«Cuando me tenga en su poder», pensé como si lo dijese.
— ¿Crees que Tanais estaría de acuerdo contigo?
— Tanais tiene más de doscientos años. Ha visto cómo era el imperio y cómo es ahora. No existe comparación posible.
— Mantén fuera a los cambresianos por ahora, Laeas —sugirió Persea antes de que Palatina hablase— Tanto si eso conduce a la guerra o al derrumbamiento de Thetia, implicarlos no sería la primera medida que pensase Sagantha. Tiene más experiencia que nosotros.
«Y menos principios», añadí también en silencio. ¿Provocaría Sagantha la bravuconería del emperador intentando destruir su credibilidad? Y ¿sería muy malo que lo hiciese? Orosius se vería forzado a actuar, y si la apuesta fallaba, acabaría su reinado. Los republicanos tendrían entonces la oportunidad de reconstruir el sistema político y no me vería obligado a involucrarme. Seguimos conversando sobre otros temas mientras terminaban sus desayunos. Laeas y Persea nos contaron lo que sabían sobre nuestros compañeros de la Ciudadela, fundamentalmente de los del Archipiélago. Según creían, Mikas había comenzado su servicio militar obligatorio en la Armada cambresiana, pero no tenían ni idea de dónde estaba alistado. Carecían de novedades sobre la Ciudadela (¿cómo habrían podido tenerlas?). En ella ahora un nuevo grupo de novicios, que se entrenaba como nosotros, aprendía lo que nosotros habíamos aprendido y era educado en las tradiciones para que éstas no se perdiesen. Era un proceso importante pero, finalmente, estéril. Lo único que se conseguía era preservar el pasado intacto, sin intentar difundir de ningún modo la herejía en el presente.
Cuando concluimos, Laeas y Persea se fueron a trabajar, permitiéndonos a Palatina y a mí recorrer el palacio a nuestro gusto. No podíamos salir al exterior, y parecía haber muy poco que hacer entre esas paredes.
Decliné la invitación que me hizo Palatina de ir a practicar con armas con la guarnición, y me arrepentí de hacerlo nada más que se fue. No había otro sitio adonde ir realmente. Era probable que Telesta se hubiese instalado en la biblioteca, y no tenía ningunas ganas de verla. De todos modos, no debía de haber allí nada revelador. La biblioteca faraónica había estado en Poseidonis hasta la cruzada, cuando sus libros fueron robados o quemados. Lo que conservaban en Qalathar no podía ser más que un pequeño recuerdo.
Poco antes del ocaso, fui a parar de forma casual mientras paseaba a la sala de cartografía. Me explicaron que una puerta la conectaba con la biblioteca, pero que no dependía de ésta. Tenía la esperanza de que Telesta no se encontrara allí.
Por fortuna no estaba y suspiré con alivio al contemplar la sala vacía, impoluta y abovedada, con las siluetas de los mapas enrollados en las estanterías de los muros. Daba la impresión de ser una construcción muy antigua, y por sus estrechísimas ventanas se filtraba la luz gris del atardecer. La mesa de éter en el centro de la estancia desentonaba particularmente.
Le dije al cuidador de la sala que quería estudiar los mapas para una investigación oceanográfica, lo que en parte era cierto. Lo que me intrigaba era qué parte de la colección había sido registrada en éter y cuántos mapas seguían en papel. El registro en éter era todavía exageradamente costoso, dado el tiempo que llevaba proyectar cada segmento de una isla por encima y debajo de las ondas, y la tecnología era prácticamente monopolio thetiano.
El sonido de mis pasos en el suelo producía un leve y monótono eco, como si se golpeara una pared de piedra hueca, y cuando subí el pestillo del último cajón en el que buscaba sentí otra sorda y desagradable resonancia. El salón parecía amplificar el sonido.
Dentro de dicho mueble estaban los índices de todos los mapas, a los que di con impaciencia una rápida hojeada con la esperanza de que alguno mostrase a Qalathar de forma íntegra. Encontré tres, pero todos los números de referencia correspondían a mapas de papel, ninguno de los cuales tendría la topografía submarina que yo necesitaba. La sección en éter era aún más pequeña de lo que había supuesto: se limitaba a Qalathar, Thetia y unos pocos grupos de islas más importantes. No me servirían en absoluto para encontrar el Aeón, pero quizá valiese la pena echar luego una mirada al de Qalathar.
Enfrentado a la perspectiva de más aburrimiento, decidí intentar algo que de otro modo no me hubiese tomado la molestia de hacer. Llevaba conmigo mi ejemplar de la Historia. Persea había dicho que las copias eran algo muy común allí, de modo que me senté con un enorme mapa del Archipiélago extendido sobre una de las mesas e intenté trazar los movimientos del Aeón durante los últimos días del antiguo imperio.
