— Mi clan envió cuatro naves para ayudaros. Cuatro naves que fueron destruidas en el puerto debido a la traición del presidente del Archipiélago. Nadie envió ninguna más.
— Una peculiar versión de la historia, que jamás habíamos oído —intervino Persea.
— Pues se trata de la verdad. Durante la cruzada llegaron algunos refuerzos de Thetia, aunque nunca supe qué clan los había enviado —dijo Sagantha— Ral´Tumar cambió de bando y los destruyó.
— Nuevamente se pone de manifiesto la unidad del Archipiélago —comentó Mauriz con desdén— ¿Pedisteis ayuda más allá de las islas del Fin del Mundo? ¿Lograsteis siquiera formar un ejército? Según recuerdo, virrey, fue entonces cuando descubriste tus raíces cambresianas y decidiste retirarte por un tiempo.
— Intenté partir en busca de ayuda, ya que era evidente que vosotros no nos la daríais —repuso Sagantha, conmovido por primera vez— No importa quién fue el culpable de la última cruzada. Lo que interesa ahora es vuestra intención de reemplazar a la faraona por un jerarca, un líder religioso que sólo nos tendrá en cuenta pomo un medio para derrocar al emperador.
— No he venido aquí a discutir los detalles de ese falso plan. —No, has venido a llevarlo a cabo. Aquí lo consideramos traición y no puedo permitir que se ponga en práctica.
— Te equivocas —afirmó Mauriz con sequedad, caminando hacia la puerta. Luego se detuvo y se puso frente a ella de brazos cruzados— El plan consiste en restaurar la institución del jerarca, abolida por un decreto religioso hace doscientos años, y forzar a Orosius a abdicar del poder en favor de la Asamblea. Esto implicará necesariamente deshacerse del aparato clerical que ya lleva demasiado tiempo asolando las islas. La faraona está, de hecho, subordinada al jerarca en materia de religión, pero el jerarca carece de cualquier poder laico. Quizá eso sea traición, pero sólo contra el emperador.
— Excepto cuando se trata de liderar esta rebelión santa —replicó Sagantha mordazmente— Estoy seguro de que habrá sitio para los habitantes del Archipiélago en vuestro planteamiento thetiano. Me resulta difícil creer que hayas convencido al jerarca de que contarás con él durante un poco más de lo estrictamente necesario. Quieres que abdique, de hecho. Deseas acabar con el linaje imperial, incluso con el cargo de emperador, y, antes de que eso pueda suceder, habrán de morir tres personas: el emperador, el jerarca y su primo Arcadius. Pues hasta que no estén muertos, Mauriz, no podrás sentirte seguro. —No somos asesinos, Sagantha— gritó Palatina con furia, casi saltando de la silla en la que había estado sentada con tanta calma. Ahora bullía de rabia— ¿Crees que somos tan estúpidos? Thetia toleraría la muerte de Orosius, pero nada más. ¡Necesitamos un jerarca! ¡Necesitamos a Arcadius! ¿Crees con honestidad que una república thetiana sería favorable al Dominio? Como bien sabes, el Dominio puede controlar monarcas, pero no repúblicas. Eres cambresiano, por el amor de Ranthas, casi los habéis expulsado. —Discúlpame, Palatina, pero Thetia no parece haberse preocupado nunca por otro interés que no fuese el suyo.
Era una extraña escena, digna de ser congelada en el tiempo: un Mauriz distante, observando con sus ojos brillantes y calculadores; Palatina deslumbrada por Sagantha, que permanecía con expresión impasible y las manos entrelazadas a la espalda; Laeas y Persea presenciándolo todo, muy tensos; Telesta aislada en un rincón y sin mostrar ninguna emoción. Las antorchas parpadeaban cada vez más, señal de que se estaban acabando.
