Ése había sido un ataque salvaje y no demasiado elegante, pero dio en el blanco. Orosius se detuvo de pronto y volvió a clavarme la mirada con furia contenida.
— Has hablado como esa gente insignificante, hermano. Sabes tan poco de magia que hay algunas cosas que deberé explicarte. Una es que cuando lanzas a la tierra una gran cantidad de magia, ésta deja un rastro residual que tarda más en extinguirse cuanto mayor sea el grado de magia empleado. —¡Cobarde!— dije justo antes de que volviese a atacarme. Sentí como si una estaca me hubiese atravesado el pecho y todo mi cuerpo se convulsionó.
Me desmayé antes de que acabase, pero sólo durante unos segundos, un tiempo demasiado breve. En esta ocasión, el efecto fue peor que antes, como si me arrasase un cañonazo. Mi mano izquierda se cerró en un rictus alrededor de la pata de la silla, pero en algún lugar de mi mente, a pesar de todo el dolor, persistió la sencilla seguridad de que había logrado agobiarlo. Pero seguramente no me atrevería a intentarlo de nuevo.
Pronto verás de qué soy capaz —afirmó, sin que el esfuerzo de derramar tanta magia sobre mí a esa distancia pareciese debilitarlo lo más mínimo— Todos lo veréis, ese terruño tan autocompasivo de Qalathar y el resto del Archipiélago. Limpiaremos las islas de herejes, republicanos, nobles corruptos y personas insignificantes, y dejaremos sólo a los que merezcan quedar. Durante doscientos años el imperio ha contenido su poder, dejando al mundo a su suerte. Pusilánimes como nuestro padre, desgraciados como Mauriz y Telesta, todos esos ya han gozado de sus días de gloria. Mi flota le recordará al mundo en qué consiste verdaderamente Thetia y por qué mientras ellos construyen ciudades nosotros levantamos un imperio.
Orosius se agachó a mi lado, sus ojos turquesa brillaban. —Sólo te queda una advertencia después de ésta, Cathan. Regresarás a Selerian Alastre y me demostrarás que eres mi súbdito leal. No un jerarca, no un vizconde de ningún clan provincial donde te has criado, sino un súbdito del emperador. Te someterás a mí aunque para lograrlo deba arrastrarte encadenado por todo el océano. Y no existe ningún lugar en el mundo donde puedas esconderte de mí o de mis ayudantes. No permitas que mi gente te encuentre aquí o lo lamentarás.— Volvió a ponerse de pie y luego me dio la espalda manteniendo una ligera sonrisa en su rostro tan, tan familiar— ¡Ah, casi lo olvido! Deben de haber confundido tu mente, hermano, ya que sueñas con encontrar el Aeón y hacerlo tuyo. Esa nave me pertenece y yo seré quien la encuentre. Tengo los Archivos Imperiales, los registros de la flota y la última voluntad y testamento del almirante Cidelis. Mi gente puede situarla sin abandonar siquiera la ciudad, mientras tú vagas por el Archipiélago recogiendo ínfimas pistas. Recuerda el buque Revelación, Cathan.
Luego desapareció de mi vista y no dijo nada más. Inerte en el suelo, yo no tenía ninguna manera de saber si se había marchado o si aún permanecía allí, observándome a su merced.
Miré al techo y observé los toscos ladrillos, no del todo cubiertos por el enlucido y con pequeñas manchas de suciedad aquí y allá. Quedarme así, acostado boca arriba, era más cómodo que girar la cabeza, ya que cualquier movimiento me producía dolor. Luego se apagaron las luces y me quedé a oscuras.
Incluso a dieciséis mil kilómetros de distancia, Orosius me había dejado imposibilitado y sin capacidad para resistirme. Conocía todos mis planes y esperanzas como si yo se los hubiese gritado al mundo. No había nada en los textos del Continuador que pudiera hacerme sentir tan desesperado como lo estaba entonces, indefenso ante un hermano, un emperador, que parecía casi omnipotente.
Había hablado de una limpieza en el Archipiélago, y me pregunté a qué se refería. ¿Habría sido sólo una bravuconada, la imaginación de un hombre que sólo controlaba en teoría a aquellos sobre los que tenía poder físico, como las concubinas que en más de cuatro años no habían conseguido que tuviese ni un único hijo? ¿O esta vez hablaba en serio? Orosius era aún el emperador y tenía autoridad para ordenar a las tropas y a la flota salir a luchar, tal como Palatina había dicho.
Nadie vino.
Permanecí en el suelo de la sala de cartografía durante una eternidad, incapaz de moverme y dolorido de pies a cabeza. No oí ningún ruido proveniente del exterior, con excepción del distante quejido de las gaviotas a través de las estrechas ventanas. Tras un rato comenzó a llover, y torrentes de agua empezaron a golpear contra los cristales, impulsados por el viento, cuyo sonido ahogó incluso el chillido de las gaviotas.
El dolor sólo pareció empeorar con el paso del tiempo y, tan pronto como recobré la energía suficiente para volver a moverme, un calambre generalizado recorrió de repente todos mis músculos. Si Orosius deseaba que lo odiase, no podría haberlo hecho mejor. Conocía los efectos de su magia y había esperado hasta provocar que lo increpase.