Dos horas más tarde, intentar reunir los fragmentos útiles de lo que había sido redactado como una obra dramática demostró ser mucho más frustrante de lo que me temía. La Historia de Carausius concluía seis meses antes de la usurpación del trono, pero un narrador desconocido había continuado el relato al menos una década más tarde. No cabían dudas de que era un mago del Agua, pero más joven que Carausius, y su texto enfatizaba sobre todo el caos religioso que acompañó a la toma de poder. Su punto final coincidió con el golpe de gracia de la antigua religión, cuando los magos del último reducto escaparon hacia el océano. Supuse que se habrían dirigido a la Ciudadela y sus cercanías por algunos de los nombres que mencionaba el narrador.
Leer los escritos de ese Continuador (según lo había llamado alguien con una absoluta falta de originalidad) resultaba también increíblemente deprimente. Era justo que así fuera: describía la caída del mundo que él conocía, la muerte de todos sus amigos y la ascensión de un hombre a quien detestaba. Y era algo casi seguro que tras concluir el relato se había suicidado. De modo que todo cuanto obtuve en aquellas dos horas fue la certeza de que, cuando Tiberius había sido asesinado, el Aeón había pasado por Estarientian, al sur de Selerian Alastre. Mis notas se volvieron una maraña a medida que avanzaba, y en una u otra ocasión presioné tan fuerte que atravesé el papel. Me enfermaba leer acerca de la doblez de Valdur (lo que tenía y lo que había despreciado) y deseaba encontrar alguien o algo a lo que aferrarme. Las persecuciones, los asesinatos, los destierros habían hecho pedazos un mundo que tanto tiempo después todavía se estaba recuperando de la guerra y permitieron que el Dominio se apoderara de Aquasilva. Nunca había pensado que leer un libro me enfurecería tanto, pero así era. Y lo peor de todo era que en mi interior cargaba el peso de saber que por mis venas corría la sangre del hombre que había ocasionado todo eso: yo era el tátara tátara tátara nieto de Valdur. «Tu familia destruye todo lo que toca, incluso a sus seres queridos... Hasta la sangre que corre por tus venas está contaminada. Podrida de raíz.» Mi mente regresó a una jornada casi olvidada, el día en que comenzó la invasión de Lepidor, el día en que Ravenna estalló de ira y despotricó contra los Tar' Conantur. Me había visto como a uno más de ellos. Y lo mismo le sucedía con Palatina. De hecho, durante toda nuestra estancia en Ral´Tumar e Ilthys, Mauriz y Telesta no habían dejado de hablar sobre los Tar' Conantur, especulando sobre mi herencia, y yo no me había rebelado contra ello como tenía que haberlo hecho.
Me abatió una nueva oleada de tristeza y escondí el rostro entre las manos. Pero descubrí una cosa más de la que no me había percatado, pues mi propia autocompasión me había impedido verla. Ése era el motivo por el que Ravenna no me había pedido que la acompañase ni me había forzado a seguirla: mi conducta le había confirmado muchas de las cosas que ella esgrimía en mi contra. Fuese lo que fuese no tenía importancia, pues lo cierto era que ella no había confiado en mí.
— ¿Pasas todo tu tiempo en las bibliotecas, hermano? —dijo alguien detrás de mí, sin molestarse en disimular el tono burlón de su voz— Quizá por eso seas tan pequeño y débil. Aquí no hay nada para aprender, nada que no sepas ya, así que ¿para qué tomarte la molestia? Te lo habría contado todo en circunstancias más adecuadas.
Me sobresalté, echando la silla hacia atrás deliberadamente en la dirección de donde venía la voz, y me volví para ver quién era.
— ¿No tienes nada mejor que hacer? —desafié— ¿No son estas patéticas apariciones indignas de un emperador?
La figura de Orosius era indefinida, borrosa, como si de algún modo careciese de entidad, pero me obligué a seguir adelante.
— Tu imperio es una ilusión, un punto en medio del océano, y tú ni siquiera has alcanzado todavía la altura de Valdur. Él destruyó un mundo, y yo no puedo recordar que tú hayas hecho nada nunca
Acabé con cierta debilidad y sentí que Orosius atravesaba la silla en dirección a mí. Sólo tuve tiempo de ver el furor de su rostro antes de que me tocase y luego sentí algo semejante al golpe de una oleada de éter.
La última ocasión que había experimentado eso me había sentido muy mal. Ahora, en cambio, fue como si todos los nervios de mi cuerpo hubiesen sido afectados a la vez. Grité por la conmoción, pero mi quejido sonó como una gárgara y mis piernas cedieron. Al golpear contra el suelo de piedra todos mis miembros se paralizaron por el sufrimiento, una agonía que los intentos por moverme sólo lograron empeorar. La siguiente opción parecía ser desmayarme, pero no lo hice, y tampoco Orosius me liberó de su poder. En cambio, debió de permanecer allí, mirando hacia abajo mientras yo me revolcaba de dolor en el suelo, incapaz de respirar y sintiendo la piel como una masa en llamas.
No distinguí el instante en que cesó de hacer magia, porque mi cuerpo se retorcía de sufrimiento, y sólo podía respirar a bocanadas, intentando deliberadamente tomar aire. Sólo veía un laberinto de colores y sombras que herían mis sentidos.