Fue Telesta quien rompió el silencio de forma bastante desagradable. ¿Y vosotros sí os preocupáis por los demás? ¿Es eso lo que estás diciendo? Nuestras opiniones son relativas, por supuesto, pero estamos haciendo algo en lo que creemos: ayudar a Thetia, pues somos thetianos. Mauriz es thetiano, también Palatina. Yo misma lo soy, y Cathan es más thetiano de lo que él mismo imagina. Deseéis o no vuestra independencia o contar con nuestra ayuda, lo cierto es que no podéis acusarnos de ser separatistas e imperialistas.
Sagantha cogió una copa llena de vino y la sostuvo en alto frente a una de las antorchas, creando una silueta alargada en la pared lejana.
— El imperio thetiano es una ilusión. Parece ser mucho más de lo que es, una sombra sobre el resto del mundo, pero apenas es eso —declaró, y volvió a bajar la copa— Es hermoso como esta copa pero igual de frágil.
A continuación golpeó con delicadeza el cristal con un dedo, produciendo un tenue y desafinado sonido. Por un instante pensé que derramaría el vino, aunque esa actitud no sería propia de él. Volvió a colocaría sobre la mesa.
— Y tras dos mil años de historia, ¿qué queda de Qalathar? —preguntó Telesta con el mismo tono tranquilo— Fuisteis un imperio una vez, cuando Tehama aún representaba algo. Hace dos mil años, antes de que nadie habitase Thetia, no había nada más que Tehama y Tuonetar. La Mancomunidad de Tehama, extendiéndose miles de kilómetros en todas direcciones, miles de kilómetros desde su centro, la isla de Qalathar.
Lo que empezó como una parte más de su argumentación derivó entonces en algo totalmente diferente. Noté cómo todos los ojos se centraban en Telesta mientras nos contaba algo que yo no había oído nunca.
— Por entonces el mundo estaba vacío. Ahora sigue estándolo en gran medida, fuera de las áreas que conocemos. Existen infinitos kilómetros de océano sin explorar. Pero, en aquellos tiempos, Qalathar era el corazón de un imperio, Qalathar y la meseta de Tehama. Como eran pueblos de los arrecifes y del océano, para ellos los mares interiores eran sagrados. De modo que construyeron aquí sus ciudades y vivieron como gobernantes de todo el mundo que conocían. La Mancomunidad ha desaparecido hace casi un millar de años. Apenas existen documentos y no queda rastro de sus habitantes originales, con excepción de los exiliados. Cuando los thetianos llegaron a estas tierras hace trescientos años, Qalathar era una autocracia, el faraón un dios rey y no quedaba vestigio alguno de la Mancomunidad. Qalathar ha tenido sus días de gloria, como Thetia. La diferencia es que nosotros aún poseemos un imperio, todavía podemos dar ejemplo. El Dominio nos es tan ajeno como a vosotros. Somos habitantes del mar, no de la tierra. Nuestra vida se centra alrededor del océano, del mar, y de todo lo que hay en ellos. Y en sus aguas no existe absolutamente nada que se parezca ni de forma remota al Fuego. ¿Qué tiene que ver el Fuego con nosotros? «¿Qué tiene que ver con nadie?», pensé. ¿Por qué el Fuego? Era evidente que en el Archipiélago todo dependía del Agua, todo se originaba en el mar. Si no recordaba mal, casi no había tierras cultivables en ningún lugar del Archipiélago, con excepción de los huertos y los jardines apiñados alrededor de las ciudades, que eran lo bastante grandes para llamarse así. En los cientos de miles de islas que se extendían mucho más allá del mundo conocido no existía otra cosa que bosques, rocas y arena. Era muy sencillo olvidar que existía un punto donde acababa el Archipiélago y comenzaba el mundo desconocido.
No era en eso en lo que yo intentaba pensar, pero estaba tan cansado que no podía concentrarme en nada concreto, y aún estaba en pie.
— Espero que no estés insinuando lo que me ha parecido —advirtió Laeas gravemente.