Pero mucho peor era todo lo que sabía. ¿Qué posibilidades me quedaban contra todos los recursos que él podía tener para encontrar el Aeón? Podía descubrir su situación (dicha información debía de estar en algún sitio de los Archivos Imperiales) y, una vez localizado el buque, podía mandar a toda su flota al lugar exacto para custodiarlo. Sin duda, el exarca de Thetia, su representante títere del Dominio, iría con él, siguiéndole el paso como acostumbraba, para persuadirlo de que debía compartir su hallazgo.
Cuando tuvieran el Aeón, cualquier cosa que hiciésemos nosotros carecería de sentido. Por desarmado que estuviera, era innegable lo poderosa que debía de ser la tecnología de dicho buque. Carausius lo había empleado como arma, y Orosius tenía un poder mucho mayor que Carausius (sólo los Cielos sabían cómo). Orosius emplearía el Aeón como un instrumento de terror, como un monstruoso kraken artificial, surcando el océano a su voluntad ya que nadie era capaz de detenerlo. Ni siquiera los cambresianos.
Si no hubiéramos pensado en ello, el emperador no habría recordado jamás su existencia y quizá todavía tuviéramos una oportunidad. Pero todo lo que podía ver en aquel momento eran varios caminos que conducían hacia una misma dirección: la victoria final del Dominio. Incluso si asesinaban a Orosius, sería demasiado tarde para salvar el resto del Archipiélago, y la familia Tar' Conantur desaparecería con él.
Empezaba a pensar si ésa sería realmente una desgracia para el mundo.
Me invadió una tristeza mayor que ninguna que pudiese recordar y habría llorado si hubiese podido. Esto era de lejos mucho peor que haber sido capturado por las tribus de Lepidor o incluso que la mismísima caída de Lepidor en manos de Etlae. Ellos eran enemigos de carne y hueso y sus poderes tenían un límite. El emperador sobrepasaba la condición humana, no era sólo de carne y hueso. No es que yo pudiese explicar en qué consistía ni desease saberlo, pero sus capacidades ya habían superado los límites de lo explicable. Sin importar lo débil que pareciese, Orosius gobernaba todo el imperio y había canalizado su magia en estado puro a través de mí sin sentir el mínimo efecto.
Mi propio hermano era una escisión de la familia en la que yo había nacido. ¿Cómo era posible que nos perdonasen? Valdur había cometido un montón de atrocidades. Landressa, su tatarabuela, había asesinado a tres emperadores en diez años, todos íntimos de ella, para obtener el trono. Su hijo Valentino ordenó la ejecución a sangre fría de miles de prisioneros de Tuonetar. ¡Y podía seguir! Catilino el Loco, hijo menor de Valdur, gobernó siendo un demente hasta que fue accidentalmente asesinado por su hija, la futura emperatriz Aventina. Mi débil y vacilante padre Perseus II, demasiado orgulloso para permitir que otros dirigiesen el imperio en su nombre, ignoró las súplicas del Archipiélago en los meses previos a la cruzada.
Sólo había una generación digna de ejemplo para los herejes, aunque execrada por el resto del mundo. Pero ¿cómo podía saber nadie si Aetius y Carausius eran parangones de virtud como afirmaba la Historia? ¿Cómo habrían podido serlo?
No iría a Selerian Alastre. Ni siquiera si ése fuese el último sitio del mundo adonde pudiera dirigirme. La idea de someterme a Orosius era a la vez odiosa y aterradora. Y, sin embargo, ¿dónde podía esconderme de él si me había encontrado tan lejos? No podría evitar mi herencia Tar' Conantur si no lograba ocultarme durante el resto de mi vida en algún sitio tan lejano que mi nombre careciese de significado, como había hecho Ravenna. Pero no existía ningún sitio semejante. Volvió a invadirme la desolación y cerré los ojos, exhausto.
Pero todo cuanto pude ver en la quietud de mi mente era la nave Aeón colgando de una vacía tiniebla, una presencia titánica en la más profunda oscuridad. Entonces se me ocurrió una idea que me vino desde los más profundos confines de la mente. El almirante Cidelis estaba escapando del emperador y del Dominio. El único sitio de Aquasilva donde no se diría nada de la situación final de la nave eran los Archivos Imperiales. Allí no habría nada sobre el escondite del Aeón.
Abrí los ojos de pronto y la imagen de la codiciada nave se desvaneció. Cidelis debía de haberla llevado a algún lugar más allá de las garras del imperio. Algún lugar donde jamás pudiese ser hallada.