— Puede que seamos hermanos, pero tú eres mi súbdito y yo, tu emperador. Recuerda siempre eso.
La voz de Orosius venía de muy lejos, pero el dolor seguía siendo muy fuerte, y yo me sentía demasiado débil para moverme o responder.
— No importa lo fuerte que creas que eres, siempre seré mejor que tú.
Me las compuse para abrir los ojos y vi una difusa imagen de pie a menos de un metro, inclinándose hacia abajo con expresión desapasionada. «Ravenna tenía razón, toda la razón», pude pensar.
— Espero que ahora estés más tratable, hermano —dijo saliendo de mi vista. Intenté girar la cabeza, pero los músculos del cuello se negaron a cooperar— Tengo todas las pruebas para ejecutarte de inmediato por alta traición. Por supuesto que hacerlo resultaría inconveniente, pero es preciso que lo tengas presente. Una vez más estaba sin fuerzas, aunque en esta ocasión no había sido tan sutil. No tenía ningún sentido usar mi magia después de lo que él había hecho. No hubiese funcionado en alguien que no fuese mago. De hecho, no habría funcionado del mismo modo con nadie más. Orosius sólo podía lograr ese efecto conmigo porque nuestra magia era idéntica, absorbiendo por completo mis poderes durante... ¿quién podía decir cuánto tiempo? —Te preguntarás por qué estoy aquí, ¿verdad?— La trastornada voz de Orosius provenía ahora de algún sitio elevado en el otro extremo de la sala— ¿Cómo puedo seguirte el rastro incluso si mi voz se encuentra del otro lado del mundo?
Intenté sacudir la cabeza en un exhausto gesto de desafío, pero no estaba seguro que él lo notase.
— He estado observándote desde que partiste de Ral´Tumar —explicó tras una pausa— Lo sé todo acerca de la triste conspiración de Mauriz y sus intentos de utilizarte para sus fines. Nuestra estimada prima Palatina todavía da dificultades, aún está demasiado ciega para comprender su propia estupidez. No han podido ir siquiera desde Ral´Tumar hasta Ilthys sin meterse en problemas. Incluso estando tú disfrazado de sirviente. Un detalle exquisito, aunque demuestra lo insignificante que es Mauriz en realidad.
Volví a verlo, aunque su imagen seguía siendo difusa para mis ojos heridos, que distinguían apenas una autoritaria figura blanca. Era una especie de proyección, pero una notablemente opaca, sin rastro alguno de transparencia. Otro truco que no podía ni imaginar cómo hacer.
— No puedes esconderte de mí, Cathan —prosiguió— Ni siquiera todos los planes unidos de personas nimias como Mauriz y Telesta pueden encubrirte. Conozco más de esos planes que cualquiera de vosotros mismos. Ah, y deberías volver a cambiar el color de tus ojos. No te favorece nada el que tienes ahora, aunque es posible que se corresponda mejor con lo que eres.
— ¿Temes que te haga sombra? —murmuré con la garganta ardiendo por el esfuerzo, y de inmediato tuve que tomar aire. Sentía un profundo malestar en el pecho y un dolor agudo me recorrió la espalda.
Orosius me dedicó una sonrisa condescendiente.
— Jamás podrías hacerme sombra, hermano.
— Entonces ¿por qué te tomas tantas molestias? —alcancé a preguntar.
— Eso deberías saberlo —respondió mientras volvía a desaparecer de mi vista, trazando un círculo a mi alrededor— Son insignificantes. No comprenden lo difícil que es derrocar a un emperador. Piensan que es sólo cuestión de provocar unas pocas revueltas y hacer desertar a la flota. Ninguno de ellos sabe que apenas están jugueteando a los pies de un gigante. Reinhardt se lo pudo haber dicho. Quizá fuese un traidor, pero consiguió humillarlos a todos. Incluso a su hija
Siguió moviéndose por los límites de mi campo visual mientras mis ojos se esforzaban en seguirlo. ¿Admiraba realmente al padre de Palatina o se trataba sólo de otro acertijo?
— Creen que pueden utilizarte de títere, otorgándote un título irrelevante desenterrado de uno de los libros de Telesta, y que entonces Thetia caerá ante ellos como un castillo de naipes.
El borde de la túnica blanca de Orosius rozaba mis pies.
— ¿No te has parado a pensar en cómo lo podrían lograr? —continuó— En la Asamblea no existen siquiera republicanos auténticos. Los líderes de los clanes son viejos gordos, reblandecidos, lujuriosos y depravados, charlatanes tan incapaces de conversar sobre poesía como de gobernar un país.
El tono de su voz era sorprendentemente inexpresivo.
Tragué saliva con dolor, reuní tanto coraje como pude y le dije:
— ¿Acaso tus éxitos han sido tan deslumbrantes después de todo? ¿Les dictas tu política a las dos desafortunadas concubinas que comparten tu lecho cada noche? ¿Llevas tu harén siguiendo las mejores tradiciones de Cupromenes?
Tres siglos atrás, Cupromenes había escrito un conjunto de brillantes poemas sobre la vida en un harén. Había sido el eunuco jefe.