— Sostengo que nuestras dos naciones deben salvarse mutuamente —concluyó Telesta— , pero que Thetia puede salvar también al resto del mundo. El Archipiélago seguirá a su faraona, pero también nos seguirá a nosotros. Y nosotros contamos con los recursos, el dinero y los buques para hacerlo posible. Vosotros, para ser claros, no tenéis nada de eso.
— ¡El argumento más sutil que jamás he oído para justificar la construcción de un imperio! —dijo Persea, furiosa— ¿Acaso Aetius contaba con alguna de esas cosas cuando derrotó a Tuonetar? Todas vuestras riquezas, vuestros recursos, ¿en qué los empleáis? En que el presidente de Decaris y el emperador mantengan sus harenes. No sois mejores que los haletitas. Haced que Thetia vuelva a ser poderosa y el mundo os respetará, pero hasta entonces trataremos al imperio con el desdén que merece. Yo respondo a la faraona, a su virrey y a nadie más.
Laeas asintió con aprobación, y observé que Sagantha se estremecía ligeramente. No estoy seguro de en qué momento comencé a notar esos pequeños gestos, pero lo cierto es que los percibí. A Sagantha no le había gustado que Persea y Laeas intervinieran ni que dijeran esas palabras, pero éstas se acercaban tanto a su propia posición que no se atrevió a matizarlas.
— Gracias por tu intervención, Persea —declaró con seriedad— Algunos de vosotros estáis muy cansados. ¿Podría sugerir que interrumpiésemos la conversación por esta noche? Tenéis habitaciones a vuestra disposición. Podemos continuar hablando por la mañana. Por favor, no intentéis abandonar el palacio, mis hombres tienen orden de asegurarse de que permanecéis dentro.
Hizo sonar una pequeña campanilla que colgaba de una de las paredes, y la puerta se abrió.
— Laeas y Persea, mostradles a mis huéspedes sus habitaciones y ocupaos de que tengan cuanto necesiten.
Sagantha se quedó quieto mientras nos marchábamos, de pie frente a la ventana con expresión de preocupación en los ojos. Ése era el verdadero Sagantha Karao, no la persona que habíamos conocido en Lepidor.
Cuando nos fuimos, Laeas y Persea se aproximaron a Palatina y a mí, ignorando sin disimulo a los dos thetianos. Ninguno de ellos parecía tener mucha destreza diplomática, y me pregunté por qué los tendría Sagantha a su servicio.
Lamento que hayamos protagonizado esta escena —afirmó Persea visiblemente más relajada— Parecéis exhaustos los dos.
— Deberíamos haberlo tenido en cuenta —añadió Laeas— Nos hemos visto al amanecer después de vagar por el bosque tropical durante toda la noche, hasta el punto de parecer muertos vivientes tullidos de las entrañas de la tierra.
Laeas nos resultaba más familiar ahora que sonreía y, sin embargo, no mostraba la misma extroversión que lo había caracterizado. Ambos parecían haber sufrido un ligero cambio, y no me atrevía a determinar si era para mejor.
— Hay gente que parece venir del fondo de la tierra de cualquier modo —dijo Persea mirando a Laeas.
— Hay gente que sabe cómo cansar a los demás sin necesidad de acercarse a un bosque tropical —respondió él, sonando por un instante como el Laeas de otros tiempos. Pero la impresión duró un instante, pues su comentario iba acompañado de cierta tensión y no tenía su antigua naturalidad.
Alrededor de media hora más tarde, tras comer un poco y quitarme la sal del cuerpo, me senté ante el pequeño escritorio de mi habitación. No quería dormir aún, quizá debido al vago recuerdo de la improvisada lección de historia de Telesta, que había vagado por mi mente durante varias horas. Mi dormitorio no era demasiado lujoso. Estaba pintado en un vistoso anaranjado rojizo y tenía alfombras amarillas sobre el suelo de mosaicos. Sin embargo, era claramente mejor que cualquier otro que hubiese tenido desde que había salido de mi hogar. Quizá mi habitación en Ilthys no estuviese mal, pero prefería no pensar en Ilthys.