No me había percatado, pero de pronto me descubrí hablando del Aeón en femenino, como había hecho el emperador. Si se hubiese podido localizar buscando en los Archivos Imperiales, habría sido encontrado mucho tiempo atrás. Y eso no había ocurrido. Por el contrario, un silencio ensordecedor se había apoderado del tema durante doscientos años, una absoluta ausencia de cualquier información relacionada con el Aeón. Rastrear los océanos para informar sobre cualquier elemento extraño era tarea del Instituto Oceanógrafico. Nuestras sondas podían descender aproximadamente a unos diez kilómetros de profundidad, pero las exploraciones realizadas a lo largo de varias generaciones no habían dado ningún resultado. No podía ser de otra manera; no quedaba con vida nadie que supiese el secreto y la nave debía de estar oculta en algún lugar tan profundo, tan remoto, que nadie pudiese toparse con ella por accidente. Orosius no la encontraría sólo mirando. Esperaba que Cidelis no la hubiese destruido, y no podía imaginar al almirante dañando su amada nave, así que su intención tenía que haber sido por fuerza que alguien la encontrase algún día. Alguien que no estuviese bajo el poder imperial. ¿Cómo habría podido Cidelis calcular algo semejante?
Ahora mi mente volvía a ponerse en marcha, dejando a un lado la desesperación para intentar seguir esa línea de pensamiento. No había nada que pudiese distraerme, nada en lo que pudiese dispersar la atención sin que retornase la congoja. Si un emperador decidía encontrar el Aeón, seguiría primero los que habían sido mis propios pasos: revisar las bibliotecas, los registros oceanográficos y, en su caso, poner a trabajar a todos los archivistas e historiadores a su disposición. No era inconcebible que, ya en tiempos de Cidelis, Valdur hubiese movilizado a todo el imperio para localizar el buque. Había algo más que evidente tras mi encuentro con Orosius: el emperador creía que hallaría al Aeón si lo buscaba con suficiente tiempo y esfuerzo.
Cidelis debía de saber que los emperadores lo harían. En su época existían ya los oceanógrafos, y habría supuesto que siempre existirían y que sus técnicas mejorarían con el paso de los años. También que dichas técnicas estarían en manos del emperador, de modo que el Aeón no podía ser escondido en ningún sitio que estuviese a su alcance.
Entonces ¿adonde llevaba todo eso? O, para ser más preciso, ¿quién quería Cidelis que encontrase su nave? Era tan antigua, probablemente tan peligrosa, que no se podía permitir que cayese en manos de la persona equivocada.
No quería que un emperador hallase el Aeón, pues no quiso dejárselo a Valdur. Nadie debía toparse con el buque por casualidad tampoco y menos nadie que pudiese emplearlo contra los intereses del imperio. Eso dejaba sólo a los imperialistas en los que pudiese confiar... pero ¿de su propia época? ¿Quería que encontrasen el Aeón unas cuantas personas a las que había dejado un mensaje?
No, eso era demasiado arriesgado. Había demasiadas dudas durante la usurpación, demasiadas cosas que podían salir mal. Y Cidelis no podía confiar en la fidelidad de los que encontrasen el mensaje. Debía de estar dirigido a una facción, no a una persona.
El jerarca Valdur había disuelto, abolido, el sistema de jerarcas. Por eso, el jerarca sólo podría ser un seguidor de los antiguos dioses, los dioses en los que creía Cidelis. Si volvía a haber un jerarca, eso representaría una señal de que el imperio había vuelto a la cordura. Y sin duda quien lo hallase tenía que ser el jerarca, no tan sólo el gemelo del emperador. ¿Dónde radicaba la diferencia?
Di un suspiro e incliné la cabeza hacia un lado, preguntándome de pronto si mi línea de pensamiento era, después de todo, tan brillante. Era claramente improbable que yo fuese el único en haber pensado tal cosa. ¿Acaso divisaba una esperanza donde no la había? No lo creí así.
Pero ¿qué ocurriría si el Aeón estuviese en algún lugar donde el jerarca pudiese hallarlo, algún sitio al que sólo un jerarca pudiese acceder?
Como conclusión, mi razonamiento me había conducido desde un sitio donde el emperador podía encontrar la nave hasta otro donde le era imposible. Era consciente de que el Aeón tenía alguna relación con los magos de la ciudad de Sanction. ¿Era concebible, por tanto, que Sanction fuese el lugar adonde Cidelis se había dirigido en su último viaje? Sanction llevaba perdida doscientos años y estaba fuera del alcance de todos. Ya había recuperado el control suficiente sobre mi cuerpo para darme la vuelta, aunque al hacerlo sentí punzadas de dolor en una decena de lugares nuevos. Apreté los dientes e intenté levantarme, pero mis brazos se rebelaron y no me sirvieron de apoyo. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que viniese alguien? Supuse que ya me echarían en falta.
Comencé a arrastrarme hacia la mesa más cercana, con la intención de usarla de apoyo, pero me detuve al recordar algo más. También Sanction se había desvanecido, tragada por las aguas.
El Continuador narró su desaparición, subrayando que habían sido Carausius y su esposa quienes, sin ayuda, pusieron la ciudad fuera del alcance de Valdur. Lo hicieron en el tercer día posterior a la usurpación del trono, tras el asesinato de Tiberius pero antes de que Cidelis tuviese la menor oportunidad de llegar a esa ciudad. O sea que Sanction era tan inalcanzable como el Aeón, y en teoría había que buscarlos por separado. ¿En qué otro sitio se podía esperar que buscase un jerarca?