puso en cuclillas y miró al gozoso cibernauta.

—¿Qué ha pasado aquí?— inquirió.

—Pues sólo cosas estupendas, señor, lo mejor que podía pasar. ¿Me puedo sentar en sus rodillas, por favor,

—No— dijo Ford, apartándolo con desdén. Al robot le gustó tanto que lo rechazaran de aquel modo que empezó a desfallecer, contoneándose de gozo. Ford volvió a cogerlo y lo mantuvo firmemente en el aire, a unos treinta centímetros de su cara. El robot intentó permanecer donde lo habían puesto, pero no pudo evitar unos ligeros temblores.

—Algo ha cambiado, ¿verdad?— dijo Ford, entre dientes.

—Ah, sí— chilló el pequeño robot—. De la manera más increíble y maravillosa. Y me parece muy bien.

—Y entonces, ¿cómo estaba antes?

—De rechupete.

—Pero ¿te gusta cómo lo han cambiado?

—Me gusta todo— gimió el robot—. En especial que me grite así. Hágalo otra vez, por favor.

—¡Dime solamente qué ha pasado!

—¡Oh! ¡gracias, gracias!

Ford suspiró.

—Vale, de acuerdo— jadeó el robot—. Otra empresa ha absorbido la Guía. Hay una nueva dirección. Es tan magnífica que me derrito. La antigua dirección también era fabulosa, desde luego, aunque no estoy, seguro de que pensara lo mismo entonces.

—Eso era antes de que te metieran en la cabeza un trozo de alambre.

—Qué cierto es eso. Qué maravillosamente cierto. Qué rebosante, burbujeante, espumeante, maravillosamente cierto. Qué observación tan correcta y verdaderamente inductora de éxtasis.

—¿Qué ha pasado?— insistió Ford—. ¿Quién es esa nueva dirección? ¿Cuándo se produjo la absorción? Yo..., bueno, no importa— añadió cuando el pequeño robot empezó a farfullar de incontrolable alegría frotándose contra su rodilla—. Voy a averiguarlo yo mismo.

Ford se arrojó contra la puerta del despacho del redactor jefe, se encogió hasta hacerse una bola mientras el marco cedía y se astillaba, rodó velozmente por el suelo hacia donde solía estar el carrito de las bebidas, cargado con los brebajes más fuertes y caros de la Galaxia, lo cogió y, utilizándolo como protección, lo empujó por la amplia zona sin amueblar del despacho hasta donde se erguían las valiosas y sumamente groseras estatuas de Leda y el Pulpo, refugiándose tras ellas. Mientras, el pequeño robot de seguridad, que había entrado a la altura del pecho de una persona, se dedicaba encantado a recibir de forma suicida los disparos destinados a Ford.

Ése, al menos, era el plan. Y resultaba esencial, porque el actual redactor jefe, Estagiar Zil Dogo, era un hombre peligroso y desequilibrado que consideraba con intenciones homicidas a los colaboradores que se presentaban en su despacho sin artículos nuevos debidamente corregidos, y tenía una batería de armas guiadas por láser y conectadas a unos dispositivos de exploración colocados en el marco de la puerta para disuadir a todo aquel que se limitara a llevarle razones sumamente buenas de por qué no había escrito nada. Así se propiciaba un alto grado de producción.

Lamentablemente, el carrito de las bebidas no estaba.

Ford se lanzó desesperadamente de costado, dando un salto mortal hacia la estatua de Leda y el Pulpo, que también había desaparecido. En una especie de azaroso pánico, rodó y tropezó por la estancia, dio traspiés, giró, se golpeó contra la ventana, que afortunadamente estaba construida a prueba de cohetes, rebotó y, magullado y sin aliento, cayó hecho un ovillo tras un elegante y deteriorado sofá de cuero gris que nunca había estado allí.

Al cabo de unos segundos alzó despacio la cabeza y atisbó por encima del sofá. Igual que la falta del carrito de las bebidas y la estatua de Leda y el Pulpo, también había notado una alarmante ausencia de disparos. Frunció el entrecejo. Aquello era pero que muy raro.

—Míster Prefect, supongo— dijo una voz.

La voz pertenecía a un individuo de rostro lampiño que estaba tras un amplio escritorio de verdadera ceramoteca. Estagiar Zil Dogo quizá fuese un individuo de cuidado, pero por toda una serie de razones nadie le habría calificado de lampiño. Aquél no era Estagiar Zil Dogo.

—Por su forma de entrar, imagino que de momento no tiene usted ningún artículo nuevo para la... humm, Guía— dijo el individuo lampiño. Estaba sentado con los codos sobre la mesa y las puntas de los dedos juntas en una actitud que, inexplicablemente, nunca se ha considerado como un delito punible con la pena capital.

—He estado ocupado— repuso Ford sin mucha firmeza. Se puso en pie tambaleante y se sacudió el polvo. Entonces pensó que por qué demonios tenía que decir las cosas sin mucha firmeza. Tenía que dominar la situación. Tenía que saber quién coño era aquel tipo, y de pronto se le ocurrió un medio de averiguarlo.

—¿Quién coño es usted?— inquirió.

—Soy su nuevo redactor jefe. Esto es, si no decidimos prescindir de sus servicios. Me llamo Vann Harl.— No le tendió la mano. Sólo añadió— : ¿Qué le ha hecho a ese robot de seguridad?

El pequeño robot daba vueltas muy despacito por el techo, gimiendo suavemente.

—Le he hecho muy feliz— contestó Ford en tono brusco—. Es una especie de misión que tengo. ¿Dónde está Estagiar? Mejor dicho, dónde está el carrito de las bebidas?

—Míster Zil Dogo ya no forma parte de esta organización. El carrito de las bebidas, supongo, le ayuda a consolarse.

—¿Organización?— gritó Ford—. ¿Organización? ¡Qué palabra tan gilipollesca para un tinglado como éste!

—Ésa es precisamente nuestra impresión. Falta de estructura, exceso de recursos, gestión insuficiente y demasiadas copas. Y sólo me refiero— añadió Harl— al redactor jefe.

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