No me sorprendió que Persea llamase a mi puerta unos minutos después. Ya no llevaba su túnica blanca, sino un sencillo vestido verde.
— Hola —dije con una tenue sonrisa mientras me ponía de pie y le ofrecía mi silla.
— He estado sentada en sillas todo el día, así que preferiría usar la cama, si no te parece mal.
— No necesitas preguntarlo.
— Siempre cortés —murmuró ella e hizo una pausa— Disculpa mi brusquedad de antes, pero dije lo que pensaba. Tú no deseas en absoluto verte implicado en eso, ¿verdad? No estás realmente seguro de nada.
Lo cierto es que no se me había ocurrido antes que fuese tan sencillo leer mi pensamiento. Pero luego recordé que Persea y yo nos conocíamos muy bien. Incluso habíamos sido amantes. ¿Tendría ella ahora afinidades políticas, como parecían tener todos los demás?
— No, no estoy seguro —admití volviendo a sentarme.
— No he venido aquí para convencerte de que te unas a mi bando, no te preocupes. No tengo ningún bando, pero no confio en Mauriz. De hecho, tampoco en Telesta. Ella parece inofensiva, pero no lo es.
— No la hubiese calificado de inofensiva, pero...
— Es una historiadora, y muy buena, algo que todos debemos respetar. Pero emplea sus conocimientos para su propio interés y manipula la historia para que se acomode a sus intenciones. Lo hace tan bien que uno no percibe cómo lo hace.
— Pensé que tú carecías de tendencias políticas.
— Y así es. Ella parece tener un punto de vista más equilibrado que el de Mauriz, quizá más neutral. No estoy diciendo que no lo sea, sólo sugiero que Telesta no es tan imparcial como dice serlo.
— ¿Y tú sí lo eres?
— Cathan, primero y sobre todo soy tu amiga. No estoy implicada, de veras. Pero puedo notar que no eres feliz.
Antes de responder hice una breve pausa, aunque demasiado extensa para ocultar mis dudas.
— ¿Deseas ser jerarca? —preguntó entonces Persea sin más rodeos— Sólo dímelo.
La frágil promesa que había hecho en Ilthys se tambaleó hasta derrumbarse y me hundí en la silla, nuevamente avergonzado de mi debilidad. Había sido presionado desde mi llegada a Ral´Tumar y me había mostrado demasiado indeciso para lograr algo, para ponerme de parte de algún bando. Me despreciaba a mí mismo por ello, pero no me veía capaz de cambiarlo.
— No, no quiero —sostuve con voz clara, forzándome a levantar la mirada— No tengo el menor deseo de ser jerarca.
— ¿Por qué no?
— ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que por qué no?
— Exactamente eso. Vamos, dímelo. ¿Por qué demonios preferirías seguir siendo un oscuro vizconde y un mago en lugar de jerarca del imperio thetiano?
— ¿Para qué necesito ser jerarca, Persea? No soy un líder religioso. No soy un buen líder en ningún sentido. ¿Cómo podría convencer a nadie de nada si yo mismo no lo creo? ¿Qué me hace merecer ese puesto? Apenas el detalle accidental de mi nacimiento.
— ¿Ha mejorado en algo Lachazzar tras haber sido elegido?
— ¡No soy un líder religioso! —repetí, frustrado porque no parecía comprenderme— No soy un mesías y no lo seré. Nací en el seno de una familia peculiar por la que circula una sangre extraña, pero casi me he salvado de caer en sus garras. No he sido criado como un Tar' Conantur y jamás me convertiré en uno de ellos. Persea mantuvo fijos en mí sus tranquilos ojos verdes mientras yo hablaba. En su expresión confluían la compasión y una cierta tristeza. —Cathan, ¿te agradaría de verdad pasar el resto de tu vida como oceanógrafo en algún lugar ignoto? ¿Hacer experimentos, recorrer las costas, bucear con tus colegas, completar los formularios presupuestarios? ¿Es ése el tipo de vida que quieres realmente?